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Pasó el mes de agosto y avanzaba septiembre sin que Efigenio Lambrinos se determinase a enviar sus barcos a Italia. Mi paciencia se agotaba. Por mucho que Pantoja me hubiera repetido que debía permanecer siempre en calma, olvidé sus consejos y empecé a obrar con impulsividad. Se me hacía que estaba desperdiciando un tiempo precioso y que las informaciones que debía llevar a la Cristiandad no admitían mayor demora. Si la flota turca tenía dispuesta su empresa contra la isla de Malta para el mes de marzo, cada día que pasaba me parecía que aumentaban los peligros para la causa del Rey católico y que decrecían las oportunidades de éste para hacerles frente.

Fui a las oficinas de Lambrinos y estallé finalmente en un furioso ataque de ira:

—¡Quiero ver inmediatamente a vuestro amo! —les grité a los escribientes.

—Eh, amigo, ¿qué te sucede? —contestó el jefe de las oficinas, que ya estaba acostumbrado a mis impacientes quejas de cada día.

—¡Pasan los días y los barcos no se mueven! ¿Es que voy a pasarme la vida en este dichoso puerto?

—Ten calma, señor. Nuestro amo necesita tiempo para reunir el dinero y las mercancías. No podemos hacer el viaje para media docena de pasajeros.

—¿Más tiempo? Me asegurasteis que saldríamos a primeros de mes; ¡avanza septiembre y todo sigue igual!

—¿Qué voces son éstas? —apareció por allí Efigenio Lambrinos, que escuchó el escándalo desde su vivienda que estaba en el piso alto.

—¡He pagado doscientos escudos para un viaje que no acaba de llevarme a Tarento! —grité—. ¡Estoy harto de esperar!

Lambrinos me miró con ojos desafiantes. Contestó:

—No es por mi culpa. No puedo mandar mis barcos para llevarte a ti y a cuatro más. Es un viaje muy peligroso y necesito tiempo para prepararlo. Hay que contratar hombres que nos custodien, armas, cañones y municiones.

—Lo sé. Pero pasa el tiempo y no veo que la cosa prospere.

—Amigo, no te sulfures. Hay problemas, los turcos preparan algo en Constantinopla y por eso no llegan los barcos.

—¿Algo? ¿Qué algo?

—No lo sabemos. ¿Quién puede conocer lo que pasa por la cabeza del Gran Turco? Sólo hay noticias de que la flota de Piali Bajá hace preparativos. La gente tiene miedo.

Lo que me dijo Lambrinos terminó de exasperarme. Los rumores de la empresa del turco empezaban a correr y supuse que en la parte cristiana habría inquietud. Los detalles que yo guardaba en mi cabeza debían llegar cuanto antes al conocimiento del Rey católico para que pudieran hacerse los aparatos de guerra necesarios en Malta y enviar los refuerzos con tiempo. Reflexioné sobre todo esto en unos instantes y obré lanzado por el impulso de mis nervios.

—¡No puedo esperar más! —grité—. Si tú no puedes pasarme a Italia, buscaré la manera de ir por mi cuenta.

—¡Es muy peligroso, amigo! —exclamó Lambrinos llevándose las manos a la cabeza—. ¿No te explicó mi socio Pantoja lo que puede sucederte? Hay cientos de piratas aguardando a que incautos como tú se aventuren a hacer la travesía. Sólo yo puedo pasar gente a la parte cristiana con seguridad.

—¡Pues no puedo esperar más! —grité.

El mercader se puso muy serio. Me miró con una feroz mirada que me traspasó. Echó mano a la bolsa que llevaba en el cinto y extrajo doscientos escudos que arrojó con brusquedad sobre la mesa.

—¡Haz lo que te dé la gana! —me espetó—. Lo siento por mi amigo Pantoja, que me recomendó severamente que cuidara de ti en este viaje. No le podré hacer el favor.

Recogí el dinero. Las caras de todos los escribientes, que estaban muy atentos, me decían que era una gran temeridad renunciar a la protección de Lambrinos. Recapacité. Devolví las monedas al mercader y le dije:

—Aguardaré dos semanas más. Si pasado ese tiempo no puedes llevarme, veré la manera de ir por mi cuenta y riesgo.

Aquella noche me emborraché. Bebí desde muy temprano y a la caída de la tarde enloquecí como si me poseyera el espíritu de otra persona. Sólo una idea fija estaba en mi cabeza y ya no podía sujetarme. Deseaba estar con Eladia. Fui a la taberna de su tío e hice allí todas las tonterías propias del más imprudente de los espías: canté canciones españolas, bailé la pavana delante de todo el mundo y recité poemas que hablaban de mi tierra. Me rodeó una barahúnda de curiosos y aprovechados a los que invité una y otra vez embriagado por su adulación.

En un determinado momento, envalentonado por la efusión del vino, me fui al tabernero y le dije:

—Que salga la moza, que le quiero cantar una copla.

