EPISTOLARIO A MODO DE EPÍLOGO

CARTA DE DON ÁLVARO DE SANDE A SU MAJESTAD EL REY DON FELIPE II

Málaga a 1 de mayo de 1566 S.C.C.Magd.

Como decía a Vuestra Majestad aquí, en los cuarteles del Tercio Viejo de Málaga, hay un noble y buen caballero de vuestro servicio de nombre Luis María Monroy de Villalobos, capitán de arcabuceros, el cual fue cautivo de turcos cuando la jornada de los Gelves, donde yo mismo fui apresado; y pasó a ser esclavo del Gran Turco, y aprovechó la circunstancia cuando pudo para venir desde allí huido trayendo noticias a V. M., que sirvieron mucho para conocer la manera de hacer el socorro a Malta. Como quiera que el tal caballero fue por malentendido a dar en manos del Santo Oficio de la Inquisición y tenido por sarraceno, juzgado y puesto en entredicho; cuando no hizo sino fingirse moro por servir a V. M., con gran peligro de su vida y soportando grandes sufrimientos. Suplico a V. M. mande con brevedad al Consejo de la Suprema y General Inquisición que se dé orden de subsanar la honra y buen nombre del tal caballero en donde corresponda para que no padezca perjuicio alguno ni burla por tan injusta causa.

Yo escribo esto a V. M. como recuerdo de lo hablado acerca de esta circunstancia, como V. M. misma me ordenó que hiciera para que el asunto no diese en olvido. Si V. M. fuere servido de hacer esta diligencia, ruego me mande avisar para que yo dé noticias al susodicho capitán.

De Málaga a 1 de mayo de 1566 años.

De Vuestra Majestad humilde criado

que sus manos beso.

Don Alvaro de Sande. (rubricado)

CARTA DE SU MAJESTAD EL REY FELIPE II A DON ÁLVARO DE SANDE, SU MAESTRE DE CAMPO

Madrid a 12 de julio de 1566

Don Felipe por la gracia de Dios Rey de España, de las dos Sicilias, de Hierusalem, etc. Nuestro maese de campo y bien amado. Por vuestra carta de primero de mayo entendí cómo me hacías recuerdo del capitán don Luis María Monroy, el cual sirvió a mis cosas con denuedo. Hágote saber que ya libré orden al señor inquisidor general y al Consejo de la Suprema y General Inquisición para que se pusiese cuidado de no perjudicar al susodicho servidor mío disponiendo lo que fuere oportuno en los Libros de Genealogías y de los Registros de Relajados, de Reconciliados y de Penitenciados de las Inquisiciones correspondientes. Holgaremos mucho de que se favorezca, honre y dé buen tratamiento a don Luis María Monroy, lo cual os lo encargamos en atención a su cualidad y servicios de que yo estoy tan satisfecho. De Madrid a 12 de julio de 1566.

Yo el Rey.

CARTA DE DON ÁLVARO DE SANDE A DON Luis MARÍA MONROY DE VILLALOBOS

Milán a 30 de julio de 1566

Mi querido capitán. Cumpliendo mi palabra de cristiano y caballero, informé a Su Majestad de los asuntos que hablamos en Sicilia primero y luego en Roma, los cuales tan apurados nos traían por el mucho temor de que tu nombre y honra pudiere dar en boca de malas personas con habladurías e infamias, por causa de lo que sólo deben conocer quienes están en ello, por ser muy secreto y reservado a los menesteres de Su Majestad.

A mi mano llegó pronta respuesta a lo suplicado, cornprometiéndose Su Majestad en ir a poner remedio inmediato a la causa de nuestros temores. Dios ha sido servido de no abandonarnos en esto, por muy ocupado que estuviese Su Majestad.

Ya envío yo oficio al señor maestre de campo de ese cuartel viejo de Málaga para que sea servido de darte el permiso que corresponda. Dios y Nuestra Señora de Guadalupe te guíen de camino a nuestra amada tierra de Extremadura. Encomiéndame.

