Al alba del 7 de septiembre empezó el desembarco del socorro enviado por el Rey a Malta. No daban abasto las grandísimas galeras remolcando barcazas que transportaban cien hombres cada una. Fue una operación rápida con tiempo muy favor y sin mayor impedimento que el mucho peso de bastimentos, armas y municiones que cargaba a hombros la gente. A nadie se ocultaba que era peligrosísimo trasladar a la isla todo un ejército con la flota enemiga a la vista con los cañones dispuestos para rechazarlo. Pero se pronto de manifiesto que los turcos andaban en desorientados y no reaccionaron con la premura necesaria para causarnos perjuicios.
A mediodía, estaban ya pie a tierra los nueve mil soldados y se desembarcaron las vituallas y municiones. Con el sol en todo lo alto, comenzó a castigarnos un grandísimo calor que hacía muy fatigoso el desplazamiento de la tropa llevando a hombros todo el plomo, pólvora, cadenas, bizcocho y el resto de los pertrechos. El terreno rea áspero y en pendiente, y se hacía preciso andar en guardia, sin bajarla ni un momento, por si le daba al enemigo por venir a ponernos mayores impedimentos, y quienes llegaron prestos fueron los malteses para ayudarnos, muy contentos porque acudiéramos al fin en su auxilio.
Aun a pesar del calor y con tanta impedimenta a cuestas, nuestro paso fue firme y rápido para hacer las ocho millas que separaban la costa del burgo. Cuando llegamos frente a las murallas, salió a recibirnos el comendador Guaras expresando su alegría y su sorpresa porque a los turcos no les hubiera dado por presentarse a importunar la caminata.
En todas partes estaba a la vista la dureza del asedio que por casi cuatro meses había sufrido la isla: cadáveres sin sepultura tirados por los campos, caballos reventados, aldeas arrasadas, bosques incendiados, escombros cenicientos y, prendido en el aire, el olor nauseabundo de la muerte y la podredumbre de la guerra.
Pusimos el campamento en unos prados secos, contiguos a las esquilmadas huertas donde los árboles frutales estaban mondos y lirondos, aun siendo aquél el tiempo en que debían dar frutos en sazón. Gracias a Dios, las fuentes manaban agua abundante que nos permitía aliviarnos de la intensa canícula.
Esa misma noche reunió don Alvaro de Sande a todos sus generales y capitanes. Nos dijo que las noticias eran muy buenas. Los observadores habían informado de que los turcos comenzaban a embarcar la artillería a toda prisa, temerosos de la mucha infantería que teníamos ya en la isla y de la noble y brava gente de España e Italia que había llegado ganosa de pelear. Con el miedo metido en el cuerpo, a esas horas el enemigo debía de estar poco decidido acerca de lo que hacer al día siguiente.
Como sucede en las noches previas a las batallas, amaneció sin que nadie hubiera pegado ojo. Dispuso don Álvaro a primera hora que nos desplazásemos hasta el promontorio más próximo desde donde se vieran los movimientos del ejército turco. Andaba nuestra gente muy animosa y con mayores deseos de verse con los sarracenos al saber que les temblaban las carnes por haberse enterado de nuestra llegada.
Nos encaramamos en lo más alto de una colina desde la cual se contemplaba el mar allá abajo. Nuestra sorpresa fue muy grande cuando vimos que la armada cristiana, al mando de don García de Toledo, disparaba toda su artillería contra las galeras turcas, en las que trataban de embarcarse los enemigos con gran desconcierto.
—¡Señor Santiago! —exclamó Sande desenfundando y enarbolando su espada—. ¡Esto va a ser pan comido! ¡Los turcos andan a la desbandada sin sus capitanes!
—¡Vamos ahora a por ellos, excelencia! —le gritó don Bernardino de Cabrera, que estaba al frente de las cornpañías de arcabuceros.
—No, no, no, de ninguna manera —negó don Alvaro—. No hemos venido aquí para hacer de nuestra capa un sayo. Tengo orden del virrey de no actuar si no es con la autorización expresa del gran maestre de San Juan.
—¡Pero, señor, no podemos desperdiciar esta oportunidad! La gente turquesa está desordenada y pendiente sólo de nuestra flota —insistió Cabrera—. Si les entramos ahora a las espadas desde tierra, daremos con ellos en las aguas y se ahogarán sin poder alcanzar todos a la vez sus navíos.
—¡Que no, he dicho! —replicó el viejo general—. Que no voy a hacer locuras propias de mocedad irreflexiva. Imagine vuestra merced que hay turcos por la otra parte organizados y en formación y nos ponen ellos a nosotros entre su flota y la gente de tierra.
—Desde aquí se divisa un buen trecho —terció el general italiano Ascanio de la Corgna, que era harto experimentado y muy prudente—. No se ven turcos en dos millas a la redonda, salvo esos de ahí abajo. No veo por qué no ir a darles batalla. La ocasión es muy apropiada.
Vaciló un momento Sande y oteó con mirada de fiero aguilucho el horizonte.
—No, no me fío —dijo al cabo—. Aguardaremos las órdenes del gran maestre y no se hable más.
Permanecimos allí en formación casi toda la jornada, con las tropas dispuestas y la arcabucería preparada por si llegaba en cualquier momento la orden de La Valette para cargar contra los turcos que defendían la flota enemiga. Veíamos allá abajo negrear al gentío, acomodando pertrechos y yendo y viniendo desde los arsenales a los navíos. Sus coloridas tiendas de campaña se alineaban en una gran extensión. Un oficial experto en contar tropas comentó:
—Hay ahí poco más de seis mil hombres.
—Lo propio para darles buen castigo —observó don Bernardino de Cabrera, que seguía poco conforme con lo que tenía dispuesto Sande—. Somos nosotros harto más y estamos en ventaja por atacarles desde la pendiente. Es una ocasión única.
