Y, sin embargo, Langelot apretó los dientes, dio un empujón a dos jovencitos que se daban codazos mirándole, cruzo la calle y corrió al primer quiosco.
—Señora permítame consultar un periódico de radio, no importa cuál sea. No se lo puedo comprar porque no llevo dinero.
El traje de hombre-rana había impresionado al carnicero; la atractiva sonrisa y los mechones rubios de aquel muchacho de aire ingenuo sedujeron a la mujer.
Tres minutos después, Langelot le devolvía el periódico y salía corriendo hacia los grandes bulevares. ¡No tenía un céntimo para coger un taxi, o siquiera el Metro!
El traje de hombre-rana no es adecuado para andar, y menos aún para correr. Cuando Langelot llegó a la entrada del cine Le Lex tenía los pies hinchados y cubiertos de ampollas sangrantes.
En el cine, grandes carteles anunciaban:
Esta noche, a las diez horas, «La Bolsa y la Vida»; concurso radiofónico dotado con cien mil francos de premio.
Langelot entró con aire decidido.
—¿Dónde va, señor? —preguntó el encargado del control.
—Tomo parte en la emisión.
—¿Cómo candidato?
—Sí.
—¿Está inscrito?
—Todavía no.
—Entonces, es demasiado tarde para esta noche.
—Pero ¿me toma por un imbécil? ¿Tengo aspecto de presentarme si no estoy inscrito?
—¡Ah! ya. Viene para las eliminatorias.
—Debería ser usted adivino.
—En ese caso, pase por detrás. Primera puerta a la izquierda.
—Gracias, jefe.
Langelot dio media vuelta, pasó por detrás. Se sentía de tal humor que nada ni nadie hubiera podido detenerle.
Unas cuantas personas, con aspecto intimidado, esperaban en un pequeño despacho. Había dos o tres estudiantes famélicos, tres madres de familia, algunas modistillas, un anciano caballero con barba y quevedos.
Se acercó entonces un hombre, con traje color esmeralda, un clavel rojo en el ojal y bigote en forma de acento circunflejo sobre una boca en forma de corazón: era Alex Groggy, el animador de la emisión.
—Buenas noches. Tengo mucha prisa. Necesito tres candidatos, dos para perder y uno para ganar. A ver: usted, señorita.
Indicaba la más linda de las modistillas.
—Usted, señor.
Y señalaba al anciano barbudo. Luego su mirada se paso en Langelot.
—Y usted, ¡vaya forma de vestir!
—No han precisado que hubiera que llevar traje de etiqueta —replicó el hombre-rana.
—Muy bien; me gusta usted. Vengan por aquí los tres. A los demás les pido disculpas: se han molestado para nada. Vengan otra vez. Quizá sean más afortunados entonces. Buenas noches.
Introdujo a la modistilla, al anciano y a Langelot en un segundo despacho.
—Ante todo, han de firmar aquí.
La joven firmó sin leer; el caballero puso objeciones.
—Vamos, apresúrese —dijo Groggy—. Si no, elijo a otro.
El anciano firmó. Langelot también, después de haber recorrido el texto en diagonal: «Me comprometo a entregar a las obras sociales y publicitarias de la lejía Lustre cualquier suma que pueda ganar en el concurso de “La Bolsa y La Vida”».
—Muy bien —dijo Alex Groggy—. Ahora quiero un voluntario para ganar: el ganador no cobra nada, desde luego. Los perdedores reciben 100 francos cada uno, a título de indemnización.
—¿Se entregan también para las obras? —preguntó Langelot.
—No; solamente se entrega el premio de 100.000. Vamos, rápido. Veamos, el hombre-rana va a ganar. Aún no hemos tenido nunca un hombre rana entre nuestros ganadores. Aquí tiene un sobre con las preguntas y las respuestas. Señorita, aquí tiene su cheque; y aquí está el suyo, abuelo. Vamos, sin discusión. ¡A escena, a escena! ¡Nos están esperando!