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Podría haber concluido yo que fue por capricho del destino, si no viera en ello la mano de Nuestra Señora, que acertó a determinar el virrey de Sicilia que se interrogase a todos los renegados hechos prisioneros de un tiempo a aquella parte, con el fin de recabar informaciones acerca de los propósitos guerreros del Gran Turco. Como considerara el inquisidor general que el documento en blanco con el sello del Sultán que me requisaron pudiera ser indicio de que sabía yo algo, ordenó que me reexpidieran provisionalmente a Mesma con una buena escolta, para encerrarme en la prisión donde se guardaba a los presos de guerra. Advirtiéndome de que, pasado este trámite, continuaría mi proceso.

Vi el cielo abierto. Al salir de la mano del Santo Oficio podía obrar con mayores posibilidades. Tenía que idear un plan que me permitiera de una manera u otra ponerme en contacto con Juan María Renzo de San Remo.

Me pusieron a buen recaudo en las mazmorras de la fortaleza principal de Mesina, en una fría celda, junto a una veintena de turcos y moros de todo género, marinos, corsarios, comerciantes, guerreros y chusma de las galeras. A los más de ellos les habían afligido ya con tormentos para sacarles cuanto pudiera ser útil a los intereses del gobierno militar. Aquella gente estaba atemorizada y relataba para desahogarse el cruel trato que recibían de los carceleros sicilianos, causando espanto a los que llegaban de nuevos a la prisión.

Me hice al principio el desentendido y me dediqué a observar. Escuchaba las conversaciones y procuraba hacerme una buena composición de lugar para ir meditando las circunstancias a que debía ajustar mi plan. Después de fijarme en lo que hacían y decían unos y otros, puse toda mi atención en un grueso comerciante que se pasaba todo el rato lloriqueando en un rincón. Parecíame ser éste el moro que mejor iba a servir a mi artimaña.

Me fui junto a él un día a la hora de la siesta, me senté a su lado y le sonsaqué sin demasiada dificultad. Como sospeché desde el momento en que le vi, era un sencillo hombre de negocios que tenía muy poca idea de los asuntos militares. Le habían apresado los venecianos entre Trípoli y Creta, cuando se dirigía a llevar sus mercancías en un barco alquilado.

—No sé lo que está pasando —me dijo—. Antes la Serenísima se desentendía de los negocios guerreros. Ahora no andan sino interesados en contentar al rey de las Españas. ¡Ay, yo que creía ir seguro!

—A mí también me apresaron los venecianos —le conté solidariamente—. Me hallaba en Cefalonia cornprando vino y, ya ves, me detuvieron y el podestá de Argostoli me puso en manos de las autoridades de Sicilia.

—¡La misma historia! —suspiró—. ¡Ah, qué será de nosotros!

Al día siguiente interrogaron a aquel hombre. Le dieron una buena paliza y le devolvieron a la celda en estado lamentable.

—¡Ay, qué les iba a decir yo, si no sé nada! —sollozaba—. ¡Casi me mata esa gente! ¡Alá se compadecerá de nosotros!

Me acerqué a él y traté de confortarle. Él me contó todo lo que le habían preguntado y el maltrato que le dieron.

—No sé nada —se quejaba amargamente—; no podía decirles nada. ¡Ay, Alá nos valga!

—¿Qué querían saber, amigo? —le pregunté.

—De todo, de los turcos, de Dragut, de los corsarios que se detienen en Trípoli…

—¿Qué les dijiste?

—Poca cosa… ¡Ay, si yo no sé nada! Pobre de mí. Si yo me dedico a mis cosas…

Cuando estuvo más calmado, busqué nuevamente la ocasión oportuna para hablar con él. En plena noche, le susurré:

—Amigo, ¿estarías dispuesto a hacer negocios conmigo?

—¿Negocios? ¿Aquí? ¡Pues estamos como para hacer negocios! —exclamó extrañado.

—¡Chist! Escúchame atentamente, amigo. Yo sé cosas importantes que pudieran interesar a los cristianos. Vengo de Estambul, donde tuve trato con la gente del Sultán.

Me miró con unos ojos muy abiertos en los cuales adiviné que le brotaba una luz de esperanza en el alma.

—¿Cosas? ¿Qué cosas?

