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Eladia tenía una boca verdaderamente bonita, con la que, además de besarme y decirme todo lo que me quería, se dedicó a proclamar a los cuatro vientos que yo era un importante hombre de la corte del Sultán. Incluso algunos me preguntaban si era un bajá. Definitivamente, se echó a perder mi empeño de pasar desapercibido en Pylos. El dueño de la fonda donde me hospedaba mejoró considerablemente la comida que me servía cada día e incluso se empeñó en que me trasladara a la mejor habitación de su establecimiento. También el jefe de la guardia turca del puerto se enteró de que llevaba un documento con los sellos del mismísimo Solimán y quiso verlos. De manera que no tuve más remedio que enseñárselo; no fuera a pensar que era yo un usurpador.

—Aquí dice que se te ha de tratar con deferencia —comentó el comandante turco después de leer el salvoconducto—. El sublime sultán Solimán ordena que se te den todas las facilidades. Señor, tú dirás lo que debemos hacer por ti.

—El mío es un viaje privado —dije—. Se trata de asuntos de negocios que no quiero hacer públicos.

—¿Adonde vas, señor?

No sabía qué responder. No pensé que las cosas llegarían a ponerse de esa manera. Así que opté por decir la verdad a medias. No podía ocultar que iba a Tarento, pues el comerciante Lambrinos y toda su gente lo sabían.

—Voy a Tarento. Llevo un encargo de parte del Sultán para un importante hombre de Italia —mentí.

—¡Oh, es una locura ir allí solo! —exclamó el comandante—. ¿Es que no sabes que los españoles apresan a cualquier turco que se atreva a entrar en el golfo de Tarento?

—Ya me las arreglaré para pasar desapercibido. Diré que soy cristiano.

—No te creerán. Investigan a cualquiera que llegue a sus puertos. Te darán tormento y sabrán finalmente quién eres.

—Entonces, ¿qué puedo hacer?

—Hummm… No lo sé. Nuestro sublime Sultán debería saber que ninguno de sus hombres puede andar por ahí, entre los cristianos, como si tal cosa. ¡Es un peligro grandísimo!

—Debo cumplir el encargo del Sultán.

—Lo comprendo, pero mi obligación es advertirte de todos los peligros que correrás en tierra cristiana, señor.

Ese mismo día fui a las oficinas de Efigenio Lambrinos para decirle que no podía esperar ni un solo día más. El mercader me dijo como siempre que no se aventurarían aún a mandar los barcos. Discutimos acaloradamente. No había manera de convencerle.

El dinero se me agotaba y empecé a temer que se perdería definitivamente la oportunidad de llevar a tiempo el aviso al Rey católico. No sabía qué hacer.

No me extrañó nada que el tío de Eladia se presentara en mi fonda una tarde para hacer las paces conmigo. Ya su sobrina me había dicho que el tabernero quería disculparse por haberme echado de su establecimiento. Se llamaba Andreas y era un hombre sibilino de falsa sonrisa desdentada y amplios bigotes negros.

—Amigo, no hay por qué enfadarse —me dijo extendiendo sus grandes manos—. Lo que sucedió fue a causa de un malentendido. Mira, aquí tienes los cincuenta ducados que me diste cuando estabas tan borracho. ¡Ah, qué tonterías se hacen a causa del vino!

Me di cuenta de que estaba asustado al creer que era yo un importante funcionario del Sultán. Enterado de mi conversación con las autoridades del puerto, debió de suponer que le había denunciado por lo que me robaron aquella noche. Vi el cielo abierto al recuperar el dinero. Lo cogí enseguida.

—¿Amigos? —me preguntó extendiendo la mano.

—Amigos —respondí, aunque sin entusiasmo.

—Haremos una fiesta —me propuso—. Tengo un cabrito muy tierno. Lo mataremos y pasaremos un buen día comiendo carne y bebiendo vino.

No me pareció una mala idea. Ya que ese hombre tan interesado había hecho el gran esfuerzo de devolverme el dinero que perdí a causa de mi insensatez, consideré oportuno contentarle y quedar a buenas con él definitivamente. Además, estaba su sobrina Eladia, que no dejaba de ser una tentación.

