CAPÍTULO XI

Entró —alto, delgado y ágil, vestido con un pantalón y un jersey de cuello alto, arrollado—, seguido por un grupo de personas, compuesto por una mujer y varios hombres, a los que pasaba la cabeza.

—Montferrand, me va a hacer el favor de dejar de lado todas estas mojigangas —empezó, apenas hubo franqueado el umbral de la sala—. Gracias a Dios, no estamos en un cuartel. Ni en un pensionado de señoritas. Vosotros, sentaos. Fumad si queréis. Poneos cómodos. Estáis en vuestra casa.

»Voy a empezar por presentarme: Coronel Moriol. Es la primera vez que dirijo un curso aquí y, seguramente, me tiraré alguna plancha. Pero, con un estado mayor de instructores como éste —y señalaba a su cortejo—, sé que todo irá bien, en cualquier caso.

»A vosotros, los aspirantes, no hay que decir que os doy la bienvenida. Habéis escogido el más hermoso oficio del mundo. El que exige un empleo total de todas las posibilidades de una persona humana. El que, en la época de las bombas H, de los campos de la muerte, de las destrucciones masivas, permite aún a un hombre solo defender eficazmente su patria, haciendo un mínimo de daño a la humanidad. ¡Bravo!

»Y lo que es más, no solamente habéis elegido esta profesión, habéis sido escogidos para ejercerla. Escogidos en circunstancias distintas, pero con una competencia igual. Sois, en el propio sentido de la palabra, una élite. De nuevo, bravo.

»Este año de preparación será difícil. Con frecuencia estaréis hasta la coronilla de todo. Lo que encontraréis más enervante, lo sabemos por anticipado, es la soledad. Pero es preciso que toméis desde ahora vuestra resolución: en la vida, vosotros, los agentes de S.N.I.F. estaréis siempre solos.

»Las fatigas físicas e intelectuales no os serán ahorradas tampoco. Es necesario que, en un año, consigáis aprender veinte técnicas de las que de momento, no tenéis ni la menor idea.

»Finalmente, realizaréis ejercicios prácticos. El primero empieza en este mismo momento y terminará dentro de un año.

»Uno de vosotros no es un alumno como los demás. Recibirá, o ha recibido ya, una misión especial: representa el papel de un agente enemigo introducido entre vosotros. Os espiará, os interrogará, tratará de transmitir mensajes, quizás de robaros documentos secretos. A vosotros os toca descubrirle. Desde luego, le están permitidas todas las artimañas…

Langelot levantó una mano.

El coronel Moriol volvió hacia él su rostro grande y huesudo, estragado, y su mirada penetrante:

—¿En qué puedo servirle?

—Mi coronel, querría saber qué nos está permitido a nosotros.

—Explíquese.

—Por ejemplo, si le sorprendemos robándonos, ¿tenemos derecho a darle golpes?

Hubo risas y algún encogimiento de hombros.

—¡Desde luego! —dijo el coronel—. Y es una excelente pregunta. De todas maneras tratad de no matarle. Pero si le enviáis al hospital quince días, os felicitaré. En cuanto a tretas, tenéis derecho a todas, sin excepción.

—Gracias, mi coronel.

—Último punto —prosiguió Moriol con mayor gravedad—. No habrá, no puede haber entre vosotros, cuestiones de disciplina. Somos todos camaradas. Solitarios, pero solidarios. No cometeréis faltas, eso ya lo sé. Pero, de todas formas, por improbable que sea, podría ocurriros un accidente. Entonces, prefiero preveniros… Cuando le ocurre un accidente a alguien que sabe demasiadas cosas, por ejemplo alguien que conoce la existencia de la escuela del S.N.I.F., es generalmente un accidente mortal.

Un extraño silencio pesó sobre la sala, mientras, con su mirada insostenible, el coronel Moriol escrutaba un rostro tras otro…

—Ahora —continuó en otro tono—, voy a presentaros a vuestros instructores.

Nombró al capitán Montferrand, agente del S.N.I.F., a quien la prótesis que ocupaba el lugar de una pierna izquierda impedía en la actualidad todo servicio activo. El capitán Ruggiero —mujer pelirroja y bella, de larguísimas pestañas y sonrisa irónica— había llevado a cabo con éxito tantas misiones, que era demasiado conocida entre los servicios enemigos para que pudiera continuar. Luego, especialistas en diversas materias, desde un suboficial indochino, cinturón negro de judo, hasta un personaje cadavérico con cuello postizo, experto en tintas simpáticas.

—Esto es todo —concluyó Moriol, cuando hubo presentado a todo el mundo—. Ahora, os propongo que vayamos al bar. Allí estaremos más cómodos para charlar. Yo os enseñaré el camino.

Salió el primero, con su paso felino.

—¿Ha observado sus orejas? —susurró Corinne a Langelot—. Míreselas. ¡Completamente perpendiculares!

Y lanzó una risita nerviosa.