CAPÍTULO XX

Con la cabeza bajo las mantas, el curso hipnótico núm 32, sobre la graduación de las estaciones de radio, susurrándole al oído, Langelot reflexionaba profundamente.

»Si nadie se da cuenta de nada, me habré librado de una buena. Porque, si me hubiesen desenmascarado, me habrían tomado inevitablemente por el que buscan. Bueno. Digamos que he tenido suerte y no tentemos al diablo. No volveré a colocar el magnetófono en la mesa del capitán Montferrand. Sería demasiado arriesgado. Y, por otra parte, ya sé lo que quería averiguar: no hay agente enemigo ficticio.

»Por suerte, hay uno de verdad. Presiento que esto va a poner un poco de picante en este cursillo que empezaba a ser monótono.

»¿Quién es el agente enemigo? No es uno de los instructores porque todos están aquí hace mucho tiempo. En teoría, podría ser Moriol, pero Moriol es muy conocido en el Ejército y si ha sido designado para dirigir la escuela, es que estaban seguros de él. ¡Nada de novelas de espionaje, mi pequeño Langelot! El personal de las cocinas no ha cambiado desde que empezó a funcionar la escuela, Montferrand lo precisó muy bien… Por tanto, no quedan más que los aspirantes.

»Entonces, razonemos. El espía enemigo debe de ser alguien muy diestro, y representa su papel como un profesional. Dicho de otra manera: hay que buscarle entre los que se enredan con poca frecuencia en lo que cuentan y no entre los que se enredan más…

»Otra cosa: habrá que vigilar sus ocupaciones. ¿Cuál puede ser la misión de un espía a bordo del Monsieur de Tourville? Ante todo, informar a su gobierno. Por tanto, es preciso que él se informe primero. Y después que transmita las informaciones obtenidas. Dos momentos en que esta obligado a descubrirse, por poco que sea. Así pues, a partir de este momento, los más curiosos serán los más sospechosos. En cuanto a transmitir, ¿cómo podría arreglárselas? Puesto que no se nos permite enviar correo y el centro de producción de parásitos funciona 24 horas sobre 24… ¡Y, no obstante, no puede resolverlo echando botellas al agua!.

Al día siguiente, nada había cambiado, en apariencia, en la vida de la escuela. La señora Ruggiero seguía mostrándose relajada e irónica. Montferrand cargaba su pipa con idéntica convicción, los especialistas daban sus lecciones y dirigían los trabajos prácticos sin parecer saber que uno de sus discípulos preparaba, solapadamente, su destrucción.

Montferrand anunció que los cursillistas tendrían que redactar unas notas semanales explicando en que punto estaba su investigación sobre el «agente enemigo».

El coronel acudía con mayor frecuencia a presenciar las sesiones de tiro y los ejercicios de interrogatorio. La vigilancia, por medio de micrófonos y cámaras, pareció ceder un poco: probablemente, la dirección había decidido dar confianza al espía.

Por su parte, Langelot husmeaba por todas partes y pasaba mucho más tiempo que antes charlando con sus camaradas.

Se había resignado a confiar en la memoria para retener todos los datos que recogía y, al cabo de una semana o dos, después de haber asimilado los métodos nemotécnicos recomendados por el psicólogo, se sintió satisfecho.

Con frecuencia iba a la biblioteca donde estudiaba un tema sobre el que alguno de sus camaradas parecía tener conocimientos precisos, y le interrogaba después para obligarle a descubrirse.

Esta táctica le salió bien con la mayoría de los aspirantes. Transcurrido un mes, había eliminado a casi la mitad de los sospechosos. A partir de entonces fue más difícil, ya que cada uno trabajaba su tema y se vigilaba con mayor cuidado a medida que adquiría más oficio. Era preciso tender trampas más refinadas, más complejas. Ante todo, había que dejar tiempo al sospechoso para que olvidara la respuesta que había dado a una pregunta, antes de hacérsela por segunda vez.

Dos o tres fueron eliminados así, por el método llamado «del nombre de la abuela».

Los demás aspirantes, tal vez con menos energía, porque no conocían lo que se arriesgaba en la batalla, adoptaban tácticas análogas y, según las fichas que encontraba sobre su mesa, enviadas por la máquina o copias de las notas semanales de sus camaradas, Langelot comprobaba con despecho que a sus conocimientos sobre filatelia y sobre el Pritáneo se le descubrían fallos varias veces por semana. Pero, a decir verdad, su propia protección le interesaba mucho menos que los informes que se esforzaba en reunir sobre el enemigo.

Habían transcurrido tres meses de curso cuando Langelot comprobó no sin inquietud, que todos sus camaradas se habían equivocado un número razonable de veces, a excepción de Bertrand Bris, Gil Valdés y Corinne.

Ahora bien, según su teoría, el espía evitaría precisamente, tanto como pudiera, el hacerse sospechoso. En efecto, tomado por el agente enemigo (que no era) por sus camaradas, sería denunciado como tal a la dirección, lo que atraería la atención sobre él. Claro está que existía la posibilidad de que cometiera fallos a propósito de vez en cuando, o de que se tratara de un agente mediocre que hubiera aprendido mal su lección… Pero ¿no eran éstos argumentos de mala fe, inventados por Langelot, porque no deseaba enfrentarse con la verdad cara a cara?