CAPÍTULO VII

Aquella noche. Montferrand llamó de nuevo a su jefe.

—¿Y bien? —dijo la voz metálica.

—Nuestro muchacho está bien dotado, «Snif». Peca por exceso, sin duda. Tiene demasiada imaginación. Es cosa de la edad. Me ha inventado una historia complicada con una corresponsal inglesa de la que estaba enamorado: según él, era para reforzar un poco su personaje, que le parecía bastante seco.

—Una excelente idea.

—No, porque ha pretendido que había ido a verla y me ha contado el viaje, citándome los hoteles donde se había hospedado. No era en absoluto el tipo de hotel al que va un hijo de suboficial, alumno de Pritáneo.

—Es usted muy severo, Montferrand. La idea de la corresponsal era buena en sí. ¿Otros tropiezos?

—Desde luego, se ha enredado con la disciplina del Pritáneo, los galones de los sargentos mayores y el orden estricto, ¡pero ha afirmado que había sido muy mal alumno en las materias de este tipo! No conoce muy bien la filatelia, lo que se explica menos.

—La apertura del curso será dentro de un mes. Dígale que perfeccione todos estos detalles. Otra cosa: he de comunicarle una buena noticia.

—¡Será un cambio!

—¡No sea pesimista! He conseguido el nombramiento del coronel Moriol.

—¿El coronel Moriol dirigirá la escuela?

—Sí, amigo mío.

—Pero nadie le conoce. No pertenece al S.N.I.F.

—Yo le conozco, y ya pertenecerá. Ha hecho una excelente carrera en las secciones de «acción» de los servicios de Información. Y, sin embargo, todo el mundo está de acuerdo en considerar que tiene tacto, humanidad, finura, un profundo sentido de la calidad. ¿Qué más quiere?

—Yo, nada. Moriol es un tipo como necesitaríamos muchos.

—A usted le corresponderá, Montferrand, ponerle al corriente.

—No tenga miedo, «Snif». Tal como me lo imagino, a los ocho días estará al corriente de todo.