Desde que se supo en la isla de Malta, gracias a mi aviso, que el Gran Turco tenía resuelto su ataque para la primavera, los caballeros de San Juan de Jerusalén se aprestaron a fortificar la isla y a cornponer sus defensas. Tuvieron de tiempo para estos menesteres seis meses, contados a partir de diciembre de 1564 en que fueron advertidos por el virrey de Napóles, hasta mayo del año siguiente, cuando se conoció que ya se avistaban las escuadras turquesas en el horizonte.
Entre estas fechas, en torno al 20 de abril, los venecianos enviaron la noticia a las autoridades españolas de que la flota de Piali Bajá estaba frente a las costas de Morea, en el puerto de Pylos, donde acudían a unírseles las escuadras de Sali Bey y de Dragut. Todo se cumplía exactamente conforme a la relación de los planes de Solimán que Simgam me hizo memorizar en Constantinopla y que relaté de cabo a rabo al duque de Alcalá. En las primeras observaciones que hicieron los marinos de la Serenísima contaron ciento treinta galeras, treinta galeotas y diez naves gruesas, doscientas en total; calculándose que iban a bordo quince mil hombres por lo menos. Eran datos que concordaban con el contenido de mi aviso.
La acomodación de la realidad del ataque con las informaciones que di al virrey de Nápoles me valieron el reconocimiento y la estima de cuantos gobernantes supieron de mi hazaña. Me llovieron las distinciones y las recompensas.
El nuevo virrey de Sicilia, don García de Toledo, que era a su vez capitán general de la mar, tuvo a bien rehabilitarme en el ejército. Con gran generosidad, me ascendió directamente a alférez del tercio y me puso al servicio del capitán don Francisco Miranda, que mandaba doscientos soldados españoles de mucho prestigio entre las tropas de la isla.
En abril, nada más saberse que el turco estaba en Pylos, el gran maestre de la Orden de San Juan escribió al rey Felipe II pidiéndole trigo de Sicilia, pues se avecinaba largo asedio y todos los recursos parecían pocos. Autorizó su majestad al virrey para que se atendiera este ruego, y don García de Toledo en persona fue a Malta con sus galeras para llevar alimentos y para examinar el estado de la defensa y los aparatos de guerra que hacían los caballeros.
Embarqueme yo en esta expedición y fui muy contento a participar en las cosas de guerra de nuestro Rey católico, merced a mi nuevo cargo en el tercio.
Cuando llegamos a la isla, contemplamos un panorama digno de asombro. Miles de hombres se distribuían por toda la costa trabajando en grandes obras de construcción. Las fortificaciones, a un lado y otro de la ensenada por donde se penetra en los puertos, crecían poderosas, edificadas con piedras, adobes y maderas. Había andamiajes altísimos en todas partes y densos paredones se alzaban en los principales sitios de defensa. Sobre la punta que mira al Mediterráneo, el castillo de San Telmo resultaba imponente, erizado de cañones.
Apenas tuvimos el tiempo justo para descargar el trigo y otros alimentos, porque, a poco de nuestra arribada a la isla, se presentó un veloz navichuelo que venía a avisar al duque de que el rey Felipe II mandaba concentrar toda la armada de la mar en Sicilia, pues se temió a última hora que los turcos fuesen a atacar Siracusa.
Dejamos a los caballeros y a los malteses muy entretenidos en sus colosales aprestos guerreros y regresamos veloces con viento muy favorable a Mesina. Allí reunió el virrey a toda la armada y mandó cartas a Juan Andrea Doria para que embarcase a los españoles de Córcega, al mismo tiempo que ordenaba levantar diez mil infantes a los coroneles Francisco Colonna, marqués de Mortara y Paulo Sforza. Con toda esta gente y el ejército de Sicilia, y municiones y bastimentos en abundancia, quedamos aguardando a ver qué resolvía hacer el turco desde Morca.
Durante el tiempo que duró la incertidumbre de esta espera, que se prolongó por más de tres semanas, se hicieron solemnes procesiones con el Santísimo Sacramento. Se supo que en Malta los caballeros y la multitud se congregó durante más de setenta horas seguidas, invocando con oraciones y cantos la misericordia de Dios. Entre tanto, se cruzaban cartas que iban y venían en veloces barquichuelos. Llegaban instrucciones del Rey y de los más altos generales. Mandó el gran maestre de los caballeros varios avisos solicitando a don García de Toledo que librara batalla en la mar con la flota turca, a lo que se negó el virrey de Sicilia por considerar que nuestra armada era muy menguada con respecto a la de Piali y que se daría lugar a un descalabro peligroso.
El Papa de Roma también envió cartas para infundir ánimos y garantizar las oraciones de la Cristiandad. Se vivía en todas partes una emoción grande, hecha de cierto temor y del arrojo que despertaba la expectativa de una gran batalla.
El 20 de mayo se supo en Sicilia que la flota enemiga en pleno había alcanzado las costas de Malta. Cuando comenzó el desembarco de todo el ejército turco, los caballeros y los malteses se apresuraron a organizar la defensa desde los tres poderosos fuertes: Santo Ángel, San Miguel y San Telmo. Daba comienzo el feroz asedio.