De Milán a 30 de julio de 1566

CARTA DE DON Luis MARÍA MONROY A SU SEÑORA MADRE, DOÑA ISABEL DE VILLALOBOS MARAVER

Guadalupe a 9 de septiembre de 1566

Madre, Dios sea con vuestra merced. Aunque no he escrito antes carta alguna a vuestra merced, puede estar cierta que no la he olvidado en todos estos años, sino que la he tenido presente delante de Nuestro Señor en todas mis pobres oraciones y la he recordado mucho con lágrimas y añoranza grande por querer ver su rostro y abrazarla como corresponde a un hijo que ama a su señora madre. Mas sabe Dios que mi vida ha sido tan ajetreada y difícil desde que dejé esa bendita casa que no me ha quedado tiempo sino para sobrevivir en medio de peligros, batallas y prisiones de moros que he sufrido. Sea el Señor bendito por haberme librado, que harto me ha valido todo este tiempo.

En desembarcando en España, procuré que hicieran llegar noticias mías a Jerez de los Caballeros, nuestra querida ciudad. Detúveme en Málaga cuatro días por estar muy fatigado y no sano aún del todo de una dolencia poco grave que me hizo padecer fiebre y debilidad de miembros. Poca cosa, ya digo. Pero no me asistían las fuerzas necesarias que requería el largo viaje a pie que tenía ofrecido hacer a la Virgen de Guadalupe desde el mismo sitio donde pisara yo tierra española hasta el santuario de Nuestra Señora, como romería en penitencia y agradecimiento por la gracia de haberme visto libre del cautiverio y poder regresar a casa. ¡Oh, Señora mía, qué milagro tan grande!

Al presente estoy al fin en Guadalupe, completada mi peregrinación y sano y salvo, dando muchas gracias a Dios y a la Santísima Virgen y pidiendo en mis oraciones por vuestra merced, por mi señora abuela y por toda la familia. En lo que a esto atañe, sepa que me encontré aquí muy felizmente con su hijo y hermano mío fray Lorenzo de Jerez, monje de este monasterio, que se alegró harto de verme, pues me creía muerto en los Gelves, y se arrojó enseguida a los suelos para dar muchas gracias al Creador por haber hecho tan grande milagro conmigo. Después fuimos ambos a postrarnos delante de la Virgen con lágrimas.

He sabido, señora madre, que también vuestra merced me tuvo por muerto cuando recibió noticias de que el desastre de nuestra armada había sido grande en los Gelves. Cierto es que perdieron allí la vida muchos compañeros míos y que se quedaron sus cuerpos sin cristiana sepultura. Mas quiso Dios que me salvara yo de tan penoso final, no por cobardía alguna ni por entregarme al enemigo, sino porque me hicieron preso junto a mi general don Alvaro de Sande y a otros buenos caballeros de nuestra causa.

Sufrí cautiverio en un lugar lejano de África que llaman Susa y de allí me llevaron a Constantinopla, donde tiene su corte el sultán Solimán, que reina sobre los turcos. En esa ciudad fui empleado en los trabajos propios de los cautivos, en la casa de un importante hombre que no me trató mal. Durante aquel tiempo he visto la mano de Nuestra Señora de Guadalupe muy atenta a defenderme y no puedo decir que haya llevado una mala vida. Sepa que hay allí también iglesias y conventos de nuestra religión cristiana latina, con buenos curas y frailes muy dispuestos a que los fieles cristianos, aun cautivos, no abandonemos las santas prácticas de nuestra fe. Aunque cueste creer esto a vuestra merced, tenga por cierto que no es tan mala la vida de los turcos como la pintan acá ni tan perniciosas sus costumbres. Allá, como en todas partes, la gente se apaña como puede para pasar lo mejor posible por este valle de lágrimas. Verdad es que son diferentes a las de nuestra fe las cosas de su religión mahomética, pero, no ofendiéndoles en esto, te dejan estar y cada uno cree en lo que mejor le parece.

Quiso Dios al fin en su Divina Misericordia que diera con un alto secretario de las cosas del gobierno del Gran Turco, el cual me facilitó el viaje a tierra cristiana. Llegué a Sicilia portando valiosas nuevas para nuestro Rey católico, las cuales comuniqué al virrey y me valieron la generosa recompensa, que no merecía, de ser nombrado capitán de los tercios de su majestad. Una vez más veo en eso la obra de la Providencia. ¡Dios sea loado!

Participé en la gloriosa victoria de la armada cristiana en la isla de Malta, a la que el turco había puesto sitio. Hice lo que pude por la causa de nuestro Rey en las batallas que se dieron y procuré dejar bien altos los apellidos que ornan nuestra buena y piadosa casa, tanto Monroy como Villalobos, que eran los de mis señores padre y abuelo a los que seguí en esto de las armas.

