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Soporté tres días de tormento con la paciencia que Dios me concedió, ofreciendo mis padecimientos como penitencia por los muchos pecados que había cometido. Al cuarto día estaba extenuado y a punto de volverme loco. Los señores inquisidores siempre me preguntaban lo mismo: si era cristiano de corazón, aunque hubiera apostatado de boca; qué ceremonias había practicado de la secta mahomética; qué cosas sabía de Mahoma, de sus prédicas y del Corán; si había guardado los ayunos del Ramadán; si hacía las abluciones del guadoc y las invocaciones y oraciones propias de musulmanes. No podía decirles más del relato de mi vida de lo que ya les había contado. Detectaban ellos vacíos y verdades a medias en mis respuestas y comenzaron a sospechar que fuera un renegado de mucha importancia en la corte del Gran Turco. Veía que mi situación empeoraba. Ahora me preguntaban acerca de cosas de las que ni siquiera había oído hablar en los cinco años que pasé entre turcos. A partir del quinto día decretaron que se me diera suplicio en el potro, pues les parecía poco el tormento de la garrucha. Me ataron al cruel instrumento y mandaron dar vueltas al garrote de manera que se hundían las cuerdas en mis carnes, en brazos y pantorrillas, arrancándome dolores espantosos.

—Di verdad—me amonestaban—. ¿Navegaste en corso? ¿Participaste en razias para esclavizar cristianos? ¿Creías en la fe de Mahoma? ¿Creías que ésa era la salvación eterna? ¡Di verdad!

—No, no, no… —respondía yo una y otra vez—. Ya he dicho todo lo que hice, excepto lo que no puedo revelar.

—¡Dilo todo! No puede haber omisiones. Has de confesar toda la verdad.

—Era músico, era músico… Nunca apostaté en el corazón… —repetía yo.

—¡Otra vuelta al garrote!

Me parecía que se me desgarraría el cuerpo en pedazos. Entre tanto dolor y los espasmos que me sacudían, contestaba:

—¡Nunca fui musulmán de convencimiento! ¡Lo juro por Dios Altísimo! ¡Por Santa María!…

—Di verdad y habrá compasión para ti. Confiesa todo lo que ocultas. ¡Otra vuelta de garrote!

—¡Ay, ya lo he dicho! Cantaba y recitaba poemas para salvar la vida entre los turcos. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¡Escriban vuestras señorías al virrey de Nápoles! —suplicaba—. ¡Por caridad! ¡Escríbanle y denle mi nombre, señorías, que él les dirá! ¡Yo no puedo hablar!

—¡Mientes! ¡Di verdad!

—Escriban, señorías… ¡Escriban al virrey de Nápoles!

—¿Por qué razón llevabas contigo un documento con el sello del Sultán?

—Lo robé para poder escapar de Constantinopla. ¡Lo he dicho mil veces!

—Es una historia muy rara la tuya, Monroy —me decía el inquisidor general—. Te apresaron los venecianos en Cefalonia. Parece más lógico pensar que ibas a Constantinopla desde tierra cristiana. ¿Por qué? ¿Qué pretendías?

—No, no, no… ¡Iba a Napóles! ¡Ya os lo he dicho!

—¡Otra vuelta!

—¡No, por caridad! ¡Escribid una carta al virrey y preguntadle a él! ¡Tengo algo muy importante que decirle!

Todas mis explicaciones resultaban inútiles. No me creían. Eran tantos los renegados que comparecían ante el Santo Oficio y tan semejantes sus historias, que los inquisidores buscaban siempre una confesión de los motivos de apostasía, las intenciones más íntimas de los acusados y la medida de su conversión. Ninguna otra razón les interesaba.

Me dieron un tiempo de descanso y reflexión cargado de amenazas: tres días sin tormento. En ese lapso me desesperé aún más, pues no encontraba la escapatoria del agujero sin salida donde estaba metido. Escuché en la prisión que quemaban a los que confesaban. Otros en cambio decían que era mejor decir la verdad; que haber sido moro de convencimiento tenía duro castigo de condena a galeras por diez años sin sueldo, pero no conllevaba la pena de muerte en la hoguera.

Mi caso era diferente al del resto de los renegados. Sólo yo conocía mi verdad, pero me hallaba amordazado por un grave juramento que comprometía la salvación de mi alma. Y mi honra, si llegaba al conocimiento de los superiores de la conjura, o al propio Rey, que me había dejado vencer por el tormento.

