CAPÍTULO XXII

Los deportes ocupaban un lugar importante en la vida de los alumnos de la escuela del S.N.I.F. A bordo del Monsieur de Tourville disponían de todo lo necesario; de un gimnasio cubierto donde podían jugar a baloncesto y a voleibol e incluso contaban con una piscina. Tenía también una sala de armas, donde un experto maestro les daba lecciones de esgrima, excelentes para desarrollar los reflejos.

—Considero —dijo Langelot aquella noche—, que hacemos mal en realizar siempre los asaltos a pie. Deberíamos intentarlos también a caballo.

—¡Eso es muy propio de ti, Pichenette! —exclamó Gil—. Sería una excelente idea si tuviéramos caballos. Pero resulta que no los tenemos.

—¡Tenemos los potros del gimnasio! Mira, te desafío a un torneo sobre los potros.

—Es idiota, porque los caballos no se desplazarán, no cargarán, no darán vueltas, no tropezarán nunca.

—No muestres tus conocimientos hípicos ¿Tienes miedo a caerte, o qué? Será una especie de combate lionés sin cuadrilla.

Valdés se encogió de hombros, pero, después de lo que había pasado aquel mismo día, no se atrevió a negarse. Langelot, por su parte, intentaba perfeccionamientos:

—Cogeremos dos compañeros cada uno y nos empujarán por detrás. Así, los caballos podrán cargar.

Corrieron al gimnasio. Langelot había elegido para empujar a Pierre Comte y al gran Bertrand; Valdés, a otros dos muchachos escogidos entre los más robustos.

Cuando los caballos estuvieron colocados frente a frente y Gil se acercó al suyo para montar, Langelot gritó de repente:

—¡Ridículo!, ¿por dónde montas?

—Pues por la izquierda.

—¿Cómo buen caballero? ¿Has olvidado por qué lado se monta?

Valdés vaciló un momento.

—¡Oh!… para un caballo de gimnasio, me pregunto qué importancia puede tener. Lo mismo puedo montar por la izquierda: no se moverá.

—¡Qué te lías, «Pichenette»! Siempre se monta por la izquierda —intervino Bertrand Bris.

—Justamente —dijo Langelot—. ¡«Snif snif»!

Estaba seguro de que nunca un verdadero jinete hubiera vacilado. Y Valdés pretendía ser un buen jinete…

¡Finalmente! Valdés se había traicionado. En consecuencia, si la hipótesis de Langelot era válida, Valdés no tenía las cualidades de un espía de gran clase.

Los únicos sospechosos que quedaban eran —Langelot puso mal gesto al comprobarlo, porque sentía simpatía por uno y más aún por la otra—, Bertrand y Corinne.

Esta comprobación le resultó tan desagradable que Valdés se hartó de golpearle en el curso del torneo. Langelot paraba débilmente, no aprovecha las ocasiones que le ofrecía la movilidad de su caballo, olvidaba atacar. Pensaba, con el corazón lleno de amargura:

«¿Bertrand o Corinne?».

Acabó el torneo. Langelot fue a ver a Montferrand.

—Mi capitán, los personajes con que nos han disfrazado, ¿quién los ha inventado?

—La dirección del S.N.I.F.

—¿No han dejado, en ningún momento, que un aspirante participara en el pasteleo?

—Veamos, Pichenet, ¿nos toma por niños de coro?

Langelot volvió a su camarote. Así pues, los que no se contradecían nunca eran realmente los mejores. Y el espía enemigo era necesariamente el mejor. No hubieran enviado a un bisoño a una aventura semejante.

«¡Snif, snif!», suspiró Langelot.