CAPÍTULO VI

Pero Langelot se equivocaba.

El jueves por la noche, acababa de dormirse voluptuosamente en el silencio más absoluto —porque los cursos hipnóticos no seguían molestando—, cuando oyó llamar a su puerta.

Una de las cosa que habían enseñado a Langelot en la escuela del S.N.I.F. era a dormir. Dormía siempre con los músculos distendidos, pero con los sentidos alerta, y recuperaba plena conciencia a la menor variación del medio ambiente.

Y, sin embargo, aún no había tenido tiempo de decir «entre» cuando se entreabrió la puerta y una forma decididamente femenina apareció en la rendija. Langelot tendió la mano hacia el conmutador. Un ronco susurro le detuvo.

—No vale la pena: he cortado la corriente.

Langelot se sentó en la cama. Sin corriente y, por tanto, sin magnetófonos ni cámaras, pero también sin luz. La visitante debía de tener interés en no ser reconocida si se cruzaba con alguien en el pasillo.

—Buenas noches, señora Ruggiero —dijo Langelot—. ¿Tiene usted insomnio?

La señora Ruggiero se sentó en el borde de la litera.

—Vengo a darle la continuación de su misión.

—Había creído que estaba terminada.

—Comprendió mal, mi pequeño Pichenet. No era más que el comienzo ¿Ve esta maleta?

—Si se puede ver algo en esta oscuridad…

—No tiene importancia. Esto es lo que hay en el interior: un salvavidas de plástico, hinchable; una bomba para hincharlo; un traje de hombre-rana; un saco impermeable que contiene un sobre lacrado, una estación emisora con modulación de amplitud, como las que han estudiado. El canal se lo da el cuarzo, no tiene más que ponerlo en posición «Marcha» en cuanto esté en el agua. ¿Ha comprendido?

—¿Voy a meterme en el agua?

—Sí. Hace calor. No corre peligro de resfriarse.

—Me meto en el agua, ¿cuándo?

—Le doy media hora para prepararse.

—¿Y cuánto tiempo tendré que quedarme?

—Hasta que un helicóptero vaya a recogerle.

—Bien; está comprendido —dijo Langelot—. Lástima, ¡dormía tan bien sin esa tontería del curso hipnótico!

—Volveré a dar la corriente dentro de treinta minutos. Es preciso que para entonces no esté a bordo.

—No se inquiete: se habrá librado de mí.

—¿Ninguna pregunta?

—¡Ah, sí! ¿Cuándo estaré de regreso?

—Para final de curso, en cualquier caso.

—¿Mañana a las once de la noche?

—Lo más tarde.

—Perfecto.

Ella se levantó:

—Buen viaje, pequeño Pichenet. Diviértase.

—Muchas gracias. ¿Está segura de que no hay tiburones?

Ella pareció vacilar:

—Seguro que no… No iban a arriesgar una vida tan preciosa como la suya, la víspera de la entrega de carnets… ¡Ah! y olvidaba lo más esencial: entregará el sobre al oficial de grado más elevado que encuentre a bordo del helicóptero.

—¡Figúrese que lo hubiera adivinado solo! Buenas noches.