42

Unos ligeros golpes en la puerta me despertaron cuando al fin conseguí conciliar el sueño, despues de una larga noche de cavilaciones y temores. Me levanté de un salto y abrí. Era Simgam que venía a buscarme trayendo una vela encendida en la mano, pues aún no había amanecido.

—Lía un hato con lo necesario —dijo—, te vas de viaje.

—¿Eh? ¿De viaje? ¿Adonde?

—¡Chist! No preguntes nada y obedece a lo que te digo.

Como me quedara yo pasmado, se enojó mucho:

—¡Vamos! ¿Estás sordo? Reúne algo de ropa y sígueme.

Ante su apremiante presencia, recogí mis escasas pertenencias y las lié en una manta. Cuando me disponía a salir, me dijo:

—El dinero también. ¿No tienes dinero?

—Algo tengo.

—Pues cógelo, que habrás de necesitarlo todo.

—Lo tengo escondido en el jardín —observé.

—Pues anda a por ello. ¡Y date prisa!

Corrí hasta el lugar donde tenía enterrado un saquito de cuero con los escudos que me quedaban de los cuatrocientos que me dio Aurelio de Santa Croce —poco más de la mitad—, más algunos aspros turcos que había ido reuniendo por mi cuenta. Me guardé todo en las faltriqueras y regresé presto al interior. El secretario me aguardaba al comienzo del largo pasillo que recorría el palacio de parte a parte.

—¿Tienes ya todas tus pertenencias? —me preguntó.

—Está todo.

—Pues, andando.

Me eché el hato al hombro y le seguí hacia la salida. En la calle, delante de la puerta, nos esperaban dos criados con nuestras mulas. Los guardias estaban en sus puestos de vigilancia, como siempre, y nos saludaron cordialmente. También salieron algunos lacayos, el ropero del nisanji, Vasif, y el viejo mayordomo sordo. Todos me abrazaron, se despidieron de mí e incluso derramaron algunas lágrimas.

—Echaremos de menos tu música —decían—. ¡Que tengas suerte! ¡Que Alá el Defensor te proteja! No te olvides de nosotros…

Estaba yo mudo, sumido en mi confusión, y me turbé mucho por estas muestras de cariño.

—¡Vamos, que hay prisa! —apremió el secretario.

Montamos en las mulas y emprendimos solos la cuesta abajo, en la dirección del Cuerno de Oro. A esa hora comenzaba ya a amanecer y el cielo se veía violáceo a lo lejos, entre los cipreses negros. Los gallos cantaban y las golondrinas abandonaban sus nidos de barro en los tejados, para entregarse a sus veloces vuelos de madrugada.

—¿No vas a decirme adonde vamos? —le pregunté a Simgam.

—Ahora no. A su tiempo lo sabrás —contestó rotundo.

Llegamos al embarcadero de Eminonü y dejó el secretario las mulas a un muchacho que se ganaba la vida custodiando las cabalgaduras de los que cruzaban a la parte de Calata. Atravesamos el Cuerno de Oro en un caique. No bien habíamos desembarcado, cuando Simgam me tomó por el antebrazo y me llevó a un lugar apartado del atarazanal, donde trabajaban bulliciosos los pescadores que llegaban a los muelles trayendo su pesca, y los mercados exhibían ya los mostradores desplegando el vistoso espectáculo de los peces capturados durante la noche. Allí, en medio de tanto alboroto, el secretario me dijo con voz muy clara:

—Malta, será Malta. Saldrá la armada en el mes de marzo de los cristianos, con doscientas galeras bajo el mando del kapudán Piali Bajá, llevando a bordo seis mil jenízaros, ocho mil spais y municiones y bastimentos para medio año. Se hará la escala en el puerto de Pylos, donde acudirán a unirse con sus flotas el beylerbey de Argel Salí Bajá y Dragut con sus corsarios. Si se gana Malta, que es lo esperado, después será Sicilia, luego Italia y más tarde lo que venga a la mano. A ver, ahora repítelo todo en el mismo orden —me pidió.

Tan nervioso me puse que era incapaz de articular palabra.

—¿Por qué me dices a mí todo eso? —le pregunté desde mi total desconcierto.

—¡Repite lo que te acabo de desvelar! —gritó con los ojos fuera de las órbitas.

—Ya… ya no me acuerdo —balbucí—. Sólo sé lo de que será Malta.

Repitió de nuevo toda la información, palabra por palabra, en el mismo orden. Cuando hubo concluido, hice yo un gran esfuerzo por recordarlo sin olvidar nada.

—Malta, será Malta. Saldrá la armada en el mes de marzo, con doscientas galeras…

—¡En el mes de marzo de los cristianos! —corrigió él.

—Hombre, eso se sobreentiende.

—No se sobreentiende nada. Repite todo tal y como yo te lo he dicho.

Durante un rato, estuve memorizando la parrafada y él enmendándome cada vez que erraba. Hasta que se lo repetí completo cinco veces seguidas.

—Muy bien —dijo—. Ahora he de explicarte todo lo demás.

