Los días que siguieron fueron uno de los períodos más negros de la vida de Langelot. Se sentía tan desarmado como una cobaya en una mesa quirúrgica.
La famosa soledad de los agentes especiales se había apoderado de él.
Sus camaradas no le apreciaban mucho. Le habían bautizado con el apodo de «Pichenette», y existía cierta tendencia a creer que él era el agente enemigo, a causa de su aspecto desenvuelto y de su gran prudencia…
Corinne tenía mala cara, ya no sonreía nunca. Sin duda, ella sufría la soledad aún más que él.
El único muchacho por quién Langelot sentía algo de amistad, Bertrand Bris, que parecía un vikingo, se mostraba aún más reticente que los otros.
Cierto que Langelot tenía satisfacciones «escolares». Todas las asignaturas que se impartían le apasionaban, y en todas obtenía resultados brillantes; ¡pero casi llegaba a darle rabia tener tanto éxito! Cuanto mayores fueran sus triunfos, más demostrarían las excelencias de los métodos del S.N.I.F.
Y, sin embargo, no tenía gracia sentirse tan solo siempre sin estarlo nunca, puesto que había micros y cámaras permanentemente ocultos.
Cosa singular: fue Corinne quien le hizo salir de su marasmo.
Un día, se presentó a desayunar más pálida aún que de costumbre. Les había tocado la misma mesa en el sorteo y se encontraron solos en ella, porque sus dos camaradas no habían llegado aún.
—Pichenet… —cuchicheó ella.
Él la miró.
Corinne puso deliberadamente su trozo de pan sobre el cable eléctrico que iba de la pared a la lamparita que no se encendía nunca. Luego lo cortó, no con su cuchillo, sino con el cuchillo dentado de cortar el pan. Cuando separó las dos mitades de su rebanada, el hilo estaba partido en dos. Acto seguido, se dedicó a comer y a beber su café, hablando al mismo tiempo en voz baja y apremiante:
—Pichenet, no puedo más. Es tan horrible ser espiada sin cesar. Sé que cometo un error al confiarme a usted. Quizá sea usted el agente enemigo, y, en ese caso, tendré muy malas notas, porque seguramente irá a contárselo todo al coronel o a ese horrible capitán Montferrand, cuya pipa huele tan mal. Pero no puedo más. Creo que voy a tratar de evadirme. Nado bien, ya sabe.
Al ver la angustia de Corinne, Langelot sintió que la suya disminuía de inmediato.
—Está loca —dijo, sin dejar de comer para engañar a las cámaras que les filmaban—. Debemos de estar en pleno Atlántico. Además, el S.N.I.F. la encontraría en cualquier sitio. Quizás sería yo mismo quien recibiera la orden de matarla. Mil gracias. Así que antes de zambullirse, procure estar segura de que hay tiburones.
La sombra de una sonrisa apareció en los ojos de Corinne.
—Hace bien hablar sabiendo que nadie oye.
—¿Cree que este cable…?
—Seguro. He intentado encender esta lámpara: nunca funciona. El micrófono debe de estar dentro.
—El primer día, yo también creía que conseguiría desconectar todos los micrófonos. Aún no he descubierto ni uno.
—Estoy segura de que hay uno en la rejilla del altavoz, encima de la litera, y uno en cada lámpara. Ahora, dígame algo que me impida tirarme al agua.
Langelot reflexionó un momento.
—Ya he encontrado lo que voy a decirle —anunció por fin—. Piense que yo estaba tan desanimado como usted, pero que a partir de hoy va a cambiar la cosa. Los instructores tendrán que aguantarse. Voy a pasar a la ofensiva. ¿Le ayudará eso?
—¡Oh, sí! —exclamó ella—. Me ayudará mucho.
Por un instante, le sonrió como el primer día; luego desapareció tras su tazón de café: Bertrand Bris se acercaba.