Fue Dios servido de que quisiera el santo Papa de Roma llamar a su presencia a mi señor general don Alvaro de Sande, junto a otros importantes caballeros victoriosos en aquella gloriosa jornada de Malta, para bendecirlos por haber acudido en servicio y amparo de la causa de la fe cristiana. Tuvo a bien mi general hacerme la merced de llevarme con él como premio a las informaciones que traje de Constantinopla y que tan valiosas fueron para la victoria.

Tomé el camino de Roma, cabeza de la Cristiandad, en los barcos que mandó su excelencia el virrey para cumplir con la llamada de Su Santidad. Navegué en la misma galera que don García de Toledo y mi general don Alvaro de Sande. Fue un viaje feliz con escala en Nápoles.

¡Oh, señora madre, qué gracia tan grande! Emprendimos vistoso desfile por las calles de la más hermosa ciudad del mundo. Iban delante las cruces y estandartes; las de la religión de San Juan de Jerusalén primero y luego las banderas de nuestro Rey católico. Todos los grandes señores muy nobles y caballeros lucían sus galas a caballo, seguidos por los cautivos turcos que iban encadenados arrastrando sus divisas por los suelos. Iba yo junto a don Alvaro de Sande que portaba en sus manos el relicario en forma de cruz, de oro puro, que le regalaron los malteses agradecidos por su ayuda, y que contenía dentro un buen pedazo de la sacrosanta de Cristo. Me correspondía a mí llevar en alto la bandera del Tercio Viejo de Nápoles, al que llamaban ya todos «el de Sande».

Tañía a misa mayor en la más grande catedral, que es la de San Pedro, en la cual tiene asiento la cabeza de la Cristiandad. Con el ruido de las campanas, el redoblar de los tambores y la mucha gente que había congregada, llevaba yo en vilo el alma por tanta emoción y me temblaban las piernas.

Aunque de lejos, vi al papa Pío V sentado en su silla con mucha majestad, luciendo sobre la testa las tres coronas. Habló palabras en latín que fueron inaudibles desde la distancia y luego impartió sus bendiciones sobre todo el personal. Entre otros muchos regalos que hizo Su Santidad a los generales vencedores, dio a don Alvaro de Sande tres espinas de la corona del Señor.

Con estas gracias y muy holgados, estuvimos tres días en Roma, pasados los cuales, nos embarcamos con rumbo a España, a Málaga, donde el Rey nuestro señor nos hizo también recibimiento y honores por la victoria.

Si mi señor padre viviera, ¡qué alegría llevaría al saber de todo esto!. Mas consuélame mucho creer firmemente que puede desde el Cielo tener licencia de Dios para vislumbrar Jas cosas de este mundo miserable.

Como digo, señora, deseo pronto estar en nuestra bendita casa para contaros todo esto de palabra 7 muchas otras cosas que sucedieron, todas buenas, gracias a Dios.

Partiré para Jerez de los Caballeros cuando cumpla los días que tengo prometidos a La Santísima Virgen cumplir en ésta su casa. Lo cual será en un mes —sea servido Dios—, a contar desde hoy.

Ésta escribo en el monasterio de GuadaJupe. Mi hermano fray Lorenzo besa a vuestra merced las manos y la encomienda harto, y yo asimismo con mucho amor.

Indigno hijo de vuestra merced.

Luis María Monroy

CARTA DE DON LUÍS MARÍA MONROY A SU HERMANO FRAY LORENZO DE JEREZ

Jerez de los Caballeros, noviembre de 1566.

Al muy reverendo hermano mío fray Lorenzo de Jerez, monje de San Jerónimo.

Ha un mes que llegué a Jerez de los Caballeros, a la casa donde nacimos. Por descargo de mi conciencia no puedo dejar de decir a vuestra caridad que he tardado en escribir porque he andado muy entretenido en visitar a parientes, servidores, amigos de la infancia y conocidos de nuestra familia. Mas no he olvidado, caro hermano mío, que debía escribirle para expresarle mis sentimientos e impresiones al hacerme Dios la merced de devolverme a este lugar donde me crié.