Durante los tres días que me dejaron en paz oraba a todas horas. Encomendeme a la Virgen de Guadalupe con muchas lágrimas y dolor de corazón. «¡Señora —rezaba—, ved qué padecimientos sufro por haber sido fiel a vuestro Hijo en el fondo de mi alma. Compadeceos de mí, mísero pecador! ¡Haced un milagro!». Llegué a pensar que todo aquel trance era a consecuencia y como castigo por haberme dejado circuncidar.

En el colmo de mi angustia, me atormentaba también la idea de que se perdería la oportunidad de que llegara a oídos del Rey católico la información que tenía guardada en mi memoria. Me parecía todo un encadenamiento de infortunios.

Comparecí de nuevo ante el tribunal. Interrogáronme los señores inquisidores una vez más buscando contradicciones en mi relato después de los tres días de meditación. Conté paso a paso mi peripecia como si fuera la primera vez que testificaba.

—Señorías —dije—, como ya les expusiera, no puedo decir las razones ocultas y secretas, pues supondría romper un sagrado juramento que hice por la santa Cruz de Nuestro Señor Jesucristo.

—Si hay omisión, el testimonio no sirve —sentenció el inquisidor general—. Sea llevado de nuevo el acusado al tormento mañana de madrugada.

Pasé una noche más en el purgatorio, encomendándome a todos los santos, por saber lo que me aguardaba al amanecer. Acudí como solía a la Virgen de Guadalupe con gran arrepentimiento, poniendo en ella toda mi confianza. «¡Señora—oré—, acudid a socorrerme; liberadme de estas prisiones y tormentos!».

Cuando vinieron a por mí para llevarme a los sótanos del tribunal, pedí confesión. Me advirtió severamente el oficial de que el testimonio dado en confesión sacramental no era válido. Le dije que sólo quería confesarme.

Acudió un confesor de la Orden de San Francisco que tenía por oficio reconciliar a los prisioneros. Le dije mis pecados y le conté todo lo que me pasaba. Era este buen fraile un hombre delgado y aparentemente abstraído. Cerraba los ojos y escuchaba. De vez en cuando preguntaba algo. No pude contarle lo de la conjura, pues ni en confesión podía revelarlo, pero expresé toda mi angustia y le dije que sólo el virrey de Napóles podría saber mi verdad y hacer algo por mí.

—¡Pues no pides tú nada, hijo! —exclamó—. ¡Nada menos que el virrey! ¿Crees que un hombre tan importante va a dejar sus muchas ocupaciones para atender a un renegado?

Me deshice en lágrimas. Las razones del franciscano destruyeron la última de mis esperanzas.

—Bueno, bueno, hijo —dijo el fraile—. ¿Te arrepientes de corazón de tu grave pecado?

—Nunca apostaté en mi corazón —contesté—. Me arrepiento de mis muchos pecados, pero no renegué en el alma. ¡Créame vuestra caridad, por Dios bendito!

—Ay, hijo mío, cuando truena, todos se acuerdan del Altísimo, pero se olvidan de Él en la bonanza. ¡Si supieras cuántas veces he de escuchar lamentos semejantes a los tuyos!

—Lo sé, padre, pero lo mío es diferente…

—Bien, hijo, he de darte la absolución, que tengo prisa.

—Vaya, padre, a Napóles y dele mi nombre a un tal Juan María Renzo de San Remo. ¡Es mi salvación!

—¿A Napóles? ¿Te has vuelto loco, hijo? Me debo a la obediencia de mi estado. ¡No puedo hacer lo que quiera! ¡A Napóles nada menos!

—Escriba vuestra paternidad al virrey.

—¿Al virrey? ¿Yo? ¡Qué cosas dices!

—Ya le digo que es importante, padre.

El fraile se sacudía nervioso el hábito raído y me miraba con unos ojillos asustados. Me daba cuenta yo de que no prestaba demasiada atención a mis razones. Finalmente, como viera él que no cejaba en mis súplicas, dijo con autoridad:

—Te absolveré ab cautelam de los pecados, por si hay verdad en lo que has confesado.

Me impartió la bendición diciendo la fórmula latina de la absolución y se marchó corriendo de allí, de manera que entendí que deseaba perderme de vista cuanto antes.

Hundido bajo el peso de tanta fatalidad, me dejé conducir al potro y comenzó de nuevo mi tormento.

—¡Di verdad! ¿Apostataste de corazón? ¿Renegaste de la única fe verdadera?

—No, no, no…

—¡Otra vuelta a la manivela! ¡Di verdad!