Lentamente y con voz muy clara, después de asegurarse de que nadie estaba pendiente de nuestra conversación, Simgam me desveló el porqué de todo aquello que tan extrañado me tenía. Me contó cómo había estado en contacto con Santa Croce desde que era yo cautivo de Dromux Bajá, que convenció él a Ferrat Bey primero para que me llevase a casa del nisanji y después a éste para que me comprase cuando mi primer amo fue ajusticiado. También se las ideó el secretario para que no me diera cuenta de lo que tramaba, pues no confiaba plenamente en que pudiera cumplir yo con el cometido tan difícil que me correspondía. Luego se percató de que andaba espiando por mi cuenta y temió que cometiera alguna imprudencia.

—¿Qué había de hacer yo, sino espiar? —le dije. ¿No era ése el oficio que me encomendaron en la conjura?

—Has resultado ser más intrépido de lo que supusimos. En principio, tu única misión era la de hacer de enlace. Con el tiempo, Santa Croce iría decidiendo lo que se te encomendaría. Luego resolvió que serías el encargado de tener la información final.

—Lo que no comprendo es por qué no me lo contaste desde un principio —observé—. ¿Por qué no me dijiste que eras un conjurado? Todo hubiera sido más fácil… —¡Ah, así es la conjura! Una buena organización de espías es como una madeja compuesta por diferentes hilos, pero tan liada que nadie pueda tejer nada con ella, salvo el jefe, que como cabeza conoce cada nudo y cada vuelta. Yo no sabía si podía confiar plenamente en ti. Y lo más oportuno era que tú obrases por tu cuenta. Así, en el caso de que te hubieran descubierto, no habrías desvelado mi nombre cuando te hubieran sometido a crueles tormentos.

—¿Y si me hubieran descubierto? —le pregunté atónito—. ¿Qué hubieras hecho si me hubieran descubierto? —Habría dejado que te atormentasen y que te cortaran luego la cabeza. La conjura está por encima de cualquiera de nosotros.

—Comprendo. Es muy triste, pero comprensible.

Simgam me abrazó y luego derramó algunas lágrimas.

—Eres un gran músico —me dijo— y un maravilloso poeta. Hubiera sentido mucho tu muerte.

—¿Qué es lo que he de hacer ahora? —pregunté impacienta—. Me has dado toda esa información tan valiosa y no sé a quién he de transmitírsela.

—Irás a España—contestó poniéndome las manos en los hombros. —¡Oh, Dios!

—Sí. Regresarás a tu amada tierra. Tú serás el encargado de pasar el aviso a las gentes del Rey católico. Dentro de un momento te harás a la mar en el barco de Melquíades de Pantoja. Esa información que llevas escrita en la memoria se aguarda con ansiedad en Nápoles.

Empecé a temblar por la emoción y caí de rodillas al sentir que se aflojaban mis fuerzas. Oré en mi interior dando gracias a Dios por aquella noticia tan inesperada.

—Vamos —me dijo Simgam, sujetándome con sus huesudos dedos de anciano—. Hemos de darnos prisa. Pantoja y Santa Croce nos esperan en el embarcadero de los mercaderes venecianos.

—¿Qué harás tú? —le pregunté.

—Yo soy un viejo que apenas espera ya nada de esta vida engañosa —respondió—. Seguiré al servicio del nisanji y procuraré servirle fielmente mientras pueda, para resarcirle de los muchos bebedizos que le he dado últimamente y que casi le han vuelto loco.

—¿Por qué has hecho todo esto? ¿Por qué espías a los turcos? ¿No eres tú uno de ellos? ¿Por qué perjudicas al Gran Turco y engañas a tu amo?

—Por puro resentimiento —contestó con un amargo rictus—. Porque su dominio es el más tirano y diabólico del mundo. Yo nací en Armenia en una familia de viejos cristianos que jamás hicieron mal a nadie. Eramos campesinos de las montañas; gente temerosa de Dios y entregada a sus tradiciones. Fui esclavo desde niño. Me arrancaron de los brazos de mis padres y me enseñaron una nueva religión, un oficio y otras costumbres extrañas a las de mi pueblo. A diferencia de muchos otros, nunca olvidé quién soy. Cuando mi primer amo me vendió al gobernador de Karamania, que era por entonces Mehmet Bajá, resolví en mi interior buscar la oportunidad de vengar algún día tanto mal como me causaron en la infancia. Luego resultó ser mi nuevo dueño un buen hombre al que serví en paz. Pero con el tiempo le nombraron nisanji y yo era su secretario. He conocido muchos secretos en estos largos años, los cuales he pasado siempre que he podido a los enemigos del Gran Turco.

—Entonces… ¿no eres musulmán? ¿Eres cristiano?

—No sé lo que soy. Supongo que algo de musulmán y algo de cristiano se mezclan en mí.

—¿Es posible eso?

—¿Qué más da? Creo en Dios. Él no es propiedad de nadie. Eso es algo que aprendí de Mehmet Bajá y de los poetas sufís.

—Sigo sin entender por qué espías al Gran Turco. Si lo hicieras por dinero tal vez lo comprendería.

