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De muy mala gana, Efigenio Lámbanos me devolvió parte del dinero que le di como adelanto. Se reservó cuarenta escudos en pago de los gastos que, según decía, había tenido que hacer en los preparativos del viaje. No estaba yo en condiciones de discutir y tomé los ciento sesenta escudos restantes, deseoso de perderle de vista cuanto antes. No dejó que me marchara sin previamente advertirme de los graves peligros que correría si me embarcaba en otros barcos que no fueran los suyos. Le escuché en atención a Melquíades de Pantoja, pero ya tenía yo decidido lo que iba a hacer.

El tabernero Andreas me presentó a su amigo marinero en la taberna. Se llamaba Georgios. Era muy joven, apenas un muchacho de enmarañado cabello y oscura piel castigada por el sol. Hablaba con locuacidad y me pareció desde el principio que dominaba la travesía perfectamente. Comimos juntos. Con el vino de los postres fijamos el precio. Me pidió cien escudos desde el primer momento y no estaba dispuesto a llevarme a Italia por menos de esa cantidad.

—Es mucho para no ir con escolta ni seguridad alguna—le dije.

—Es la mitad de lo que le diste a Lambrinos —contestó enojado.

—¿Puedo fiarme de ti?

Pronunció una retahíla de juramentos mientras se hacía cruces clavando en mí unos fieros ojos.

—No me gano la vida con esto —aseguró—. Si voy a llevarte a Tarento es porque Andreas me pidió el favor. Pero… si prefieres ir con Efigenio Lambrinos…, allá tú.

—Hecho —dije—. Me inspiras confianza. ¿Cuándo saldremos?

—Esta misma noche. No hay por qué esperar.

A última hora de la tarde, Georgios se presentó en el puerto con un barco no demasiado grande en el que se afanaban cinco marineros de edades semejantes a la suya. Me pareció un intrépido grupo de jóvenes amables que estaban dispuestos a llevarme a Italia contra viento y marea en el menor tiempo posible. Viendo tan próxima la solución a mis problemas, estaba loco de contento.

—Ya verás lo bien que irás con ellos —me decía Andreas—. No te arrepentirás de tu decisión. Estos saben su oficio. Lo mismo se dedican a pescar que pasan gente y mercancías a la otra parte.

Me despedí allí mismo del tabernero y de toda su familia. Y me enternecí cuando Eladia puso en mi mano una cesta de comida y una garrafa de vino. Pero no desaprovecharon la ocasión al verme tan halagado por estos detalles y me sacaron parte del dinero que me quedaba.

—Somos muy pobres —se quejaban con lágrimas de despedida—. Los turcos abusan de nosotros. Eladia deberá encontrar un buen marido que cuide de ella y no tendremos dinero para la dote.

Me compadecí y les di cincuenta escudos. A fin de cuentas, les debía a ellos poder iniciar al fin mi viaje.

—¡Que Dios te lo pague! —exclamaba el tabernero—. ¡Rezaremos por ti a todos los santos! ¡Buen viaje, amigo!

Era una visión entrañable la de aquella familia reunida en el muelle para darme tan cariñoso adiós. El barco de Georgios se fue alejando y ellos cantaron algo en su lengua griega, tal vez una canción de despedida. Eladia daba saltitos y agitaba las manos. La pena y la alegría se mezclaban en mi alma.

Cuando se quedó atrás la pequeña isla que cierra el golfo de Pylos frente al puerto, apareció el horizonte del ancho mar que se volvía rojo hacia poniente, donde un anaranjado sol se ocultaba ya tras las aguas. Entonces le pregunté a Georgios:

—¿Cuánto tardaremos en llegar a Italia?

—Depende.

—¿Depende de qué?

—De los vientos, del movimiento de barcos que haya en la parte cristiana… Depende de muchas cosas.

Comprendí que era un velero pequeño y además debían sortear los posibles peligros, así que decidí armarme de paciencia. Compartí con ellos la comida y el vino que llevaba y me eché en las maderas de la cubierta para disponerme a dormir, confiado en que el sueño haría que pasase más rápido el tiempo.

En la primera luz del amanecer, me asomé por la borda para otear el horizonte. Vi que no estábamos demasiado lejos de tierra, lo cual me extrañó mucho.

—¿Qué costas son ésas? —le pregunté a Georgios.

—¡Es todavía Morea! —me contestó desde el lugar donde gobernaba el timón.

—¿Hemos avanzado mucho?

—Sí, bastante.

—Entonces, ¿por qué divisamos tierra?