Hice el camino bien. Muy holgado al recorrer los paisajes y pueblos que tan familiares me resultaban. Por ser otoño, las alamedas mostraban teñidas las hojas de bellos tonos, amaríllos, dorados, ocres, que resaltaban sobre la espesura de las encinas y las jaras, siempre tan verdes. ¡Oh, Dios, esos aromas! Había llovido y las tierras sedientas del estío exhalaban perfumes armoniosos, de resinas, secos musgos, polvo mojado… Mi alma se iba a las nubes contemplando tanta hermosura. El cielo, ora gris, ora azul, me parecía inmenso sobre las altas sierras cubiertas de espesa fronda y roquedales umbríos. Y los ríos, tan serenos, mostraban sus bríllantes guijarros cuando el sol Jamía la tarde con sus rayos.

Di gracias al Creador porque sentí al fin que regresaba a casa. Me dio por cantar primero, después reí. Caminaba solo en el sendero que guiaba mis pasos por en medio de los campos. Si hubiera ido acompañado, me habría retenido por respeto humano; no fueran a pensar que lo mío era locura. Finalmente, me dio por llorar.

Me preguntaba: ¿por qué razón soy tan feliz y ala vez me siento tan triste? ¡Qué rara es el alma humana, hermano! Sé que en la mesura propia de tu estado monacal esto mío te parecerá destemplanza. Mas también sé que me comprendes.

Ya hablábamos de ello en aquel monasterio tuyo, en la cálida luz de las tardes de septiembre, al cesar tus muchas obligaciones, cuando podíamos holgar un rato, paseando por esos montes hasta la hora de vísperas. Luego, el alegre tañido de la campana nos sacaba de nuestras animosas conversaciones.

Qué misterio tan grande la vida, hermano. ¡Cuántas ilusiones me hice! Salí de casa como aquel que cree poder hacer suyo este mundo. Mas luego resulta que todo es harto complejo: la andadura, la gente, el amor…, uno mismo. Cuánto engaño hay en las cosas de la mocedad. Y cuánta verdad en lo que entonces no se entendía y sólo se recitaba de corrido. ¿Recuerdas cuando aprendimos los versos de Epicteto? Nos costó harto trabajo memorizarlos y más de un pescozón de nuestro preceptor, el bueno de don Celerino, del que tanta guasa hicimos por inconsciencia de niños. Decían aquellos sabios párrafos latinos:

De la veneración que a Dios se debe

es ésta la doctrina:

lo primero, creer que la Divina

Majestad vive y reina, y es la fuente

de todo bien, que justa y santamente

dispone cielo y tierra,

que dispensa la paz como la guerra,

que todo lo crió, que lo gobierna

su Providencia eterna.

Así, de sus decretos

siempre tendrás en todas ocasiones

reverentes y ciertas opiniones,

y, por esta razón, determinarte

debes a obedecerle,

a seguirle y amarle y a temerle,

y debes sujetarte

a cuanto sucediere sin quejarte:

antes debes, alegre,

gozar o padecer lo que te ordena,

de contento o de pena,

pues dispone tu gusto o tu tormento

el sumamente Excelso Entendimiento,

que ni puede ni quiere

errar en lo que obrare o permitiere.

Y no hay otro camino,

para seguridad de los humanos,

sino dejar en las divinas manos

lo que no está en las nuestras;

y el bien y el mal de cosas aparente,

por no incurrir en ciego desvarío,

ponerlo en nuestro juicio y albedrío.

Tú, que de esto entiendes más que yo, me corregirás si no supe traducirlo con acierto.

A veces, llegado el infortunio, me sentía como un barco solo y perdido en un mar oscuro y cuajado en las tinieblas. Mas estas y otras sabias enseñanzas acudían a mi ánima en toda circunstancia; sucesos, gozos, temores y tribulaciones. Tan básica y equilibrada visión de la existencia, aunque no entendida del todo por mí, era como un ancla que tarde o temprano traía una luz de alegría al penoso piélago del cautiverio. ¡Oh, feliz ensenada serena, donde hace pie al fin cualquier desconsuelo!

Siempre hay algún ser puesto ahí para darnos algo del amor que la vida nos roba. Dios quiere que haga yo lo que está en mi mano para que florezca la alegría, aceptando lo que no está en mis poderes gobernar, como viniendo de los suyos.

