Un mes más tarde, un autobús civil aparcó ante la estación de autobuses de la Bastilla entre otros muchos vehículos. Nada le distinguía de los demás. Había que conocer su número en clave para no equivocarse. Dos o tres veces, algunos viajeros fueron a tomarlo por error, pero un buen mozo que estaba en el estribo les reclamó su billete para la visita a los castillos del Loire.
Sólo treinta turistas fueron admitidos. Cada uno de ellos poseía un billete numerado que llevaba su nombre. Es cierto que el nombre no correspondía con el que figuraba en su carnet de identidad. Aquellos treinta turistas de ambos sexos no parecían conocerse entre sí y se miraban con una curiosidad que se esforzaban en disimular. No llevaban equipaje. Todos ellos eran jóvenes y robustos. El de más edad parecía tener menos de treinta años. Se instalaban en el asiento que correspondía al número de su billete, miraban su reloj, después la columna de Julio, la estación, los coches que pasaban… Y cada uno de ellos se decía con un orgullo al que se mezclaba algo de angustia:
«¡Comienza la aventura!».
Porque todos aquellos turistas habían firmado, unos días antes, un contrato draconiano que les ataba durante quince años a la organización más misteriosa de todos los Servicios de Información del mundo: el Servicio Nacional de Información Funcional.
Langelot fue uno de los últimos en subir. Detestaba tanto llegar con anticipación como con retraso. Trepó ágilmente al vehículo y tendió su billete al revisor, diciéndole:
—¡Imagínese que no he visto nunca los castillos del Loire! ¿No cree que es una vergüenza a mi edad?
—Número 29 —contestó el revisor sin desarrugar el ceño.
Langelot se detuvo al principio del pasillo central y contempló a sus camaradas, uno tras otro, con ojos escrutadores y sonrisa ingenua. Luego, en voz alta dijo:
—Buenos días.
Y fue a sentarse, pero no en el asiento núm. 29. El asiento núm. 29 estaba junto al asiento núm. 27, ocupado por un muchacho delgado, de pómulos salientes y ojos enfáticos. No era precisamente el tipo de Langelot. En cambio, el núm. 22 estaba ocupado por una encantadora joven de cabellos castaños, cortos y nariz respingona. ¡Y, por suerte, el 24 aún estaba libre! Langelot no vaciló.
—Tengo un nombre ridículo —declaró al sentarse—. Llámeme Pichenet, como todo el mundo. Y usted ¿cómo se llama?
Ella levantó hacia él unos ojos verdes que el muchacho encontró maravillosos.
—Me llamo Corinne Levasseur —contestó, tras un momento de vacilación.
Se miraron de frente, sabiendo que ambos mentían.
Les entró una especie de fatiga anticipada: la fatiga de todas las mentiras que iban a contarse uno a otro. Y también llegó la primera tentación: después de todo, puesto que los dos sabían por qué estaba allí el otro, ¿qué mal habría en quitarse la careta? ¡Siempre se necesita un amigo, un confidente! ¿Por qué no hacerse mutuamente el servicio de intercambiar un poco de verdad en el mundo de ficción en el que entraban?
Sin embargo, se contuvieron, porque les habían puesto muy en guardia en el momento de firmar el contrato. La soledad, se les había dicho, sería su destino y era preciso iniciar su aprendizaje desde aquel mismo momento. No la soledad en el aislamiento, sino la soledad entre la gente, la más terrible.
—Pichenet, ¡qué apellido tan chusco! —comentó, Corinne, al cabo de un momento—. Me gustaría mucho saber cuál es su nombre. ¿Me lo dirá algún día?
—Si es usted muy buena…
—¡Eh! —dijo el revisor—, se ha equivocado de asiento, número 29.
—¿Hay algún reglamento que ordene que los números de los asientos han de corresponder con los del billete? —preguntó Langelot.
Todos sus camaradas le miraban. Para un primer día en el S.N.I.F., el rubito no parecía nada desorientado.
—Que yo sepa no lo hay. Pero podría ser que lo hubiese —dijo el revisor.
—Si lo hubiera, señor revisor, ¿quién estaría encargado de hacerlo respetar?
—Yo desde luego.
—Entonces, creo —concluyó Langelot— que, por lo menos, le habrían informado.
Y se quedó donde estaba.