CAPÍTULO II

Los resultados de todos los tests realizados por los jóvenes eran entregados a mecanógrafas que los trasladan a tarjetas perforadas. A continuación estas tarjetas pasaban a una computadora que elegía a los individuos según sus aptitudes. Cada uno de los oficiales que había interrogado a los jóvenes recibía un paquete de tarjetas con los nombres de los que la máquina consideraba más aptos para prestar el servicio en sus cuerpos respectivos. Así, el capitán de aviación tendría que examinar las fichas de todos los futuros aviadores; el comandante de Ingenieros, las de los zapadores, etc.

La Comisión en pleno estaba reunida ante el bloque de «salida» de la computadora; cada uno de sus miembros observaba con atención el cajoncito en el que caían las fichas que les correspondían.

—¡Uno para mí! Le gano, mi comandante —exclamó el artillero, dirigiéndose al oficial de Ingenieros.

—¡Y dos para mí! —indicó el capitán de Infantería.

—Usted consigue siempre el doble que los demás —comentó el coronel que presidía la Comisión, un hombre alto, delgado y cortés—. Me pregunto cómo lo hace. Sin duda ha pagado a la computadora.

—Yo nunca tengo muchos, pero es porque elijo la flor y nata —precisó el de Ingenieros.

—Y tres para mí —observó el de Infantería.

—Yo ya he conseguido once; lo suficiente para un grupo: es todo lo que necesito. Rechazo los demás —anunció el paracaidista.

—¡Dos para mí!

—¿Otra vez usted, la Infantería?

El coronel-presidente, con las manos a la espalda, pasaba de un oficial a otro, contaba las fichas… Todas sus simpatías se inclinaban por el de Caballería, ya que él también pertenecía a este Arma pero se esforzaba en no demostrarlo.

—¿Y usted, Montferrand? —preguntó al único miembro de la Comisión vestido de paisano—. ¿Sigue sin tener nada?

—Nada, mi coronel. Hace un año que pesco con ustedes ¡y no cojo ni uno!

Los oficiales se echaron a reír. Ni siquiera se oyó al de Infantería, que decía:

—¡Otro para mí!

Montferrand rió con los demás.

—Mi coronel, esta misión no habrá sido un éxito. Por otra parte, creo que recordará que yo lo había previsto así. No es entre estos muchachos apenas destetados donde hay que buscar agentes para el S.N.I.F. Por suerte, me marcho mañana y no creo que el Mando considere conveniente nombrarme un sucesor entre ustedes.

—¡Dos más para mí! —exclamó el de Infantería.

—Nunca nos han explicado exactamente qué es el S.N.I.F., Montferrand —observó el coronel.

—¡Es de una complicación! ¡Me temo que ya no tengo tiempo! —contestó evasivamente el hombre de paisano.

Todos los oficiales le lanzaron una mirada mitad burlona, mitad inquieta.

Y en aquel momento:

—Tiene usted una ficha —dijo el marino.

—¿Yo? —gritó Montferrand—. ¡Imposible! Es un error.

No era un error. La tarjeta había caído efectivamente en el cajón del S.N.I.F. Llevaba además la mención S.N.I.F. La máquina jamás cometía errores.

—¿Cómo se llama ese bicho raro? —preguntó el coronel.

Todos los oficiales —con excepción del de Infantería, que seguía contando sus reclutas— se habían agrupado en torno a Montferrand que, con aire un tanto disgustado, respondió:

—Langelot, mi coronel. ¡Con un nombre así…! Siento deseos de regalárselo a alguien.

—De ninguna manera. Vamos a interrogarle inmediatamente. Me pregunto qué aspecto tendrá.

La máquina indicaba con una luz roja que había terminado con la fichas. El coronel tocó el timbre. El ayudante asomó la cabeza por la rendija de la puerta.

—¡A sus órdenes, mi corone!!

—Mougins, vamos todos en seguida a la sala de deliberaciones. ¿Quiere traernos al joven Langelot?

Una expresión preocupada asomó al rostro del ayudante Mougins.

—¿Langelot, mi coronel?

—Sí, ¿qué es lo que le sorprende?

—Que acabo de meterle en el «hoyo».

—¡Ah! ¿Y por qué motivo, si puede saberse?

—Pelea en el patio, mi coronel.

El coronel se volvió hacia Montferrand:

—Al parecer, su energúmeno ya ha hecho una de las suyas.

—Conseguir que lo metan en el calabozo durante el periodo de preselección, ¡es toda una marca! ¡Su hombre es un tipo duro!

—No me gusta la indisciplina —respondió Montferrand—. Con frecuencia es una forma de cobardía. ¡Señor Mougins!

—¿Señor?

—En esa pelea, ¿Langelot ganaba o perdía?

—Ganaba, señor. ¡Y cómo! ¡Le daba una paliza a su contrincante!

Montferrand suspiró:

—Tiene usted razón, mi coronel. Habrá que ver qué aspecto tiene.