—Hay cosas que se hacen y ni uno mismo sabe por qué.

Caminábamos hacia el embarcadero de los venecianos, que estaba al final del puerto, en la punta donde se unían el Cuerno de Oro y el Bosforo. Iba yo hecho un mar de dudas, pues no terminaba de comprender cuanto me sucedía de manera tan súbita.

—Ahí está Santa Croce —señaló Simgam—. Hemos de despedirnos aquí mismo. Toma este salvoconducto —dijo entregándome un documento enrollado—. Te permitirá salir del territorio turco. No olvides destruirlo antes de entrar en los reinos cristianos.

El jefe de los espías estaba junto a la puerta del almacén de Pantoja e hizo un ligero movimiento de saludo con la mano al vernos. Varios navíos permanecían anclados allí delante. Los esclavos y los marineros subían y bajaban por las pasarelas acarreando pertrechos. En el muelle se amontonaban los fardos y una frenética actividad llenaba el aire de voces y ruidos.

De repente, volví la cabeza hacia un lado y reparé en que Simgam no caminaba junto a mí como antes. Entonces miré hacia atrás y le vi escabullirse entre el gentío con pasos rápidos. Mientras me quedaba estupefacto ante su discreta desaparición, Santa Croce se aproximó y me sujetó por el brazo.

—Vamos, Monroy —dijo—; no hay tiempo que perder.

—¿Por qué se ha marchado así? —balbucí—. No se despidió de mí…

—¿Tienes la información? —preguntó él, sin darle importancia a mi asombro.

—Malta, será Malta… —comencé a relatar.

—¡Chist! ¡Eso sólo debe estar en tu cabeza! No lo repetirás hasta que no llegues a tierra cristiana. Recuérdalo todo bien, punto por punto, sin olvidar nada. Ni siquiera a Pantoja deberás revelárselo por el camino. Si los turcos llegasen a sospechar, cualquiera que conociera el secreto podría ser obligado a hablar mediante tormento. Por eso, es mejor que sólo una persona lo sepa. Así habrá una única posibilidad de fracasar.

—¡Todo el mundo a bordo! ¡Zarpamos! —se oyó gritar.

—Es la hora —dijo Santa Croce—. Sube al barco. Pantoja ya debe de estar a bordo.

—No sé cómo podré agradecer toda esta confianza que se ha puesto en mi persona.

—Agradécelo a Dios. Él te bendijo con unos dones que han sido los más oportunos para esta misión. ¡Que Él te ayude a llevar a buen término lo que empezaste con tanta fortuna!

—Aún no sé qué he de hacer a partir de este momento—dije.

—Pantoja es el encargado de darte las últimas instrucciones. ¡Vamos, sube a bordo!

En la cubierta del navío, Pantoja me recibió con una sonrisa que delataba su gran satisfacción por verme allí.

—Es un largo trayecto —dijo—. ¿Tienes el documento?

—Simgam me dio esto —respondí extendiendo el papel que llevaba enrollado.

Lo observó con atención y luego dijo:

—Perfecto. Es más que suficiente. Ya sabes que debes deshacerte de él antes de llegar a territorio cristiano. Si la gente del Rey católico descubriera en tu poder un salvoconducto con los sellos del Gran Turco, te tomarían inmediatamente por un renegado y lo pasarías muy mal.

—Comprendo.

—Bien. Es hora de zarpar. ¡Levad anclas! —gritó al maestre del barco.

Enseguida se dieron las órdenes oportunas. Se soltaron las maromas y la cadena del ancla rugió metálica mente al correr para enrollarse en el torno. Los galeotes alinearon los remos y se aprestaron para la maniobra. Los marineros corrían cada uno a su puesto y el timonel permanecía pendiente del maestre.

Vi a Santa Croce abajo, sobre el muelle, santiguándose tres veces. Hice lo mismo. También Pantoja se santiguó a mi lado. El jefe de los espías alzó la mano en un adiós mudo que agitó mi pecho.

Con grandes paladas, los remeros hicieron que el navío comenzase a abandonar velozmente el puerto. Llevábamos izada la bandera turquesa. Los pescadores y los barqueros de los caiques nos saludaban. Atrás se iba quedando el puerto y Santa Croce nos observaba muy quieto con su mano elevada, haciéndose cada vez más menudo.

Constantinopla, como dos abigarradas ciudades partidas por el Cuerno de Oro, se desplegaba ante mis ojos con toda su grandeza. El palacio de Topkapi resplandecía en la Punta del Serrallo y Calata exhibía su majestuosa Torre de los Genoveses frente a él. Miles de embarcaciones de todos los tamaños surcaban las aguas de plata.

Me embargó un llanto incontrolable y las lágrimas recorrieron mi cara hasta los labios, donde las sentí saladas. Era como si una vasija se resquebrajara dentro de mí y el alma se me expandiera en mil pedazos. Lloraba de dolor y felicidad a la vez; por los miedos acumulados, por la rabia, el placer, la angustia, la dicha…; por la libertad.