Cuando Langelot entró en la sala de deliberaciones, vio, sentados tras una mesa cubierta con un tapete verde, a una docena de oficiales que vestían los más variados uniformes del Ejército francés: azules o de color mostaza, con forrajera o sin ella, deslumbrantes de galones, esmaltados de condecoraciones; camisa caqui para unos, camisa blanca para otros; con corbatas negras, corbatas marrones, una corbata verde y accesorios diversos, desde la boquilla para cigarrillos del aviador hasta el bastón del coronel que presidía. A un extremo de la mesa, único en su especie, se sentaba un paisano.
Los oficiales, a su vez, vieron avanzar hacia ellos a un muchacho delgado vestido con un jersey verde y un pantalón negro, de facciones finas pero duras, con la frente dividida por un mechón rubio, la mirada de sus ojos azules en guardia. Se inclinó con desenvoltura, sin pronunciar palabra. Los oficiales se miraron unos a otros. Montferrand cargaba su pipa. El silencio se hizo espeso. Por fin fue roto por el presidente.
—Siéntese, joven —dijo el coronel con benevolencia.
El muchacho tomo asiento frente a los oficiales.
—Le hemos pedido que viniera el primero porque la computadora ha expresado una opinión poco corriente con respecto a usted —prosiguió el coronel—. Ya debe saber que los resultados de todos las pruebas que han pasado ustedes son analizados por computadora…
—Sí, mi coronel.
La voz era firme, bien timbrada. El tono, cortés y reservado.
—Señor Langelot, tengo su expediente ante mi. Es usted huérfano de padre y madre, según veo.
—Mis padres murieron en un accidente de aviación.
—Cursó sus estudios en un colegio. Tiene el bachillerato. ¿En qué carrera ha pensado?
—No lo sé, mi coronel.
—¿No lo sabe?
La sombra de una expresión traviesa pasó por el rostro del muchacho.
—No hay muchas carreras divertidas, mi coronel. ¿No le parece?
El coronel miró a Montferrand, quién seguía llenando su pipa. El artillero se inclinó hacia delante.
—¿Tiene hermanos? —preguntó.
Langelot movió negativamente la cabeza.
El paracaidista cuchicheó al oído del coronel:
—¿Es deportista?
—Equitación, judo, natación —leyó el coronel en el expediente.
El oficial de Ingenieros preguntó:
—En clase, ¿ha dado usted Latín o Matemáticas?
—Las dos cosas, mi capitán.
El oficial de Infantería, que había terminado de sumar sus fichas, levantó la nariz de la mesa.
—¿Nunca ha pensado en seguir la carrera militar?
—¡Oh no, mi capitán!
—¿Por qué no?
—No me divertiría en absoluto apretar un botón para lanzar bombas.
Los oficiales se miraron de nuevo. Ellos habían participado en guerras de verdad, en las que el enemigo se hallaba al alcance del fusil o, a veces, al alcance de la bayoneta. Pero en el futuro, había que rendirse a la evidencia: la guerra pertenecía a los técnicos.
El especialista en máquinas hizo «¡Hum!», pero no objetó nada.
—Tal como le decía —prosiguió el coronel—, la computadora le tiene en alta estima, señor Langelot. Nos ha aconsejado que le confiemos responsabilidades que parecen estar muy por encima de su edad, pero que, tal vez, le «divertirían». ¿Estaría usted dispuesto, en ciertas condiciones, a sentar plaza y a contraer un compromiso de varios años de duración?
—Eso dependería, mi coronel.
—Sin duda. ¿Cree que si tomara esta decisión, su tutor se opondría?
—Ciertamente, no… —Apareció la misma expresión traviesa en su rostro—. Estaría encantado de que me ocurriera algo. Él administra para mí los bienes de mis padres.
De repente, Montferrand, que por fin había encendido su pipa, intervino en la conversación.
—Dígame, Langelot, ¿pelea con frecuencia, como ha hecho hoy?
Langelot dirigió su mirada atenta a Montferrand, reflexionó un momento y luego contestó:
—Muy raras veces, mi comandante.
Los oficiales cuchichearon entre sí. Montferrand preguntó:
—¿Por qué me llama «mi comandante»? Ya ve que soy paisano.
—Va de paisano —corrigió Langelot—. Había pensado, por el corte de su cabello y su mirada, que era usted militar… Y comandante, por su edad.
El paracaidista se echó a reír. El coronel se colocó dos dedos ante la boca para disimular una sonrisa. Todos miraban el cabello gris, espeso, cortado a cepillo, de Montferrand, quien contestó con serenidad:
—Pues bien, se equivoca usted. Soy civil. Me llamo Roger Noel y estoy encantado de conocerle.
Le tendió la mano.
Langelot se levantó para estrechársela. El apretón fue enérgico y rápido. La mirada de sus ojos azules y la de los ojos castaños de Montferrand se cruzaron.
—¿Tenía razón o no, cuando se peleó? —preguntó Montferrand.
—Tenía razón —contestó el muchacho, sin vacilar.
—¿Ha intentado explicárselo al sargento?
—No.
—¿Por qué?
—No estaba de humor para comprender.
El coronel tosió. Montferrand inclinó gravemente la cabeza.
—Hay que aprender a tener confianza en los superiores —dijo—. Los superiores raras veces están de humor para comprender. Hay que obligarles. Ahora, Langelot, sin compromiso por ninguna parte, porque tenemos que reflexionar usted y yo, ¿estaría dispuesto a dedicar varios años de su vida a la información? Le advierto desde ahora que la formación de un agente especial cuesta muy cara al Estado y que en consecuencia, una vez que haya firmado el compromiso, ya no podrá largarse a vender betún o cintas. Le preciso también que la información es un trabajo serio, absorbente, fastidioso a menudo, que no se parece en absoluto a lo que haya podido leer en las novelas de espionaje. ¿Me ha comprendido bien? Último punto: le advierto que es un trabajo peligroso…
Mientras hablaba, Montferrand observaba el rostro del muchacho. Al oír la palabra «peligroso», por fin, se produjo una reacción: el rostro se iluminó bruscamente.
—Bien. Si el coronel lo permite, puede retirarse. Le veré de nuevo esta tarde para comunicarle lo que haya decidido.