Como no me obedeciera él, sino que se lo tomó a mucha guasa, deposité en el mostrador cincuenta escudos. Abrió un ojo como un queso y corrió a buscar a su sobrina. La encontró enseguida por hallarse ella tras las cortinas.

Me pareció la más bella criatura del universo. Supuse que se había arreglado para mí, con el cabello recogido, y un bonito collar de rojo coral en el cuello, que hacía juego con los zarcillos que relucían a ambos lados de su preciosa cara. Sus ojos verdes eran picaros y ensoñadores a la vez. Como si me hubieran privado de la razón mediante un hechizo, desdeñé el futuro y me sentí dueño absoluto del presente. Quería aprovechar aquel momento. Al fin y al cabo, sentía que pronto estaría en España. Parecióme que todas mis penalidades pasadas se evaporaban.

Como si me dispusiera a cortejar a una dama española, le canté una canción que sólo yo comprendía:

El cielo me ha bendecido con el rostro de mi amada, por haberla conocido cuando solo y triste andaba…

La gente nos rodeaba y aplaudía. Algunos me empujaban maliciosamente hacia ella. El tabernero se enfureció y empezó a gritar:

—¡Fuera todo el mundo! ¡Se acabó la fiesta!

Salimos al exterior de la taberna. El mar estaba rojo como sangre hacia poniente. El último sol de la tarde se reflejaba en la frente de Eladia y su piel parecía más dorada aún. El vientecillo fresco agitaba su vestido azul.

—¡Fuera! ¡A la calle! —se desgañitaba su tío tratando de deshacerse de los borrachos que reclamaban un postrero vaso de vino.

Cuando se marcharon todos en busca de otra taberna, se hizo un silencio muy grande. Yo estaba tan borracho que ya no acertaba a tocar nada con el laúd, pero traté de cantar algo.

—¡Calla, estúpido! —me gritó el tabernero—. ¿No ves que regresarán todos ésos si oyen jaleo? ¡Con lo que me costó echarlos!

Eladia me cogió de la mano y volvimos al interior de la taberna. La luz de las velas y el silencio creaban un ambiente muy íntimo.

—Trae vino —pedí.

—¡Se acabó el vino! —dijo el tabernero—. Se deben varias rondas y, además, estás ya muy borracho.

Le arrojé un par de escudos. Eladia vio de dónde los sacaba y se puso a registrarme.

—¡Eh! ¡Estáte quieta! ¡Me haces cosquillas! —protesté.

Iniciamos un forcejeo que terminó en un largo beso. Ella se aferraba a mí ardientemente y yo recorría su cuerpo llevado por un frenético deseo. Por encima de sus hombros, vi cómo el tabernero se escabullía por detrás de las cortinas. Quedamos solos los dos.

—Vamos a la arena del mar —propuso ella.

Salimos de nuevo al exterior y anduvimos en dirección a la playa. Mi euforia se había disipado y ahora todo daba vueltas a mi alrededor.

—¡Qué borracho estás, guapo! —exclamaba ella—. ¡Qué fastidio! ¿Adonde vamos así?

Vomité varias veces por el camino. Mis sueños de felicidad de hacía un rato se convirtieron en una pesadilla.

—¡Ay, qué malo estoy! —me quejaba.

Eladia me condujo hasta un lugar donde la arena estaba aún caliente por el sol de todo el día. Nos tumbamos. Ella se echó a mi lado y me abrazó. Me quedé profundamente dormido.

Me despertó la intensa luz de la mañana. Estaba solo en mitad de la playa con la boca seca y tiritando de frío. De momento, no recordaba nada; ni por qué motivo estaba allí ni lo que me había sucedido el día anterior. Luego empecé a acordarme poco a poco. Los remordimientos se apoderaron de mí. Me sentía ridículo y atemorizado por la sospecha de haber revelado algo de mi secreto.

Me palpé la faltriquera y descubrí que la bolsa del dinero estaba casi vacía. Apenas me quedaban unos cuantos escudos. No recordaba haber gastado tanto, a pesar de que derroché mucho en mi borrachera. Entonces comprendí que Eladia me había robado.

Regresé a la taberna como una fiera y le grité a la cara a la bella muchacha que era una ladrona. Enseguida salió su tío con todos sus hijos y esclavos y me echaron a la calle.

—¡El dinero lo gastaste tú! —rugía el tabernero—. ¡Estúpido borracho! ¡No vengas a pedir cuentas! ¡A ver si ahora voy a llamar a la justicia!

Temí que la cosa se pusiera fea y verme metido en un lío. De manera que decidí olvidarme del asunto y desaparecer cuanto antes.

Pasé un día horrible, amargado a causa de la gran resaca y de los remordimientos por haber puesto en peligro mi misión de manera tan inconsciente. Sólo me consolaba el hecho de que no perdí todo el dinero, pues tuve la precaución de haber guardado a buen recaudo algunos escudos en la fonda. Pero ahora tenía lo justo para aguantar apenas las dos semanas que le había dado a Lambrinos como término de mi estancia en Pylos.