CAPÍTULO IV

El curso se terminaba el sábado, el 7 de julio. La distribución oficial de carnets de agente del S.N.I.F. tendría lugar a las 10 de la mañana, en presencia de un representante del jefe del S.N.I.F., a menos que fuera el propio jefe, y de un delegado del Gobierno. El miércoles, el jueves y el viernes debían dedicarse exclusivamente a la realización de la prueba de fin de curso. Todas las pruebas debían estar terminadas, necesariamente, el viernes a las 22 horas.

Lógicamente, el lunes y el martes, las clases no fueron muy duras. Los alumnos, por propia iniciativa, dedicaron todos sus esfuerzos a las asignaturas en las que se notaban más flojos.

Langelot repasó el Derecho Internacional. En efecto, el agente que opera en territorio enemigo debe saber causar las menores preocupaciones posible a su propio Gobierno.

Recapituló también el método de cifra del coronel Rémy y realizó algunos experimentos químicos con objeto de hacer aparecer escrituras simpáticas.

Corinne le pidió que le sirviera de adversario en judo: a ella le fallaban siempre las llaves que exigían el empleo de la fuerza.

Bertrand Bris, durante las horas en que se escuchaba los concursos publicitarios de la radio —por los que sentía adoración—, se ejercitaba en efectuar grabaciones sin que sus interlocutores se dieran cuenta. Valdés rehacía sólo las pruebas más peligrosas del recorrido de combate, hacia las que había sentido siempre una repugnancia muy acusada.

Apenas se veía a los instructores, que daban los últimos toques a las pruebas que iban a proponer a los aspirantes.

A partir del martes a mediodía, los aspirantes fueron convocados unos tras otros a la sala de los instructores. Allí encontraban al capitán Montferrand o a la señora Ruggiero.

Fue el capitán Montferrand quien recibió a Langelot.

—¿Se acuerda de que dudaba antes de aceptarle? —dijo Montferrand, cargando su pipa—. Pues era la máquina la que tenía razón, no yo. Ha sido usted un alumno excepcionalmente brillante.

—Ha sido la primera vez en mi vida que me he divertido, mi capitán.

—¿No pasó un período un poco duro al principio del curso?

—¡Oh, sí! Pero me hizo bien. Ahora ya no temo la soledad ni la claustrofobia. Estoy blindado.

—Espero que tenga éxito en su última misión, amigo Pichenet.

—No lo espera tanto como yo, mi capitán.

A Langelot se le había metido en la cabeza que Corinne estaría contenta si salía mayor de promoción y había decidido hacer todo lo posible por darle aquel gusto.

—De todas maneras, es bastante delicado. Vea de qué se trata.

»Para que la posición del Monsieur de Tourville sea completamente secreta, el centro de transmisiones del barco emite no en una longitud de onda fija, sino en un canal que cambia en cada transmisión. Estos canales los da anticipadamente París, que fija también las horas de las transmisiones. Es lo que se llama el programa de radio. El programa de radio llega, cifrado, todos los días para dos días después. Dicho de otra manera, mañana, miércoles, el centro de transmisiones recibirá el programa para el viernes. Desde luego, el programa está clasificado como “muy Secreto”, y el oficial encargado de las transmisiones no puede comunicarlo a nadie ni de la escuela ni del barco. Sólo los encargados de transmisión y del cifrado están al corriente.

»Su misión, mi querido Pichenet, consiste en introducirse en las dependencias de transmisión, coger el programa del viernes, hacer una fotocopia y traérmela antes del jueves a las 22 horas.

«¿Tiene alguna pregunta que hacer?».

Langelot reflexionó.

—Tengo tres, mi capitán.

—Adelante.

—Primera: ¿los encargados de las transmisiones están enterados de la jugada que les preparo?

—Respuesta: no. Y su misión no será considerada como un éxito más que en el caso de que no se den cuenta nunca de nada. De todas maneras, estoy autorizado a ayudarle un poco, diciéndole que el programa de radio se encuentra, sin duda, en la caja fuerte oficial de transmisiones.

—Segunda pregunta: ¿a qué hora llega el programa?

—Eso depende. Se recibe a través de una transmisión del miércoles. Pero ya le he dicho que las horas de transmisión no son fijas. Inmediatamente después de ser recibido, se envía al servicio de clave que lo descifra y lo devuelve al oficial de transmisiones, quien lo comunica a sus operadores la noche anterior a su puesta en marcha.

—Tercera pregunta: ¿qué es lo que no tengo derecho a hacer?

Montferrand se echó a reír.

—No puede matar al oficial de transmisiones, si es eso lo que pregunta. No puede estropear el material. A cambio, puede obtener todos los disfraces que quiera y utilizarlos, sin dejarse atrapar. También puede efectuar una misión pirata si le resulta útil y si cree tener los medios. Puede inducir a cometer errores a los transmisores cuantas veces quiera, a condición de que me informe para que no se produzcan consecuencias graves… Y ya no puedo decirle más: ¡acabaría por darle ideas!