CAPÍTULO VIII

Unos instantes después, Langelot estaba en el puente. Una brisa tibia le rozó la cara. El cielo, sin luna, brillaba con todas sus estrellas. El mar apenas se agitaba. Se oía el runruneo sordo del Monsieur de Tourville.

»Por lo menos —se dijo Langelot—, tendré buen tiempo.

Ganó la escala en la que, siete meses antes, había sorprendido a Corinne. Descendió rápidamente, apenas molesto en las axilas por el traje de hombre-rana, que no tenía costumbre de llevar.

En el momento de meterse en el agua, tuvo un escrúpulo.

¿Obraba bien, él, que había olfateado la trampa que le había tendido la señora Ruggiero, metiéndose en ella? ¿No era más razonable ir a pedir confirmación de sus órdenes al coronel Moriol o al capitán Montferrand?

Por otro lado, si Langelot se equivocaba, ¡qué ridículo habría hecho sospechando traición en un miembro curtido del S.N.I.F.! Después de todo, ¿no era el S.N.I.F. una institución militar? ¿Y no dice el reglamento que primero obedece y después se discute?

¡Pluf!

Con todo el peso de su cuerpo sobre el salvavidas cuidadosamente hinchado, Langelot acababa de tirarse al agua. Se impulsó con violencia, dando un puntapié en el casco, y se alejó nadando, para que no le arrastrara el remolino de la hélice.

Las luces reglamentarias del Monsieur de Tourville estaban encendidas, lo mismo que algunas ventanillas de las partes del barco reservadas a la marinería y a las transmisiones, pero la escuela no tenía ni una luz: la avería organizada por la señora Ruggiero duraba aún.

Langelot consultó su reloj sumergible. En el minuto previsto, vio que se encendían algunas ventanillas de la escuela. Por una razón imprecisa, sintió que se le oprimía el corazón: la separación entre la escuela y él se había consumado realmente. La vida de la escuela se había reanudado… sin él.

Esperó todavía unos minutos antes de poner en marcha la emisora.

Tendido de espaldas, acunado suavemente por las olas, descansando la cabeza sobre el salvavidas.

«¿Cuántos parisienses querrían estar en mi lugar?».

Rió solo, en medio de la noche.

El Monsieur de Tourville ya no era más que una sombra atravesada por unos agujeros amarillos. Y pronto no fue nada. Langelot hundió el botón de «Marcha» y esperó.