La inocencia de Corinne no era la única conclusión a sacar del último incidente. Había que concluir también que el método de Langelot no valía nada y que, por inadvertencia o a propósito, el espía había tenido fallos también en su biografía o en sus conocimientos.
»Habrá que seguir otra orientación —se dijo Langelot, que desde qué no sospechaba de Corinne había recobrado toda su animación—. Seguramente, el espía se comunica con tierra. Es probable que se sirva de señales luminosas. Las señales luminosas sólo son visibles de noche. Me interesa pasar algunas noches en el puente.
La estación que se avecinaba no hacía particularmente seductora la perspectiva, pero los agentes del S.N.I.F. no temen a las inclemencias del tiempo. Vestido con prendas cálidas, envuelto en un impermeable, Langelot estaba decidido a privarse de sueño durante todo el tiempo que fuera necesario.
La primera noche, veló hasta las doce. Al día siguiente, la señora Ruggiero le llamó a la sala de instructores:
—¿No es bastante cómodo su camarote, señor Pichenet? ¿O, quizás, tenía usted una cita? Estoy desolada, señor Pichenet, de que le hayan dado plantón…
Y le miraba por debajo de sus largas pestañas negras, temblorosas.
Langelot sonrió:
—¿Y el agente enemigo fingido? ¿No cree que es preciso que se comunique con tierra?
—¡Ah, el agente enemigo fingido! —repitió ella irónicamente—. De todas formas, me imagino que preferiría una agente, ¿no es cierto?
—Señora, todo depende de la clase de agente. Así pues, ¿tiene usted alguna objeción a que vaya a tomar el aire al puente?
—Ninguna, mi querido Pichenet. Piense sólo en cuidarse.
Ni al día siguiente ni al otro obtuvo ningún resultado. Al tercero, decidió acostarse pronto, despertarse a las dos y pasar en el puente la segunda mitad de la noche en lugar de la primera.
Tuvo que esforzarse por salir de la cama.
»Vamos, vamos, Langelot —se dijo a sí mismo—. O se es agente secreto o no se es. ¡“Snif”, “Snif”!
Tras ponerse el impermeable, se deslizó por la crujía. Las cámaras de infrarrojos le habrían descubierto ya, estaba seguro. Pero ¿qué importaba? No estaba escondiéndose de los instructores.
En cuanto abrió la puerta que daba al puente, el viento y el frío le azotaron.
»Soy completamente idiota —se dijo—. Sigo hasta el final de la semana y después abandono. Continuaré cuando haga mejor tiempo.
Se deslizó tras los rollos de cable, los mismos entre los que había sorprendido a Corinne unos días antes. En ellos encontró a la vez un refugio contra los golpes de agua —lluvia o salpicaduras del mar— que, de cuando en cuando, le golpeaban el rostro, y unos recuerdos que no carecían de dulzura.
—Delfina —murmuró—… No, Corinne le va mejor.
Esperaría las primeras luces del alba. Las señales luminosas se hacen generalmente en la más completa oscuridad. En cuanto se hiciera de día, Langelot volvería a su camita.
El Monsieur de Tourville avanzaba tan lentamente que se le hubiera creído inmóvil. ¿Lo estaba, quizá? Las máquinas roncaban en algún lugar, abajo, muy abajo, en las regiones a las que los aspirantes no tenían acceso. La noche estaba oscura; el cielo, bajo.
»¡Con semejante techo no es posible ninguna señal! —pensó Langelot, bostezando—. Haría mejor en marcharme a dormir.
En aquel preciso momento, vio una silueta negra que se perfilaba contra el fondo más claro del puente.
No parecía venir de las dependencias de los aspirantes. Más probablemente, descendía del puente superior, reservado a los instructores.
Langelot se encogió tras los rollos.
¿Era un hombre o una mujer? ¡Cualquiera lo sabía!
El desconocido vestía pantalón y jersey de cuello de cisne y caminaba sin ruido. Se dirigía hacia la borda. Bajo el brazo llevaba un gran objeto negro, de forma extraña.
Cuando llegó a la borda, la siguió unos metros hasta un punto en que terminaba una escala que descendía a lo largo de la pared exterior del casco, casi hasta el nivel del agua.
Entonces, volviéndose de espaldas al mar, sujetando su fardo con una mano, mientras con la otra se cogía a la borda primero y a los escalones después, empezó a bajar.
En cuanto el desconocido hubo desaparecido por completo, Langelot abandonó su refugio y se apostó en lo alto de la escala, excelente posición táctica para la conversación que iba a empezar al cabo de unos instantes, cuando el desconocido quisiera subir de nuevo.
Abajo, no se veía gran cosa: un escalón o dos, la masa del casco, una sombra móvil, el mar salpicado de espuma… Y eso era todo.
Langelot estaba completamente tranquilo, con todos sus sentidos alerta, con todos sus músculos tensos.
El peligroso espía enemigo, que todo el personal instructor de la escuela del S.N.I.F. buscaba en vano, ¡él, «Langelot-Pichenette», lo tendría a su merced unos segundos más tarde!
Ya la sombra empezaba a subir. Mucho más aprisa de lo que había bajado, ya que se había desembarazado de su fardo y tenía las dos manos libres.
Por un momento, Langelot se preguntó qué había hecho el desconocido con el objeto misterioso. Según todas las apariencias, lo había tirado al agua. Un momento después:
—Buenos días, ¿cómo está usted? —decía Langelot amablemente.
Acababa de poner el pie, sin ningún miramiento, sobre la mano izquierda del espía, que se había cogido al bordo del puente.
No obtuvo respuesta. En la oscuridad, Langelot creyó, por un momento, que se enfrentaba con un negro, por lo oscuro que era el rostro del desconocido. Luego comprendió que se trataba de camuflaje nocturno.
La sombra, que se había detenido bruscamente, subió otro escalón.
—Despacio, por favor. Quédese donde está —advirtió Langelot.
Y entonces cometió un grave error: se agachó para ver mejor las facciones del otro.
El rostro negro, desconocido o irreconocible, estaba entonces a medio metro del suyo… De repente, vio que la mano derecha del espía surgía de las sombras y recibió un puñado de pimienta en pleno rostro.
El dolor fue atroz en los ojos.
Y, además, al echarse instintivamente hacia atrás, Langelot cayó de espaldas: la mano del espía no estaba ya bajo el pie del genial aspirante. El espía iba a escapar.
Con los ojos ardientes y llorosos, los pulmones desollados, Langelot tuvo aún la presencia de ánimo necesaria para tenderse por completo y abrir las piernas.
Luego, a pesar del dolor, se esforzó en mirar.
Cuando el espía hubo saltado del puente, las piernas de Langelot se cerraron sobre las suyas, como un par de tijeras. Y el espía cayó.
Lucharon un instante. El desconocido conocía también judo, pero no tenía talla para enfrentarse a Langelot. Además, no parecía poner toda su energía. Al cabo de unos segundos, Langelot estaba firmemente sentado sobre su adversario, oprimiéndole las costillas con sus muslos.
Y las manos de Langelot fueron a posarse, en prevención, en el cuello del desconocido.
Entonces, éste dijo, con una voz muy frágil:
—No me estrangule, señor Pichenet.
Era Corinne.