Esto me ha sostenido, caro y santo hermano; como supongo que habrá mantenido tus esperanzas aun en la suprema quietud de ese monasterio donde, sin tanto movimiento, también habrás tenido que enfrentarte a los duros esfuerzos de la vida. Al fin y al cabo, de una manera u otra, todos somos cautivos. No de grillos y cadenas de hierro —ya me entenderás—, sino de cuantas circunstancias nos tocan en suerte. Cautiva la nascencia, porque no es escogida; mas aceptada, es principio de libertad. Cautivan las ilusiones que apresan las voluntades en la vana sombra de los sueños. Cautiva el amor, que nos hace esclavos de las amadas personas… Peor es ser cautivo uno del futuro, que es incierto, falaz e indomeñable.

Feliz y penoso es a la postre sentirse pariente de los dioses. Cuando el Único que es y existe, ya tiene escogido su parentesco. Se hizo Él cautivo de los hombres, al forjarse un cuerpo como el nuestro.

No nos hace cautivo lo que nos sucede, sino lo que nos imaginamos que sucede. Un fracaso, un desastre, una desilusión…; llegó el fin del mundo; eso nos parece. Pesa mucho la experiencia de sentirnos extranjeros en un reino distante, y nuestra cobarde naturaleza rehuye la tarea de enfrentarse. Pero no es el aparente infortunio sino la suprema razón de la existencia. La máxima tentación es ver en los males el sinsentido de esta pesarosa vida.

¡Mas hay asimismo momentos tan plenos! Cuando llegué a nuestra bendita casa, era de madrugada. Había yo caminado durante toda la noche por un sendero que desdibujaban las sombras. Amanecía débilmente cuando alcancé a ver las torres de las iglesias de la amada ciudad. Un gran silencio estaba como prendido de las murallas y una quietud inmensa lo dominaba todo. Allá en el cielo azul turquí, tan limpio, brillaban lejanísimos luceros como ojos que observaban desde las alturas el nuevo porvenir que me aguardaba.

Ascendí lentamente por las calles en cuesta. Los perros ladraban al ruido de mis pasos. Después cantó un gallo; otro le contestó y luego un tercero. Retornó el silencio. En mi alma había algo de congoja, pero brotaba un surtidor de ilusiones, de recuerdos, de pasión por lo entrañable…, como una fuente que me animaba.

Llegado a la puerta de casa, fue como culminar la vida. Aunque sabía que nada terminaba, sino que era el comienzo del porvenir.

Golpeé la madera con la aldaba y el ruido resonó en mi alma como algo repetido y profundamente reconocido. Al cabo, unos pasos desde el interior encendieron aún más mi alma. Antes de que abrieran, asaltóme el recuerdo de nuestro señor padre. ¿Qué sentiría él cada vez que llegaba a esta casa?; después de fatigas, guerras y batallas. Aunque sabía que él estaba muerto, parecióme que su alegre semblante me esperaba.

Salió un muchacho de familiar apariencia. Me miró, y con habla prudente interrogó:

—¿Qué desea vuestra merced a esta hora?

—Soy don Luis María Monroy de Villalobos —respondí.

Se le iluminó el rostro y se apartó para dejarme entrar en mi casa.

—Pase vuestra merced, pues le esperan, señor tío —dijo.

Era el hijo de nuestro común hermano don Maximino Monroy.

El zaguán estaba en penumbra. Vislumbré al fondo la luz del patio. Anduve con pasos vacilantes, arrobado, y llegueme al austero comedor, donde unas velas encendidas señalaban el lugar en la pared donde cuelga el cuadro de la Virgen de las Mercedes, auxilio de cautivos.

Al pie de la bendita imagen, una dama de galana figura estaba arrodillada, orando.

—¡Madre! —exclamé llevado por natural impulso.

No se sobresaltó. Alzóse de su reverente postración y me contempló. Como quien ha tiempo que sabe a quién espera, dijo ella:

—Todo acabó, hijo.

Fui a sus brazos y vino el contento.

Caro hermano, con venir a Dios se remedará todo. Vuestra caridad lo sabe.

Dé Nuestro Señor a vuestra caridad sosiego y le tenga siempre en su mano para servirle mejor. Nuestra madre, hermano y sobrinos besan vuestras manos.

Es hoy primero de noviembre de 1566, día de Todos los Santos, gran fiesta en esta noble ciudad.