Por la tarde, de 5 a 6, se dedicaba una hora a «Trabajos prácticos según iniciativa de los aspirantes». Aquella hora iba seguida de dos horas libres, durante las cuales algunos continuaban sus trabajos con la aprobación de los instructores. Así pues, no habría dificultades con el horario.
A las cinco de la tarde Langelot se dirigió al almacén y pidió que le entregaran un traje de camarero para ejercitarse en dicho papel, que había sido vivamente recomendado por el profesor de camuflaje… Y, en efecto, se ejercitó hasta las seis menos cuarto. Entonces, volvió a ponerse su ropa corriente, pantalón y jersey proporcionados por la escuela. A las seis contestó «presente» cuando pasaron lista y se dio una vuelta por los alrededores de la sala de instructores. La primera vez, la señora Ruggiero le sonrió por la puerta entreabierta: la segunda, la sala estaba vacía. La atravesó y se encontró en la zona prohibida.
Ganó el cuarto de baño, que ya le había servido de refugio muchas veces. Mientras, con el cerrojo echado, se ponía el uniforme de camarero comprobó con irritación que una cierta sensación de angustia no le abandonaba. Trató de descubrir su origen, mientras diluía tinte negro, conseguido también en el almacén, en el lavabo.
«¡Ah, ya lo tengo!».
Lo que le inquietaba era una frase que el coronel había pronunciado negligentemente el primer día. Había dicho que a los aspirantes del S.N.I.F. que faltaban a la disciplina les ocurrían accidentes mortales…
«¡Si seré estúpido! ¡No va a hacerme liquidar porque le haya servido un whisky!».
Langelot hundió la cabeza en el lavabo. Cinco minutos después, con el cabello negro y unas gafas cabalgando sobre su nariz, no se reconocía ni él mismo, en el espejo. Claro que si se le miraba un poco cerca… Pero ¿quién mira de cerca a los camareros?
Limpió cuidadosamente el lavabo y salió.
Eran las siete, y los instructores invitados por el coronel empezaban a llegar: Langelot no tuvo más que seguirles.
Al final de la crujía, tomaban una escalera, luego continuaban por un pasillo y llegaban a un amplio salón lujosamente amueblado. El coronel, muy elegante, con un traje color antracita, estrechaba la mano a los que llegaban.
«Es casi como en la vida civil», pensó Langelot que desde hacía un mes no veía más que las dependencias estrictamente utilitarias, reservadas a los alumnos. Se deslizó hacia el bar.
Hasta el momento, todo marchaba muy bien. El propio capitán Montferrand, a quien Langelot temía más que a nadie, charlaba en un rincón con el especialista en disfraces, y ni uno ni otro parecían haberse fijado en el falso camarero.
Pero, detrás del mostrador del bar había uno de verdad, que no dejaría de hacer preguntas.
El verdadero camarero era un indochino y, normalmente, servía de ordenanza al coronel.
—¿Quién eres tú? —preguntó a Langelot, que se le acercaba con su aire más inocente.
—Soy un extra. Vengo a ayudarte.
—¿De dónde vienes?
—Habitualmente, trabajo para el comandante del barco. Hoy, me ha prestado a tu coronel…
El delgado indochino conservaba un aire escéptico.
—Es la primera vez que se pide a alguien del exterior —observó—. Con el antiguo coronel, nos arreglábamos siempre con el personal del S.N.I.F. Esto no es regular.
—Pues ve a decírselo a Moriol —replicó Langelot—. Estoy seguro de que le interesarás.
El camarero se encogió de hombros.
—Toma —dijo—. Sirve esta bandeja.
Langelot sirvió a los reunidos. De temperamento menos tranquilo, sin duda hubiera volcado vasos y botellas, porque resultaba muy impresionante rozar a unas personas a las que veía a diario y fingir que no las conocía. Pero, si hubiera carecido de sangre fría, la computadora del cuartel no le hubiera elegido nunca para aquella profesión.
Cuando todos estuvieron reunidos, el coronel hizo un signo apenas perceptible; de inmediato cesaron todas las conversaciones; los dos camareros desaparecieron tras el mostrador. El capitán Montferrand se puso a llenar la pipa.
—Hace un mes —empezó el coronel Moriol— que se está desarrollando el curso. Ya conocemos a nuestros aspirantes y, de acuerdo con las tradiciones de la escuela, este sería el momento de consultarles para decidir a quién de entre todos ellos nombraríamos «agente enemigo…».
«¡Toma, toma! —se dijo Langelot—. ¡Entonces, durante estas cuatro semanas hemos trabajado para nada!».
—Sin embargo, he tomado otra decisión. Este año no habrá agente enemigo. Y vean la razón…
Los ojos penetrantes de Moriol recorrieron los rostros vueltos hacia él y se dirigieron incluso fugazmente hacia el bar, donde Langelot procuró hacerse muy pequeñito…
—Acabo de recibir un mensaje que les leeré literalmente.
Saco un papel del bolsillo y leyó:
S.D.E.C.E. comunica: un agente de información de una potencia extranjera se ha introducido recientemente en la escuela del S.N.I.F. Datos del informador referencia B/2. Me parece sumamente improbable. Sin embargo, ordeno: 1) poner al corriente de esto a todo el personal instructor; 2) organizar investigación exhaustiva con la ayuda de su oficial de seguridad, capitán Montferrand; 3) mantener ignorantes de esta noticia a los cursillistas. Por mi parte, he pedido una nueva investigación sobre sus antecedentes.
Un silencio lleno de ansiedad pesaba sobre la concurrencia. Aquellos hombres y aquellas mujeres estaban acostumbrados al peligro. Pero saber que entre los muchachos y muchachas a quienes enseñaban lo mejor que podían se ocultaba un espía enemigo, les producía un sentimiento de desánimo y de inseguridad.
—Así pues —continuó el coronel—, como no deseo complicar mi propia investigación, no designaré al agente enemigo. En cambio, les pido que dejen creer a los aspirantes que hay uno entre ellos. ¿Quién sabe? Quizás sus investigaciones terminen antes de que las nuestras. Naturalmente, examinaremos con la mayor atención todos los informes que nos den unos sobre los otros. Montferrand, usted les hará preparar todas las semanas una ficha en la que anoten las anomalías que logren observar.
»Les pido a todos que no dejen que se extienda por la escuela ninguna impresión de inquietud. El enemigo está entre nosotros. Lo sabemos. Pero él debe ignorar que lo sabemos.
Diez minutos más tarde, Langelot se eclipsó, ganó de nuevo el cuarto de baño, se lavó la cabeza con un champú químico, regresó a las dependencias de los aspirantes, devolvió el traje de camarero al almacén y llegó al comedor a la hora de la cena.
Antes de sentarse, lanzó una mirada circular a sus veintinueve camaradas: uno de ellos era un enemigo.