—Es más seguro seguir la ruta del norte, navegando cerca de tierra. Los piratas cristianos rehúsan aproximarse demasiado a los mares que gobierna el Gran Turco.

Después de un día entero de navegación, apareció hacia el norte una isla que fuimos bordeando, la cual dijeron que era Zante. Anochecía ya cuando teníamos frente a nosotros una costa montañosa, abrupta.

—Es la isla de Cefalonia —dijo Georgios.

—¿Cefalonia? ¿A qué reino pertenece?

—Es de los venecianos.

—¡Ah, es tierra cristiana! —exclamé.

—En efecto. Hemos preferido este recorrido porque es más fácil ir desde un puerto cristiano a Italia. Aunque los venecianos exigen una fuerte tasa.

Cuando comenzaron a hacer la maniobra para entrar en la dársena del puerto, izaron una bandera blanca que llevaba bordada una gran cruz de San Andrés. Entonces me invadió una sensación rara. Era como si todas las tensiones vividas se aflojaran. Reía y lloraba a la vez. Fue en ese momento cuando me sentí libre por primera vez después de mucho tiempo. Los recuerdos acudían a mi mente: el cautiverio, mi falsa conversión a Mahoma, la doble vida… Tenía frente a mí por fin un lugar donde ya no necesitaría fingir nada ni mentir a nadie.

En ese momento, reparé en que debía deshacerme del salvoconducto con los sellos del Sultán. Arranqué el lacre y lo arrojé al mar. Después rompí el papel y lo dejé caer en las aguas desde la borda. La brisa esparció los distintos pedazos sobre el oleaje. Así se desvaneció el peligro que supondría ser considerado turco en un puerto cristiano.

Cuando el barco fue amarrado en el fondeadero, Georgios se aproximó a mí y me dijo:

—He de ir a pagar la tasa y a concertar algún negocio.

Ya sabes que aprovechamos el viaje para obtener ganancias. Puedes aguardar por aquí sin alejarte demasiado.

Descendí al muelle para pisar tierra firme y estirar las piernas. Georgios y sus marineros se perdieron pronto entre el gentío que abarrotaba el puerto. Enormes navíos venecianos permanecían anclados, alineados en la gran extensión del atarazanal. Algunos de ellos eran galeras de la armada de la mar que exhibían los vistosos pabellones con el león de la Serenísima. Una gran emoción me embargó al sentirme tan cerca de los aliados del Rey católico.

En la primera taberna que encontré, me atiborré de carne de cordero asada y disfruté degustando el aromático vino de la isla, dulce como la miel. Me sentía el hombre más feliz de la tierra. Saboreaba la idea de estar pronto en Nápoles y ser considerado como un héroe al llevar conmigo las noticias que con tanta ansiedad aguardaba la Cristiandad. Habían merecido la pena todos los sacrificios. Recordé las palabras que un día dijera Aurelio de Santa Croce: «En esta vida el Rey premiará tus desvelos y, en la otra vida, Dios te dará su gloria». Pensaba en esto y en que pronto me encontraría con mi familia. Se me hacía un nudo en la garganta.

De repente vi venir a lo lejos a Georgios y a sus hombres. Supuse que habían concluido los negocios y que zarparíamos pronto. Como me quedaba algún dinero, decidí que les invitaría a comer. Me sentía generoso.

Reparé en que un buen número de soldados venecianos acompañaba a los marineros. Me fijé en las corazas pulidas y en los yelmos de estilo veneciano, con penachos de plumas rojas muy ostentosas, tal y como recordaba haber visto en la armada que capitaneaba el príncipe Doria en los Gelves.

Cuando llegaron junto a mí, me puse en pie para saludarles. El capitán me habló en perfecta lengua española:

—Entrégame los documentos del Gran Turco.

Me quedé pasmado, tratando de comprender a qué venía aquello.

—¿No oyes al señor capitán? —me preguntó en turco Georgios—. ¡Saca los papeles con el sello del Sultán!

No les había hablado yo a los marineros de los documentos, por lo que enseguida me di cuenta de que el tabernero Andreas o alguien de su familia se habrían ido de la lengua. Pero lo que más me extrañaba era el tono exigente, tanto del capitán como de Georgios.

—No poseo los papeles ni sellos del Sultán—contesté con rotundidad, muy tranquilo por haber tenido la precaución en su momento de deshacerme oportunamente de los documentos.

Sin que mediara ninguna otra palabra, el capitán echó mano a su espada y me puso la punta en el pecho. Enseguida se abalanzaron sobre mí el resto de los soldados y me sujetaron por todas partes.

