Una noche, Bertrand Bris fue a llamar a la puerta de Langelot, que trabajaba en su camarote.
—¿No te molesto? —preguntó el gigante rubio.
—En absoluto. Ya ves, estoy ejercitándome en abrir cerraduras con ganzúa. Siéntate.
—Esto es lo que me trae —dijo—. Como tú sabes, soy normando, he hecho mecánica aplicada y soy experto en vinos de Borgoña; he llegado aquí porque, durante el servicio militar, se reconoció mi capacidad para este tipo de trabajo y porque, después, me echaron del taller donde trabajaba. Tú eres aficionado a la filatelia, jinete, antiguo alumno del Pritáneo. Nuestra misión, la tuya y la mía, es desenmascarar al agente enemigo y he pensado que quizás tendríamos más éxito juntos. ¿Estás de acuerdo en que lo probemos?
Langelot le miró con sorpresa. Aquella proposición llena de ironía le parecía demasiado franca para ser natural.
—Escucha, Bertrand. ¿Quién te dice que no soy yo el agente enemigo? En principio debemos de desconfiar de todo el mundo.
—En principio, sí. Pero solamente cuando esta máquina de Satanás nos escucha. Ahora bien, creo que tú no tienes aspecto de ser el agente enemigo. Por otra parte, te tomas tanto trabajo para buscarlo que es evidente que no puedes serlo tú.
—Espera, Bertrand. ¿Quieres decir que la máquina no nos escucha en este momento?
—No.
—¿Y eso por qué?
—Porque —contestó Bertrand, negligentemente— he cortado la corriente de los circuitos acústicos. De aquí a que se den cuenta, tenemos tiempo de ponernos de acuerdo.
—¿Cómo has hecho para cortarla?
—Nada más sencillo. Si te hubieras paseado por las dependencias de los instructores, habrías visto una puerta con la inscripción: «Peligro de muerte».
Langelot se contuvo para no decir que la conocía muy bien.
—Entras —prosiguió Bertrand— y tienes todos los interruptores. Es infantil. Entonces, ¿te gustará que cacemos juntos?
Langelot reflexionó un instante; luego sonrió:
—¿Y si fueras tú el agente enemigo?
Bertrand Bris se ensombreció, frunció el entrecejo: aquel punto evidentemente, se le había escapado. Después de unos instantes de graves meditaciones, se puso en pie:
—Tienes razón, «Pichenette». Es una lástima. Ya ves, me hubiera gustado tenerte como compañero. Tanto peor. Quizá nos volvamos a encontrar después del curso. Ahora, tengo que irme. Hay una emisión de radio sensacional a las veingdtós horas.
—Repite eso —pidió Langelot, sobresaltándose.
—A las veingdtós: la Bolsa o la vida. Es un juego radiofónico. Bye-bye.
Con su paso pesado y silencioso, Bertrand salió del camarote. Langelot no siguió forzando su colección de cerraduras: reflexionaba.
Primero: los normandos no dicen veingdtós. Son los alemanes y los alsacianos los que hablan así.
Segundo: si Bertrand hubiera sido un espía, ¿habría corrido el riesgo, perfectamente inútil, de dar un paso extraordinario? ¿Se le habría escapado que Langelot podía ver en él al agente enemigo ficticio?
No, decididamente. O el método escogido por Langelot era falso, o bien el espía era Corinne.