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Eladia vino a buscarme a la fonda donde me hospedaba armada con toda su belleza. Me miró con ojos de animalillo asustado y me habló con dulce voz. Trató de convencerme de que no me había quitado ni un solo escudo, sino que yo los había perdido o que los gasté durante aquella noche loca. Discutimos y me dejé vencer en una batalla perdida de antemano. Finalmente, me agradó verla tan feliz por saberse exonerada de su culpa.

—Vamos a sentarnos bajo un hermoso pino que hay cerca de aquí —propuso—. Olvidemos lo pasado y pasemos un buen rato juntos.

Me llevó a un promontorio próximo al mar, donde crecían el lentisco y la genista junto a la sombra de los pinos. La arena era blanca y el aire estaba impregnado de aroma resinoso. Se sentó en el suelo y extendió los morenos pies descalzos. El cabello ondulado se derramó sobre sus hombros. La abracé para resarcirme de lo que no pude hacer la noche de la borrachera. Ella se reía y forcejeaba conmigo fingiendo resistencia a mis deseos.

—¡Eh, no te aproveches! —decía.

—Pagué cincuenta escudos a tu tío —protesté.

—Anda, tonto, el dinero no me importa —me susurró al oído—. Me encantas, pero no quiero dejar que me poseas y luego te marches a tu país. No vas a reírte de mí. No soy una estúpida muchacha que ignora lo que los hombres buscan en estos puertos.

Esas palabras me conmovieron. Me sentí avergonzado. La besé en la frente y le pregunté:

—¿Piensas que quiero engañarte?

—Claro, no soy una ignorante.

—Entonces, ¿por qué me cobró tu tío los cincuenta escudos?

Sus ojos reflejaron repentinamente un fondo malicioso.

—Aquí nada es gratis —sentenció—. El que desea algo ha de pagarlo. ¿Acaso en tu tierra toma la gente lo que quiere sin pagar nada?

—El amor es un sentimiento. No tiene nada que ver con el dinero.

—¡Ah, ja, ja…! —rió divertida—. ¡Dile eso a mi tío!

—No hablemos de tu tío.

Quería abrazarla, pero no se dejaba. Apartaba mis manos y hasta me golpeaba, pero no se separaba de mi lado.

—¿Adonde irás? —me preguntó de repente.

—¿Cuándo?

—Cuando te marches de aquí. Supongo que estarás de paso en Pylos como todos los extranjeros que vienen a este puerto.

—Voy a Italia, a Tarento.

—¿Para qué?

—Soy mercader —mentí—. He de hacer allí unos negocios.

—¡Qué embustero! —me espetó con falso enojo—. Sigues pensando que soy tonta. Vas a España. Eres un español que regresa a su tierra. Todo el mundo sabe eso en Pylos.

Me dio un vuelco el corazón. Le miré fijamente a los ojos para descubrir si me decía la verdad.

—¡Eso no es cierto! —le exclamé—. ¡Soy turco y muy turco! No hay más dios que Alá y Mahoma es su profeta.

—Pues no decías esas cosas la noche que te emborrachaste. Hablabas como un cristiano, en lengua española, y cantaste canciones de España. A mí no tienes por qué engañarme. Yo soy cristiana, aunque griega. Aquí mandan los turcos, pero hay muchos cristianos…

—He dicho que no soy cristiano y basta.

—Sí, sí lo eres. Se te nota demasiado. Pasan por este puerto muchos cristianos que se fingen turcos y muchos turcos que se fingen cristianos. Pero todo el mundo sabe que mienten para poder hacer sus negocios y para poder viajar sin problemas. La gente del Peloponeso vivimos en el medio y sabemos muy bien quién es quién en todo este lío de cristianos y musulmanes.

Me di cuenta de que era mucho más lista de lo que había pensado. Como ella misma me explicaba, los griegos eran gentes que vivían en un territorio de paso, acostumbrados al transitar de los ejércitos, de los mercaderes y de los viajeros de diversas tierras. Sabían reconocer perfectamente por su acento y rasgos a los súbditos de los diferentes reinos. Me sentí descubierto y me aterroricé al presentir que alguien pudiera haber sospechado cuál era mi verdadero oficio. Temí que me entregasen a las autoridades turcas del puerto.

—Para que veas que soy muy turco —dije sacando el salvoconducto con los sellos del Sultán—, mira esto.

La muchacha observó atentamente el pliego con los sellos. No sabía leer, pero se quedó asombrada al ver las letras turcas y el lacre con la divisa del Gran Turco.

—¡Ah, eres un hombre importante! —exclamó entrelazando los dedos sobre su pecho—. ¡Lo sabía! ¡Sabía que no eras alguien vulgar!

Me rodeó el cuello con los brazos y comenzó a besarme frenéticamente. El corazón le palpitaba por la emoción y sentí su ardiente piel apretarse contra la mía. Desde luego, aquella nada inocente muchacha había aprendido mucho de su interesado tío.

—Vaya, parece que ahora te gusto más —comenté.

—¡Mucho, muchísimo me gustas, guapo! —exclamaba con voz cantarína—. ¡Siempre me gustaste, pero ahora puedo estar segura de que no eres un muerto de hambre! No estaba yo en condiciones de desperdiciar aquel cariño y me convencí a mí mismo de que ella obraba con sinceridad. Consideré que me correspondía un momento feliz por todo lo que había sufrido. Me las arreglé para deshacerme de su vestido y disfruté cuando tuve su cuerpo sin que opusiera ya la más mínima resistencia. Entonces agradecí en mi interior que los sellos del Gran Turco me hubieran servido al menos para obtener los favores de aquella bellísima muchacha.

El cielo azul resplandecía entre el oscuro verdor del pino y nos envolvía una limpia luz mañanera en la soledad del suave montículo de arena. A nuestro lado, crecían plantas de flores amarillas y llegaba desde el mar una suave brisa de otoño que traía aromas salinos. Por un momento, volvía a ser feliz y gocé plenamente al sentirme libre en ese lugar.