Acudí a la taberna de Andreas con mi laúd. Asamos la carne de cabrito, comimos, bebimos, cantamos y danzamos. Los hijos y los criados del tabernero me pidieron perdón uno por uno y todos nos reconciliamos en la euforia de la bebida.

—¡Aquí tienes una familia, Alí! —exclamaba el patriarca—. ¡Tu propia familia! ¡A mis brazos, amigo mío!

Parecíame ahora que aquella gente no era tan mala como supuse antes. Se mostraban generosos, amables y aparentemente sinceros conmigo. Me contaron incluso los problemas que tenían y su dificultad para prosperar a causa de los impuestos que debían pagar a los turcos.

—Ah, amigo Alí, tú conoces al sublime Sultán —me decía Andreas—. Hablale de nosotros. Dile que se apiade y no nos exprima tanto, que no salimos de pobres a pesar de lo mucho que trabajamos.

Me compadecí sinceramente. Incluso me conmoví mucho cuando les vi llorar relatando sus penas.

—Haré todo lo que pueda por vosotros —les dije para consolarles—. Si algún día está en mi mano, os ayudaré. Nunca he soportado las injusticias.

—¡Oh, amigo Alí, verdaderamente eres un hombre bueno! ¡Brindemos!

Con Eladia cerca de mí y los efluvios del mucho vino que había bebido, empecé a sentirme tranquilo y feliz. Hacía tanto tiempo que no disfrutaba de un momento así, que vine a entender que Dios me hacía una gran merced al reunirme con gente cristiana y sencilla. Máxime cuando Andreas me dijo:

—Nosotros también podemos ayudarte, hermano. Y digo «hermano», porque ya sabes que entre nosotros debes sentirte en familia.

—¿Ayudarme vosotros a mí? —observé extrañado.

—Claro. Perdona, querido Alí, pues no queremos inmiscuirnos en tus asuntos. Pero aquí se sabe todo; Pylos es un hervidero de chismes. Hemos oído por ahí que quieres ir a Tarento.

—Sí —contesté, resignado al hecho de que eso se supiera en todas partes—. Tendría que haberme ido ya, pero Efigenio Lambrinos no se atreve a enviar sus barcos.

—¡Ah, Lambrinos es un maldito usurero! —exclamó el tabernero echándose hacia atrás en su silla—. ¿Cuánto le has pagado por el viaje?

—Doscientos escudos.

—¡San Jorge! ¡Es una barbaridad! ¡Así se enriquece ese viejo avaro!

—¿Y qué otra cosa podría hacer? Nadie se atreve aquí a atravesar el mar Jónico; hay corsarios en las islas y múltiples peligros según me dijeron.

—¡Tonterías! No es tan fiero el león como lo pintan. Lo que pasa es que Lambrinos tiene un negocio redondo. Él se pone de acuerdo con las autoridades cristianas de la parte italiana, como con los turcos de aquí. También entra en conversaciones con los corsarios de las islas. Tiene un plan muy bien tramado para hacer ver a todo el mundo que sólo él puede llevar pasajeros y mercancías a Tarento. Pero todo eso es falsedad y teatro.

—¿Quieres decir que no hay tales peligros?

—Bueno, sí que los hay; pero no tan difíciles de sortear como te dijeron. Aquí hay mucha gente que pasa al otro lado cuando quiere y no suele ocurrir nada grave.

—¿Y cómo es eso?

—Lo hacen de noche. Hay expertos marineros que conocen el mar como la palma de su mano y por un módico precio, mucho menos de lo que le diste a Lambrinos, estarán encantados de hacerte el favor.

—¿Estás seguro de eso?

—Naturalmente. ¿Crees que sucede algo en un puerto sin que lo sepan los taberneros?

Entonces estuve seguro de que encontrar a aquella gente era cosa de la Providencia. Andreas me dio todo tipo de detalles sobre el viaje. Conocía a alguien que podía llevarme a Tarento cuando yo lo dispusiera. Todos los que estaban allí opinaban sobre el asunto y me pareció que era una cosa muy común el hecho de pasar de noche a la parte cristiana sin necesidad de aguardar a que Lambrinos se decidiera a hacer el viaje. La solución a mis problemas llegaba repentinamente de manera milagrosa.

—Quiero que me presentes a ese marinero —le rogué a Andreas—. Necesito hacer el viaje cuanto antes.

—Eso está hecho. ¡Brindemos, amigo!