Proseguía esta discusión cuando llegó un emisario desde el fuerte de los caballeros de San Juan con las noticias que mandaba el gran maestre. ¡Qué olfato tenía don Alvaro! En efecto, tal y como supuso el veterano militar, La Valette informaba de que el grueso del ejército turco se hallaba tierra adentro, bajo el mando de los generales Macsen y Uluch Alí, los cuales habían resuelto venir contra las fuerzas de Sande a todo correr.
Echó una fría mirada cargada de suficiencia don Álvaro a Cabrera y Corgna, que se quedaron atónitos. Después el viejo general se fijó en el sol que declinaba ya en la lejanía del mar.
—Es muy tarde —dijo—. No habrá hoy batalla. Pero mañana, antes de que amanezca, iremos a darle a esos zorros lo que se están buscando.
Pasamos la noche allí mismo, en lo alto de la colina, cada uno echado en el suelo junto a las armas, bajo el cielo poblado de infinitas estrellas. Hicieron los capellanes muchas oraciones y se entonaron misereres muy sentidos.
Reinando una oscuridad total, iniciaron los tambores y los pífanos las llamadas de alerta. Púsose todo el mundo en pie y comenzó el ejército a desplazarse por la ladera de la sierra con mucho orden. Amanecía cuando habíamos avanzado una milla. Entonces gritaron los heraldos que observaban el panorama desde los puntos más altos:
—¡Enemigo a la vista! ¡Turcos en el llano! ¡Al arma! ¡Al arma!
No tardamos en ver una ingente masa de enemigos que caminaban por una extensa llanura, en dirección a la costa donde estaba su armada. Hizo ademán nuestra gente de querer descender ladera abajo para ir a por ellos, pero don Alvaro ordenó que se recogiera la arcabucería en lo alto, temiendo que hubiera emboscada. Y una vez más acertó Sande, porque enseguida apareció por otra parte una formación cerrada de turcos, avanzando de manera tan apretada que resultaba difícil aventurar su número.
—¡A por ésos hemos de ir! —ordenó el general—. ¡Prepárense las compañías de arcabuceros!
—¡Santiago! ¡Santiago! ¡Santiago!… —gritó nuestra gente al sentir llegado el momento del combate.
Atacamos con gran organización y tino desde la altura donde nos hallábamos, de manera que se rompió enseguida la vanguardia del turco. Viendo ellos que no podrían contenernos, empezaron a remolinar, apreciándose en sus jefes una indecisión grandísima por no saber si ganar altura en las montañas vecinas o huir hacia la costa. Después de defenderse durante algunas horas como podían de nuestros ataques, sufriendo incontables bajas, resolvieron emprender alocada carrera para ir a buscar su flota.
—¡Vuelva todo el ejército sobre sus pasos! —ordenó entonces prudentemente don Alvaro, en vez de mandar ir en pos dellos.
Retornamos a la altura primera en veloz caminata. Se hizo esta maniobra con gran disciplina y nos ahorró muchas pérdidas de hombres. Una vez en lo alto de la colina donde habíamos hecho noche, tuvimos a caballero al grueso del ejército turco, que ya no miraba atrás, sino que andaba sólo preocupado por embarcarse para escapar por mar en su armada. Entonces les envió Sande a los capitanes Francisco Montes Doca, Gonzalo de Salinas, Alonso de Vargas y Marcos de Toledo con cuatrocientos arcabuceros que, desde un promontorio, descargaron plomo a discreción. Mandóme también a mí con mi gente en un destacamento más amplio de dos mil arcabuceros de Italia, Sicilia y Malta para atacar por la retaguardia; y fue muy fácil la cosa, pues el enemigo iba cansado y sin querer volverse a presentar cara, sino que se echaba al agua para nadar hasta las galeras y se ahogaba, si no le mataba el plomo de nuestra arcabucería.
Sucedió que se animó mucho la gente cristiana y se lanzó a no darles respiro por toda la costa, hasta que se pusieron los turcos a resguardo en la cala que llamaban de San Pablo, donde su artillería les favoreció desde la armada y tuvimos que detenernos a distancia.
Durante toda esa noche y el día siguiente, estuvieron embarcándose apresuradamente los vencidos, sin que les diéramos respiro cada vez que veíamos llegada la ocasión propicia. Les enviábamos todo el fuego que podíamos encima y todavía murieron muchos dellos.
En la noche del día 12 de septiembre, hiciéronse a la mar dejando toda la cala sembrada de muertos. Vimos alejarse las galeras en el horizonte, como dañino nubarrón tormentoso que se llevaba su pedrisco.
—¡Victoria! ¡Victoria! ¡Santiago! ¡Santiago! —gritaba ufana nuestra gente contemplando la huida vergonzosa de tan feroz enemigo.
Fuimos desde allí a recogernos al burgo, donde nos recibieron los caballeros de San Juan con exultante gozo. Salió al balcón principal del castillo el gran maestre La Valette con delirante placer reflejado en el rostro e impartió bendiciones. Inmediatamente, se organizó un solemne Tedeum para agradecer a Dios el don de la victoria. Salieron en procesión las cruces y los estandartes; y el incienso de los sahumerios se elevó a los cielos del amanecer. El canto solemne y grave parecía resonar en toda la isla.
Te Deum Laudámus:
te Dóminum confitémur.
Te aetérnum Patrem,
omnis térra venerátur.
Tibí omnes angelí,
tibí caeli et unersae potestátes…
(A ti, oh Dios, te alabamos,
a ti, Señor, te reconocemos.
A ti, eterno Padre,
te venera toda la creación.
Los ángeles todos, los cielos,
y todas las potestades te honran…).