—Ahí empieza el trato, amigo. Tú y yo podemos beneficiarnos de lo que guardo en mi memoria. Sé cosas en cantidad suficiente para que ambos contentemos al cristiano y hagamos a la vez un gran negocio.

Me pareció que desconfiaba.

—No comprendo —dijo.

—Lo que sé es tan importante —proseguí—, que el virrey cristiano, además de darnos la libertad, nos recompensará.

—Me conformo con la libertad —dijo aproximando a mí su rechoncho rostro.

—Allá tú. Pero yo quiero sacar partido de este mal trago que estoy soportando. Si puedo obtener recompensa del cristiano, no voy a dejarla pasar. Además, también pienso obtener beneficios de tu penoso estado. ¡Así son los negocios! No hay ocasión en la vida que no se preste a ganancia.

—¿Y cómo puedo yo beneficiarte? —me preguntó, aferrándose a mi brazo con crispados dedos, animado por la posibilidad de salir de allí.

—Tarde o temprano —le dije—, los cristianos querrán obtener el precio de nuestros rescates. Sabrán ya que tú eres un hombre rico que tiene familiares y amigos en Trípoli que estarán dispuestos a pagar por tu libertad.

—Sí, sí, sí… —asintió nervioso—; yo mismo se lo dije.

—También sabrán que tengo gente dispuesta a pagar mi rescate. Un día u otro, tanto tú como yo seremos libres, si Alá así lo dispone. Pues bien, entonces tú me pagarás cien dinares de oro por lo que voy a decirte.

—¿Cien dinares de oro? ¿Qué locura es ésta? ¡Es mucho dinero!

—No estamos ahora en condiciones de regatear, amigo, pero te lo dejaré en setenta. Yo te diré parte de lo que sé y tú jurarás por el Dios Altísimo y su Profeta que me entregarás el dinero cuando te lo reclame.

—Lo juro, lo juro, lo juro… ¡Dime lo que sabes!

—No —negué con fingida suspicacia—. Te lo diré cuando yo lo crea oportuno. Comprenderás que no voy a fiarme así, a la primera de ti…

—Confía en mí, soy un musulmán de bien.

—Ten paciencia, como te digo, yo elegiré el momento en el que compartiré contigo esa información.

Tal y como supuse desde el primer momento, aquel comerciante de Trípoli no pudo aguantarse ni un solo día después de saber que yo tenía información. Le faltó tiempo para acudir a primera hora de la mañana a los carceleros:

—¡He de ver al alcaide! ¡Carceleros, quiero hablar! ¡Sé cosas!…

Se llevaron los alguaciles al grueso comerciante y yo fingí un grandísimo enojo:

—¡Traidor! —le grité—. ¡Alá te perjudique! ¡Perjuro! ¡Mal musulmán!…

Una hora después, se presentó el oficial mayor de la prisión con los guardias y el moro delator.

—Ese de ahí es —me señaló el comerciante.

—¡Traicionero! ¡Canalla! —le grité yo.

Lleváronme a presencia del alcaide y del comandante de la guarnición que defendía Mesina. Me conminaron éstos a decir lo que sabía so amenaza de sacármelo a la fuerza en el potro. Les mostré yo todas las cicatrices, rozaduras y cardenales que me había causado el cruel instrumento en manos del Santo Oficio, y les dije muy digno:

—Ya ven que llevo en el cuerpo las marcas del tormento y no he abierto mi boca sino para decir lo que me interesa. Hablaré solamente en presencia del virrey, pues lo que sé sólo él puede comprenderlo.

Sabía que me jugaba todo a una carta y que aquellos rudos militares estarían dispuestos a desollarme vivo, pero era ésa la única posibilidad que tenía para no violar el juramento que hice en Constantinopla.

Deliberaron los superiores de la prisión entre ellos.

No se ponían de acuerdo. Finalmente, vino el comandante y me dijo:

—¿Quién te has creído que eres, sucio renegado? Todo lo que tengas que soltar dínoslo aquí y ya le será trasladado a su excelencia el virrey.

—Sólo hablaré en su presencia, ya lo he dicho —contesté con firmeza.

—No tenemos prisa —dijo el alcaide—. Ya hablarás.

—¡Llevadlo al potro!

Me dieron sesión de potro esa mañana y me dejaron muy mal pues en mis carnes llovía sobre mojado. Comprendí que todo el plan había fracasado y me dispuse a afrontar lo que Dios quisiera mandarme a partir de ese momento.