Durante el primer mes llegaron pocas noticias de lo que estaba sucediendo. El 18 de junio se supo que los caballeros resistían con bravura el sitio desde las grandes fortalezas que habían edificado. Mas el gran maestre solicitaba ayuda desesperadamente, pues no paraban de desembarcar turcos y corsarios que venían en ayuda de la gente de su religión mahometana.
Dio permiso el Rey católico a don García de Toledo para que enviase socorro a la isla. Partieron a finales de mes seiscientos hombres muy bien pertrechados, al mando de don Juan de Cardona, y fueron a desembarcar valientemente en auxilio de los cristianos, aun a riesgo de no poder atravesar el cerco enemigo. A primeros de julio llegaron noticias de que lograron alcanzar el burgo maltés donde fueron recibidos con gran alborozo y agradecimiento, abrazando el gran maestre a los capitanes y derramando muchas lágrimas.
A medida que se tenía conocimiento en Sicilia de estos hechos, crecía el deseo de la gente española de ir cuanto antes con refuerzos al combate. Pero no se decidía el Rey a mandar definitivamente a las tropas.
En las fiestas de Santiago apóstol, el 25 de julio, los tercios bramaban furiosos:
—¡Santiago! ¡A ellos! ¡Al turco! ¿A qué esperamos? ¡Envíe su majestad ya el socorro! ¡Acabemos con los turcos de una vez!…
Para colmo, se supo ese día tan señalado que San Telmo había caído en manos de los enemigos. Se temía lo peor: que los caballeros no fueran capaces de resistir durante demasiado tiempo y que, tomada Malta, los turcos se dedicasen de inmediato a la segunda parte de su empresa guerrera, que era proseguir con Sicilia y después lo que les viniese a la mano. Nadie pues comprendía por qué el Rey se retenía tanto para mandar la ayuda.
Por fin, el 27 de julio llegó la orden de que se iniciara el socorro. Acudió don Alvaro de Bazán a Nápoles con cuarenta galeras y embarcó los tercios españoles; ocho mil soldados en total: el tercio de don Gaspar de Bracamonte, el de Lombardía al mando de Londoño, nueve compañías más llegadas a España y el tercio de Nápoles al mando de don Alvaro de Sande. Todo este ejército, con sus víveres y pertrechos, vino a hacer escala a Mesina, donde nos unimos quinientos soldados de Sicilia.
Durante todo el mes de agosto se completaron los aparatos de guerra. Hubo prácticas, desfiles y arengas. Puso el virrey don García de Toledo en el mando supremo a don Alvaro de Sande, en atención a su experiencia y por respeto de su cargo, ya que se había ofrecido para la empresa a pesar de ser hombre de setenta y cinco años cumplidos.
Nada más saber yo que el viejo general estaba en Mesina, pedí audiencia a sus subalternos para ir a visitarle. Pero tuve la precaución de acudir primeramente al virrey para solicitar del que me hiciera la merced de hablarle a Sande de mí, del beneficio que hice con mi aviso a la causa del Rey católico y de mis sufrimientos pasados, pues temía que sucediera algo parecido a aquella vez, cuando fui a la fonda donde se hospedaba en Constantinopla y me recibió de tan mala manera.
Tuvo a bien don García de Toledo acompañarme a ver a don Alvaro. No me reconoció de momento el general, como era de esperar por tan diferente atuendo que llevaba yo en esta ocasión, de acuerdo ahora con mi rango de alférez. Se me quedó mirando con aire distraído. ¡Qué anciano se le veía!; alto, seco, flaco, de nariz afilada, y piel amojamada; el poco pelo completamente blanco, perilla atusada y puntiagudos bigotes; ojos grisáceos de expresión delirante y un nervioso temblor en las manos. Se sostenía en su bastón, estirándose en gallarda postura, mientras me observaba con creciente atención.
—Así que Monroy —dijo—; Monroy de Villalobos, de los Villalobos del priorato de Tudía, nieto de mi querido tocayo Alvaro de Villalobos. ¡Ven a mis brazos, muchacho!
Abrazóme y besóme en la frente como a un pariente querido. Lloró emocionado y me arrancó lágrimas a mí.
—¡Ah, qué gran hazaña hiciste, hijo! —exclamaba—. ¡Qué cautiverio el tuyo tan provechoso! ¡Que Dios te lo pague!
Muy conmovido, trataba yo de ser humilde ante estos halagos y me daba cuenta de que don Alvaro no estaba dispuesto a acordarse de los bastonazos que me dio en Constantinopla, ni de los insultos que profirió con la misma boca que ahora me ensalzaba. Pero estaba yo muy resuelto a perdonarle, aunque no me lo solicitara.
—¡Nombradlo capitán, señor! —dijo Sande de repente al virrey—. ¡Este joven debe ser nombrado capitán inmediatamente! Se lo merece por méritos y linaje. Su padre y su abuelo fueron capitanes.
—Vuecencia es el jefe de todo este ejército —dijo don García de Toledo—, provea lo que más convenga.
Sentóse don Alvaro de Sande en la mesa de su despacho y redactó al punto un oficio para ordenar a quien correspondiera que se me diese el mando de una compañía.
—¡Dios te bendiga, hijo! —exclamó, mientras estampaba su sello en el documento—. Nos aguardan grandes hazañas. ¡Santiago nos guíe!