CAPÍTULO IX

Aquella noche —en aguas de las costas francesas— fue rica en helicópteros. Por otra parte, no eran éstos los únicos en buscar la llamada sistemática de la pequeña emisora perdida entre las olas. Tres submarinos y varios barcos mercantes, equipados con estaciones receptoras y amplificadores muy potentes, recibieron consignas de vigilancia singularmente estrictas. Y tres aviones cuya presencia sobre las aguas territoriales francesas no se explicaba muy bien en el marco del derecho internacional, estuvieron volando entre Land’s End y Finisterre. Con una obstinación muy notable…

Langelot no supo nunca cuál de las naves aéreas o marítimas enviadas en su busca había sido la primera en descubrirle. Las estrellas ya habían desaparecido del cielo; el agua se había enfriado; un viento fresquito empezaba a levantar olas. A Langelot se le hacía largo el tiempo y, sin una razón particular para ello, se interrogaba sobre la profundidad del mar en el preciso lugar en que se encontraba, flotando, entre el salvavidas y la emisora. Unas ideas absurdas le asaltaban: ¿no le habrían olvidado? ¿O perdido? ¿No se habría estropeado la emisora?

El viento era más fuerte. Las olas, con sus incesantes ondulaciones, parecían animales enormes, amistosos, pero que no sabían medir su fuerza.

No se veía ni un solo barco en el horizonte, ni un solo avión… El helicóptero prometido no llegaba…

«¿Y si, por casualidad, me descubriera un aparato distinto del que deben enviar…? ¿Qué historia voy a inventar para explicar qué hago aquí? En todo caso, no puedo hablarles del S.N.I.F. Tendré que ahogar al pez. Y, para empezar, la emisora…».

En el horizonte, la superficie del agua se teñía de un resplandor amarillento, el cielo aparecía como descolorido y una bandada de gaviotas salía de pesca cuando un punto negro apareció, procedente del oeste, dirigiéndose en línea recta a Langelot.

El punto se convirtió muy pronto en un helicóptero, que zumbaba como un abejorro gigante.

Unos minutos más tarde, se detenía en el aire cinco metros por encima de Langelot. Se abrió una portezuela y echaron por ella una escala de cuerda. Langelot, no tenía más que tender el brazo para agarrar el último escalón.

Y eso es lo que hizo, sin pérdida de tiempo.

Esperaba un helicóptero civil, pero aquél era de color caqui y llevaba la escarapela francesa.

«¿Quizás he imaginado una novela…?».

Ágil y rápido, Langelot trepó por la escala de cuerda, a la que el viento hacia oscilar. Había hecho muchos ejercicios como aquel en el gimnasio del Monsieur de Tourville.

Dos hombres de uniforme le ayudaron a entrar en el aparato cogiéndole por las axilas.

—Bueno —dijo Langelot—, han tardado; pero, de todas maneras, ha sido magnífico que vinieran. Empezaba a hartarme de imitar a las sirenas.

Decididamente, era bueno volver a encontrarse, si no en tierra firme, por lo menos sobre un suelo vibrante, pero sólido.

De los dos hombres, uno llevaba insignias de sargento y el otro, de capitán. Por lo demás, se parecían un poco: el mismo rostro enérgico y duro, la misma mirada prudente, los mismos labios delgados, la misma actitud alerta, sin la sencillez que hubiera podido esperarse por parte de militares franceses.

—Auguste Pichenet, mi capitán —se presentó Langelot, en posición de firmes en medio de un charco de agua—. Tengo que entregarle un mensaje.

El hombre con insignias de capitán le tendió la mano. Langelot se la estrechó amistosamente, pero comprendió en seguida que se había tirado una plancha: el capitán quería los papeles, nada más.

«Bueno, no son muy divertidos en los helicópteros. Me pregunto si es la A.L.A.T. o el Ejército del Aire…».

El sargento había recogido la escala y cerrado la portezuela, y el piloto elevaba ya el aparato. Langelot sacó el paquete impermeable de un bolsillo impermeable y lo tendió al capitán, que parecía impaciente y seguía sin decir palabra.

El oficial cogió el paquete y rasgó el sobre. Comprobó el contenido y, con el pulgar, indicó una banqueta a Langelot.

—Dígame, ¿podría cambiarme? No es muy cómodo este traje completamente empapado, ¿saben? ¿De qué tengo aspecto? ¿De rata de hotel?

El capitán y el sargento cambiaron una mirada.

—Estos franceses no tienen ningún respeto por la graduación —dijo el capitán, articulando con cierta dificultad.

—Pero, como por su parte, no tiene usted ninguna graduación… —bromeó el sargento.

El capitán se volvió hacia Langelot, contemplándole con mezcla de disgusto y de admiración. Luego, lentamente, buscando las palabras, dijo:

—Sus superiores me escriben, Pi-che-net, que es usted un tipo muy excepcional y que nos interesa tratar de utilizarle… Sin esto, hace tres minutos que estaría de nuevo en el mar… sin salvavidas. Así que, sea bueno y razonable, y no se inquiete por el traje mojado.

—No le comprendo muy bien —contestó Langelot—. ¿Le molestaría precisar un poco?

—Si no comprende muy bien, ya comprende demasiado.

Y el capitán se volvió hacia el sargento y empezó a contarle algo en una lengua que Langelot desconocía por completo.