Unas semanas después. Langelot recibió una convocatoria:
Se ruega al señor Langelot que se presente al capitán Montferrand, cuartel De-Haute-clocque, el 4 de los corrientes a las 10 horas. Debe prever una estancia de varios días. Se le proporcionará alojamiento y comida.
Montferrand recibió a su pupilo en una habitación pequeña, que contenía, por todo mobiliario, una mesa, una cama, una silla y un lavabo, un teléfono, una caja con raciones de comida para una semana y unas quince hojas mecanografiadas, sujetas por un clip.
—Dentro de un mes o dos —explicó Montferrand—, le llamaran para hacer curso en la escuela del S.N.I.F. En esa escuela, tendrá una personalidad que no será la suya. Esto, como un ejercicio. Estas hojas mecanografiadas contienen la biografía de Auguste Pichenet, de 20 años. Debe usted asimilar todos los rasgos del carácter de este personaje, reconstruir los conocimientos que puede tener sobre tal o cual tema y recordar muy exactamente todos los detalles de su vida. Cuando esté seguro de saber a fondo su papel, descolgará el teléfono y solicitará hablar conmigo. Vendré para hacerle un examen. Le prevengo: le haré algunas preguntas cuyas contestaciones no figuran en este texto. Entonces tendrá que inventar las respuestas sin caer en ninguna trampa ni contradecir los datos básicos. ¿Tiene alguna pregunta que hacer?
—¿Cuánto tiempo me concede para convertirme en Pichenet?
Montferrand sonrió:
—Esta caja de raciones le durará ocho días. Después, espero que el hambre le estimule el cerebro…
Langelot se quedó solo.
Se dio cuenta rápidamente de que Montferrand se había burlado de él hablando de ocho días. Al cabo de unas horas, el personaje de Auguste Pichenet, hijo de un suboficial, educado en el Pritáneo militar, con una hermana que estudiaba en un colegio de religiosas, en Montargis, y con una pasión repartida a partes iguales entre los caballos y la filatelia, buen muchacho en conjunto, pero un poco primario, rencoroso y capaz de ser violento, había tomado cuerpo. Lo difícil sería inventar la atmósfera del Pritáneo que apenas conocía, y después, desde luego, el no equivocarse nunca en las fechas de sus enfermedades infantiles y otros detalles ridículos del mismo tipo.
De todas formas, se le había facilitado un poco el trabajo, porque encontró, junto con las cuartillas, un informe sobre el Pritáneo y un juicioso consejo:
Pichenet había podido hacer sus estudios en un anexo, para el caso de que se encontrara con un verdadero antiguo alumno del centro.
Langelot consagró la primera jornada al estudio de los papeles; comió con apetito un trozo de carne en conserva y pan de munición, se acostó temprano y durmió bien. Al día siguiente, dedicó la jornada a hacerse preguntas cada vez más difíciles y a elaborar una técnica para responder. Se concedió un día más para inventar algunos detalles que le parecían importantes y hacerlos encajar con los datos que le habían proporcionado. La cuarta mañana, después de una buena noche de sueño, se hizo un último examen y descolgó el teléfono sin la menor vacilación.
—Voy ahora mismo —le contestó Montferrand, desde el otro extremo del hilo.