No reaccioné violentamente, sino con gran tranquilidad. No hacía falta ser muy listo para darse cuenta de lo que pasaba. Georgios y sus hombres habían planeado hacer un buen negocio conmigo: además de embolsarse los escudos del pasaje, pensaban obtener la recompensa que les correspondía por entregar un renegado a los cristianos, ahorrándose a su vez el viaje a Tarento. Me sentí el hombre más estúpido del mundo al comprender que se compincharon en su momento con Andreas y toda su familia, incluida Eladia. Era evidente que la gente de Pylos se dedicaba a este tipo de cosas sin el menor escrúpulo.

Primeramente, lamenté no haber hecho caso a Melquíades de Pantoja y despreciar los consejos de Lambrinos. Pero ya no había remedio y de nada me servía el arrepentimiento. Así que decidí actuar con serenidad. Gracias a Dios, no llevaba conmigo el documento que me dio Simgam.

Traté de explicarle al capitán veneciano que no era un renegado, pero ni siquiera quiso escucharme. Ordenó que subiéramos todos al barco. Los soldados me decían medio en español medio en italiano que mis ropas eran turcas, y constantemente me insultaban llamándome «moro del demonio», «traidor» y «apóstata». Yo les contestaba que venía de Constantinopla y que debía pasar desapercibido entre los turcos. Confiaba en que podría convencerles de que mi atuendo era un mero disfraz.

Una vez en la cubierta del barco, echaron mano a mi equipaje y empezaron a revolverlo todo. Deshicieron el hato donde llevaba mis ropas. De repente, uno de los soldados comenzó a dar voces sosteniendo algo en alto.

—Ecco! Ecco! Ecco!…

Cuando entregó al capitán lo que había descubierto, vi que era una pequeña bolsa en la que guardaba yo mi dinero y las cosas de mayor valor. El capitán la abrió y sacó unos papeles enrollados. En ese momento me pareció que todo se hundía a mi alrededor: me di cuenta de que era el documento en blanco con el sello del Sultán que un día sustraje del despacho del nisanji por si podía necesitarlo. Había estado pendiente de destruir el salvoconducto que me dio Simgam, pero no volví a acordarme de que yo mismo preparé un pliego para servirme de él en caso de peligro mucho antes de saber que el secretario era un espía.

—¡Vamos al juez! —gritó el capitán.

Me llevaron ante las autoridades del puerto. Un atildado juez ordenó que me desnudaran y se fijó en que estaba circuncidado. Fue esto lo más humillante de todo. Después revisó el sello y sentenció con desdén:

—Es un renegado.

Intenté una y otra vez darle razones para convencerle de que era cristiano. No me creía. Todo estaba en mi contra. Me interrogaron. Como no podía decirles la verdad acerca de mi historia, porque no debía revelar a nadie que era un espía, salvo a Renzo de San Remo, al virrey de Nápoles o al mismísimo Rey, dije que tenía que hacer un importante negocio en Nápoles que interesaba mucho a las autoridades españolas. Se rieron de mí a carcajadas.

El podestá veneciano ordenó que me condujeran a la primera galera que fuera a zarpar para territorio español.

Pasé la noche en una sucia y húmeda prisión del puerto, junto a decenas de sombríos hombres, piratas y gentes de mala traza. Algunos intentaban robarme y me manoseaban en la total oscuridad. Me parecía estar sufriendo la peor de las pesadillas.

Al amanecer, me llevaron al taller de un herrero y me pusieron grillos en muñecas y tobillos. De nuevo debía llevar cadenas. Como si fuera una cruel ironía del destino, era otra vez cautivo, aunque ahora de los cristianos.

Obedeciendo al juez veneciano, el capitán me puso bajo la custodia del maestre de una galera que iba a zarpar esa misma mañana. Le dio el documento que me acusaba e instrucciones para que me entregase a las autoridades españolas.

En la bodega, junto a montones de pertrechos y rodeado de ratas, sentí cómo levaban anclas y el barco se ponía en movimiento. Pasadas unas horas de navegación, bajó a por mí un rudo cómitre y me llevó a empujones al lugar donde remaban los galeotes.

—¡Aquí nadie viaja gratis! —rugió.

Hube de hacerme al remo, como un forzado más, entre la chusma blasfema y maloliente que, perdida toda esperanza, se afanaba en la dura boga como pago por sus delitos o cautiva en las muchas batallas de aquellos mares. Más que los latigazos que me llovían encima, me dolía la fatalidad de mi destino.

Sólo me consolaba confiar en que las autoridades españolas darían crédito a mi historia cuando mencionase ante ellas el nombre de Renzo de San Remo. Rezaba pidiendo a Dios que me entregaran en Napóles.