Los primeros días, la investigación que llevó a cabo Langelot no le proporcionó más que palpitaciones y la ingenua satisfacción de haber engañado a sus astutos superiores.
Las conversaciones que grababa no tenían nada de secreto como, por otra parte, hubiera debido esperar. Una vez, Nicole Buys acudía a pedir al capitán Montferrand que la relevara del judo aquel día porque se sentía fatigada, y el capitán Montferrand le contestaba que era una razón más para hacerlo, ya que el judo era el menos cansado de los deportes de combate. Otras veces, Bertrand Bris acudía a solicitar que la señora Ruggiero le precisara cuales eran las ocupaciones autorizadas durante los ratos libres, ya que todo lo que él había querido hacer hasta entonces se le había prohibido. En ocasiones, la señora Ruggiero hacia observar al capitán que el tiempo estaba mejorando, otras el capitán anunciaba a la señora Ruggiero que un helicóptero había traído hortalizas frescas durante la noche…
Una vez desvanecido el primer placer, que consistía en deslizarse en la crujía de los instructores, en introducirse en un cuarto de baño que, según todas las apariencias, no se utilizaba, en encerrarse en él y en escuchar la grabación, no el altavoz, claro, sino con el auricular incrustado en las orejas. Langelot empezó a encontrar que aquel juego era muy fácil y poco provechoso.
Sin embargo, un día cuando se estaba ya preguntando si no sería mejor dejarlo, unas palabras llamaron su atención.
Aparentemente, Montferrand estaba solo en el despacho y, de repente, se oyó el clic del interfono y, después habló por él.
—Montferrand, mi coronel.
—Tengo una noticia importante que comunicar a todo el personal de enseñanza. Oficiales, suboficiales, todos. En estas condiciones, lo mejor sería que vinieran todos a tomar una copa en mis habitaciones, a las siete. Les retendré como máximo hasta las ocho ¿De acuerdo?
—De acuerdo, mi coronel.
—No quiero que los aspirantes se enteren de nada. Ya les explicaré por qué.
—Avisaré a todo el mundo personalmente. Para el servicio, mi coronel, ¿le convienen extras?
—Me es igual. Arréglalo como crea conveniente.
Nuevo clic.
Langelot detuvo el magnetófono. Salió muy pensativo del cuarto de baño. Aquel era el momento más delicado, porque no sabía nunca si iba a encontrarse con un instructor en la sala que debía atravesar. Pero no se consigue nada sin riesgo… Y, como todo el mundo sabe, ¡la fortuna sonríe a los audaces!
«Una noticia que comunicar a los instructores, sin que los aspirantes se enteren…». ¿De qué podía tratarse? Muy probablemente, del «agente enemigo». ¿Era el momento de aprovechar la conversación sorpresa o valía más renunciar a la idea loca que la conversación hacía nacer?
Al carácter de Langelot no le iban las largas vacilaciones. En su cerebro ya se había formado un plan espontáneamente.
«¡Una ocasión así no se deja pasar!».
Y decidió actuar.