En aquella etapa de investigación, Langelot estuvo tentado de renunciar.
«No traicionaré a nadie. No se me ha encargado ninguna misión. Después de todo, los grandes jefes son, sin duda, más fuertes que yo, y están advertidos… ¿Por qué voy a mezclarme…?».
Pero sabía muy bien que aquello eran sofismas. Por más que pudiera oprimírsele el corazón, eso no le impediría llegar hasta el final de la misión que él mismo se había encomendado con ingenuidad.
Ahora, iba a vigilar a Corinne lo más estrechamente posible.
Un día, que ella abandonó muy deprisa la mesa, Langelot la siguió. Ella corrió por la crujía y él corrió detrás, esforzándose en no hacer ruido. Corinne subió al puente; él lo hizo también. La perdió de vista un instante, pero no necesitó mucho tiempo para encontrarla de nuevo; se había dejado caer de rodillas entre los rollos de cable, con la cabeza entre las manos. ¿Qué podía hacer allí?
—¡Corinne!
Ella se volvió: estaba llorando.
—¡Usted de nuevo, «Pichenette»! ¿No ha acabado aún de seguirme como una sombra? ¡Como si no fuera bastante con los micros, las cámaras, los instructores! Le aviso que si alguna vez tengo ocasión de hacerlo, le echaré por encima de la borda.
Él se puso en cuclillas a su lado:
—Vamos, Corinne. A propósito de micros, debería prestar atención.
—¡Me da igual! —gritó ella—. De todas maneras no creo que los haya: estos cables se pasean siempre de un extremo a otro del puente. Y, además que hagan de mí lo que quieran. Ya le digo que estoy harta.
—¡Corinne!
Se deslizó hasta acercarse más a ella.
—Dígame por qué llora. ¿Es sólo fatiga? No, tiene usted un motivo especial. Dígamelo.
En aquel momento no pensaba en absoluto que, según todas las posibilidades, Corinne era una peligrosa espía: sólo veía a una jovencita anegada en llanto.
—Lloro porque soy una estúpida —respondió Corinne—. Lloro porque no estoy hecha para esta profesión. Lloro porque hoy es mi santo, y en casa recibía montones de flores en esta fecha y montones de gente, regalos, y música, y todo eso. Y que aquí no hay nadie que me felicite siquiera. Ya ve que es idiota. Yo un agente secreto, ¡bah!
Una loca esperanza golpeó el corazón de Langelot.
—Vamos, vamos. Corinne. Esta usted dotada para esta profesión, lo sabe muy bien. Simplemente, no tiene costumbre de estar sola. En cuanto a su santo, le felicito: mire.
La beso en la mejilla, con un sonoro beso que hizo clac.
Corinne pareció sorprendida, pero contenta.
—¡Vaya! ¡De todas maneras es usted amable! Si no estuviera tan segura de que soy el agente enemigo, podríamos entendernos. Decididamente, sabe encontrar el sistema de levantar la moral.
Se puso en pie.
—Volvamos por separado —dijo—. Aquí no gustan los cómplices.
Langelot no se lo hizo repetir. Se precipitó a su camarote y consultó un calendario.
No era el día de santa Corinne. Corinne según el diccionario no era una santa, sino una poetisa griega. El santo del día era Delfín… Corinne, pues, se llamaba Delfina ¡y un agente del Registro intelectual, le había escogido el nombre de Corinne por una reminiscencia, consciente o inconsciente, de las heroínas de dos novelas de Mme. de Staël, que llevan justamente estos dos nombres!
En otras palabras, Corinne se había traicionado. Con torpeza y tontamente se había traicionado. Ella no podía ser una espía internacional. Además, aquellas lágrimas, aquel momento de debilidad, la afirmación: «Yo no estoy hecha para esta profesión», todo concordaba.
Langelot respiro libremente. ¡Querida Corinne…!