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Salimos de Estambul con tres barcos y en Marruecos se nos unió otro. Formábamos una pequeña flota. Dos navíos pertenecían a Melquíades de Pantoja, el tercero a un socio suyo veneciano y el cuarto era una galera de guerra propiedad de Ferrat Bey que servía para darnos custodia en tan largo y aventurado viaje. Se trataba de una travesía comercial en la que se aprovechaba tanto la ida como la vuelta. En el trayecto hasta Grecia se iban dejando mercancías provenientes de Asia, sedas y especias sobre todo, en los puertos donde se recalaba: Gallípoli, Lemnos, Quíos, Atenas y Pylos. En el regreso, se transportaba preferentemente vino y aceite. Era un negocio bien pensado que venían realizando generaciones de mercaderes durante siglos. Pantoja y sus socios eran expertos. Todo estaba planeado hasta el último detalle; los contactos, los itinerarios, las demoras y los posibles inconvenientes. Cada verano repetían idéntica empresa en las mismas fechas y para ellos era una rutina anual. Los recaudadores de impuestos subían a los barcos con la familiaridad propia de viejos conocidos, y las autoridades que gobernaban los pasos y los puertos sabían que portábamos ricos presentes para contentarles.

La lentitud de aquel largo y entretenido viaje agotaba mi paciencia. Pasaban las semanas y veía que nos hallábamos aún muy lejos de nuestro último destino. Como viera Pantoja que mis ansiedades me agitaban, me decía:

—Disfruta de la travesía, querido amigo. Ahora eres un hombre libre. Si padeciste con paciencia los largos años de cautiverio, ¿por qué sufres ahora que tienes libertad para viajar y ver el mundo?

—Precisamente por eso. ¡Ah, cuánto deseo llegar a mi amada tierra!

—Llegarás, amigo, y el Rey premiará tu lealtad.

Pero no tenía él prisa alguna por alcanzarme la manera de cumplir mi misión. Avanzó el mes de julio y estábamos aún en Atenas, donde nos detuvimos a esperar a que su socio cerrase no sé qué negocios en cuyas conversaciones se entretenían unos y otros mientras pasaban los días.

—Pantoja, ¡por Dios bendito!, que se perderá la ocasión de hacer beneficio a la causa cristiana —le dije una mañana en privado, aprovechando que ambos fuimos solos a comer a una taberna.

—Debo hacer las cosas a mi manera —contestó él sin inmutarse.

—¿A tu manera? ¿Pero no te das cuenta de que se puede echar todo a perder? Cuanto antes lleguen las noticias al Rey católico mayor beneficio se hará a la causa.

—No ganaremos nada con las prisas. Es a final del verano cuando esperan el aviso en Napóles.

—¡Por los clavos de Cristo! ¿No ves que me quema por dentro lo que sé? —me exasperé.

—Ya lo sé. Pero no podemos hacer nada. Yo he de obrar con la naturalidad propia de quien hace un oficio. No debo despertar sospechas ni en mi socio ni en la gente de Ferrat Bey.

—¿No está Ferrat Bey de nuestro lado?

—Sí y no —contestó para sorpresa mía.

—¿Qué quieres decir?

—Mira, Monroy, esto de la conjura es algo muy cornplicado, como habrás podido comprobar desde que estás en ello. Cada pieza tiene su propio cometido y no debe sobrepasar sus funciones. Mi oficio consiste en llevarte a donde me han mandado. No puedo alterar el orden de las cosas. Me dijeron que debías estar en Pylos en septiembre a lo más tardar y es eso lo que voy a hacer; te llevaré a tu destino, como un día te llevé a presencia de Santa Croce. Lo demás le corresponde a quien está preparado para ello. Y tampoco Ferrat Bey debe hacer más de lo que le toca.

—¿Entonces? ¿Cuál es la función de Ferrat Bey? Me pusisteis en contacto con él y con su servidor Semseddin y aún no sé el porqué.

Se me quedó mirando con una expresión rara. Era Pantoja un hombre tranquilo que jamás se alteraba. Bebió un trago de vino y luego respondió:

—¿Y qué importa ahora eso? Ya sabes cuál es tu misión y lo que debes hacer a partir de este momento. ¿Por qué quieres saber cosas de atrás?

—Tengo curiosidad. Tengo derecho a saberlo. ¡Me he jugado la vida!

Volvió a quedarse en silencio, meditabundo ahora. Bebió de nuevo, llenó las copas, y habló pausadamente.

—Ferrat Bey y Semseddin despejaron tu camino de todos los obstáculos. Ellos facilitaron tu salida de la casa de Dromux, ellos te pusieron en manos del nisanji, ellos cuidaron de que nada diera al traste con tu veloz progreso…

—Ellos mataron a Yusuf y a una mujer a la que amé —dije con gran tristeza.

Entrelazó los dedos y apretó los labios. Asintió con un movimiento de cabeza.

—Alguien debía hacerlo —dijo—. Parece que no te has enterado aún de que cada uno de nosotros es sólo el eslabón de una larga cadena, gracias a la cual el Rey católico podrá vencer a sus enemigos. Si alguien falla, la cadena no se romperá; siempre habrá un eslabón nuevo para reemplazar al que no sirve.

—¿Y cuál es el eslabón siguiente? Es decir, ¿a quién deberé yo confiarme cuando llegue a mi destino?

—Ya lo sabrás. Pero es necesario que no olvides un nombre: Juan María Renzo de San Remo. ¿Lo recuerdas?

—Sí. Se trata del comisario que envió el virrey de Nápoles para darnos instrucciones. Le conocí en la fonda del judío Abel hace más de un año, cuando estaba yo recién hecho turco.

—El mismo. Si tienes algún problema, trata de ponerte en contacto con él. Bastará con que le des como referencia los nombres de tres miembros de la conjura y él te sacará del apuro. Pero recuerda siempre que jamás deberás revelar los datos que llevas en la memoria, pase lo que pase, si no es al comisario Juan María Renzo, al virrey de Nápoles o al mismísimo Rey. Nadie más en el mundo debe saber que la conjura existe o nuestras cabezas no valdrán nada.

—Ya he jurado eso más de una decena de veces —observé.

—Pues te repetiré algo más; algo importantísimo que tampoco puedes olvidar: antes de llegar a tierra de cristianos, destruye el salvoconducto que te dio Simgam. Ninguno de nosotros debe portar documentos que puedan comprometernos.

—También sé eso. Descuida; me desharé del papel antes de pisar tierra cristiana.

Tantos días de viaje dan muchas oportunidades para charlar largo y tendido. Pantoja y yo conversábamos con frecuencia a bordo del barco y durante las horas de descanso en los puertos, cuando los mercados permanecían cerrados y no se podía hacer mejor cosa que dedicarse a matar el tiempo en las tabernas. Su gran experiencia como hombre de mundo y su serenidad me ayudaron mucho. Vivía él entregado únicamente al presente como si el día siguiente no existiera y disfrutaba de la existencia sin preocuparse de nada más, a pesar de estar dedicado al peligroso oficio de espiar a turcos. Pero, a pesar de sus sabios consejos, no lograba yo moderar mi impaciencia.

Atenas era calurosa y polvorienta, pero sus cielos intensamente azules, las blancas ruinas de los templos antiguos y el bello puerto del Pireo dejaban en el alma una impresión imborrable. Aunque lo mejor eran sus tabernas, el dulce vino de Corinto y sus gentes cantarinas. Siempre recordaré aquellas mujeres de blanca piel y oscuros cabellos que tenían prendido en los ojos todo el amor que luego derramaban a raudales.