Evidentemente, Langelot no supo nada de todo esto. Pero, viendo que no se detenía a nadie, sacó la conclusión de que la investigación no había obtenido resultados. ¿Significaba esto que la información de base era falsa, o bien que el espía estaba tan bien camuflado a bordo que el contraespionaje había sido incapaz de descubrirlo?
Langelot no tenía medios de responder a esta pregunta. Así pues, dedicó todo su interés a los estudios y a Corinne…
Todas las mañanas, los aspirantes realizaban diez minutos de tiro: era una de las materias en las que Langelot sobresalía más. Se convirtió muy pronto en el mejor tirador del grupo.
Desde luego, no se trataba de tirar apuntando, como se practica en los cuarteles o en las ferias, sino tiro de refriega, al tanteo o incluso a ráfagas.
El tirador se situaba en un largo pasillo blindado, en el cual, a distancias variables tan pronto a la derecha como a la izquierda, surgían por breves instantes, diversos personajes, pero siempre terriblemente antipáticos.
—Lo importante es desear con todas las fuerzas derribar al adversario —le enseñaba el coronel Moriol en persona—. Es el deseo el que guía la bala. Sobre todo, no apuntéis. No se puede apuntar más que en buenas condiciones de visibilidad. Pero se puede desear con cualquier tiempo que haga. ¡Mirad!
Aparecían los personajes a toda velocidad. El coronel Moriol —frunciendo el ceño, el cuerpo ligeramente inclinado hacia delante, los ojos muy abiertos, casi fuera de las órbitas—, vaciaba un cargador entero. Todas las siluetas caían, con una bala en mitad del corazón.
—Ha progresado desde hace diez años, mi coronel —observó un día Montferrand.
—¿Cómo lo sabe?
—Hace diez años participó usted en el campeonato de Francia.
—Exacto.
—Y fui yo quien se llevó el título.
Moriol se echó a reír y dio una fuerte palmada en la espalda de Montferrand.
—En aquella época, aún no era bastante malo. Ahora, estoy a punto. Recordad esto vosotros. Hay que ser malo para tirar bien al tanteo.
—Yo, mi coronel, no le encuentro tan malo como todo eso —objetó Langelot.
—¡Vaya otra vez «Pichenette» singularizándose!
El coronel, enorme con su abrigo negro, miró de arriba abajo al delgado Pichenet.
—¿Que no soy malo…?
Y después, añadió, sonriendo:
—Quizás tenga razón. Todo lo que tengo de maldad en las tripas, lo guardo para la sesión del tiro, y os aconsejo que hagáis lo mismo.
A Langelot le fueron bien sus consejos. Con carabina americana, con Colt, con el 9 mm, el 5,5 y la MAT 49, ganó todos los concursos semanales. Al cabo de tres meses, se ejercitaba, sobre todo, con la pistola 5,5 mm.
—Es un arma para usted, Pichenet —le había dicho Moriol—. A los tiradores mediocres, les aconsejo mayores calibres, como el Colt; con eso se tumba a un hombre tocándole sólo el meñique. Pero usted es un tirador de precisión.
En otras materias, aunque no sobrepasara tan indiscutiblemente a sus compañeros, Langelot se clasificaba siempre con brillantez.
—Pichenet —le dijo un día la señora Ruggiero—, mi pequeño Pichenet, si pasa con éxito la prueba de fin de curso, se llevará el pompón.
—¿Y qué quiere que haga con un pompón?
Ella le miró, filtrando su mirada verde de sus largas pestañas:
—Tiene sus ventajas ser el mayor de la promoción, ¿sabe…?
Él preguntó:
—Y la prueba, ¿en qué consistirá?
—¡Eso lo sabrá la semana que viene, querido!