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Cuando Simgam me dijo que debía hablar en privado conmigo, tenía tal preocupación gravada en el rostro que supe enseguida que algo muy grave estaba sucediendo. Hacía dos días que no se veía al nisanji en parte alguna y, por ser sábado, debíamos ir a la sesión del Consejo en la Sublime Puerta.

—Vayamos a los despachos —me dijo el secretario—; no quiero que nadie escuche lo que he de decirte.

Mientras íbamos por el pasillo, me dio por pensar que tal vez había descubierto la falta de los documentos que extravié, y me dispuse a fingir sorpresa e ignorancia sobre ese hecho si me preguntaba. Ya en los despachos, el secretario cerró bien las puertas y ventanas, se me quedó mirando con unos ojos que reflejaban gran desconcierto y dijo:

—Ah, Alí, querido Alí, necesito descargar mi corazón en alguien de confianza.

No comprendí de momento lo que quería decirme. Le vi derrumbarse y deshacerse en lágrimas.

—Confía en mí —le dije—. ¿Qué sucede?

—¡Oh, Alá el Compasivo, apiádate de nosotros! —exclamó.

—Habla, Simgam, dime lo que está pasando.

—Nuestro amo el nisanji ha enloquecido —respondió aferrándose a mis ropas con crispados dedos—. ¡Es terrible! Sólo dice cosas absurdas y no es consciente siquiera de que esta mañana debe ir a la Puerta.

Tal y como yo había supuesto, el nisanji tenía perdida la razón. Ya hacía tiempo que observaba en él actitudes extrañas. Desde que le conocí, me pareció que no era un hombre cuerdo del todo, aunque achaqué sus raras reacciones a su ser místico y reconcentrado. Pero resultaba demasiado evidente que el secretario privado era quien asumía en realidad las tareas del guardián de los sellos del Sultán, mientras nuestro amo vivía sumido en sus delirios poéticos.

—Si quieres —dije—, puedo ir a la Puerta y comunicar que el nisanji está indispuesto. Cualquiera puede enfermar repentinamente…

—¡No, no, no…! Eso supondría poner sobre aviso a los visires. Hemos de actuar como si nada de particular sucediera… ¿No comprendes lo peligrosa que es esta situación para nosotros? Si descubren que Mehmet Bajá es inservible para su cargo, el Sultán nombrará a un nuevo nisanji y… ¡Oh, Alá el Misericordioso! Y tú y yo, como todos los esclavos de esta casa, quedaremos a merced de un incierto destino… ¡Ah, con lo bien que estábamos!

—¿Y qué podemos hacer, pues?

—Debes ayudarme, Alí —me suplicó angustiado—. Nadie en esta casa tiene tu lucidez y fortaleza. Hemos de trabajar juntos tú y yo como si nada sucediera a nuestro amo. No podemos faltar hoy a la Puerta; es sábado y el Consejo ha de debatir asuntos importantes. Escucha atentamente mi plan. Si actuamos con cautela, nadie se dará cuenta.

El secretario me contó lo que había ideado. Pretendía llevar al nisanji como siempre al palacio de Topkapi. Ya estaba acostumbrado a organizar esta farsa cada día, desde hacía meses, y ni yo mismo me había percatado de que el nisanji andaba despreocupado de todos sus asuntos. Aunque ahora la cosa era más complicada, pues nuestro amo estaba completamente enajenado y podía hacer algún extraño movimiento.

—Suelo darle un bebedizo —confesó Simgam—, con el cual se queda muy tranquilo y casi adormilado. Esta vez le suministraré doble ración y espero que le surta efecto. Tú irás con él en la litera y le recitarás poemas, lo cual le mantendrá contento. Ya sabes cómo le priva la poesía.

Hicimos todo como Simgam había previsto. La litera y el séquito aguardaban en la puerta del palacio como si se tratase de cualquier sábado. Vi venir al nisanji ayudado por sus lacayos. Llevaba la mirada ausente y caminaba con torpes pasos. Me acerqué a él y le pedí permiso para acompañarle en su litera recitando poemas. Como suponíamos, estuvo encantado; desplegó una sonrisa bobalicona y me dijo:

—Claro, cantor, me parece muy bien.

Subí con él a la litera y ninguno de los criados dijo nada. Entonces me di cuenta de que Simgam se había encargado ya de advertir a toda la gente de la casa de la delicada situación en que nos encontrábamos. No sólo el secretario y yo participábamos en el arriesgado plan, sino que la servidumbre entera estaba dispuesta a colaborar.

No bien habíamos llegado a las puertas del Topkapi mientras recitaba yo todo el poemario de Yunus Emre, cuando Mehmet Bajá se quedó profundamente dormido. Traté de despertarle alzando la voz y le zarandeé con cuidado. Era inútil intentar que reaccionase. El bebedizo de Simgam había surtido demasiado efector.

Avisé con discreción al secretario de lo que sucedía. Se acercó él a la litera y comprobó por sí mismo que nuestro amo no despertaría. Me miró con cara de angustia y luego le gritó a la guardia:

—¡Regresemos a casa!

De nuevo en el palacio, descargamos los documentos, los baúles de los sellos y todo el material que iba como siempre en las alforjas de las mulas camino de la Cancillería. Muy nervioso, Simgam ordenó a los criados que llevaran al nisanji a sus habitaciones y luego dijo:

—He de ir inmediatamente a la Puerta. Finalmente, no me queda más remedio que comunicar allí que nuestro amo no podrá acudir a la sesión de hoy.

Subió el secretario de nuevo a su mula y emprendió al trote la cuesta camino de Topkapi. Advirtiendo yo que la situación era muy oportuna para obtener con maña alguna ventaja en mi oficio de espía, monté en mi propia cabalgadura y fui en pos del.

Simgam entró en Topkapi y explicó a los bustanchis, los jefes de la guardia, que nuestro amo no iría y que debía comunicarlo a los visires. Nadie nos impidió pasar a las edificaciones donde se reunía el Consejo. Nos prosternamos y Simgam dio las explicaciones oportunas de nuevo. El defterdar, o jefe del tesoro, que presidía ese día la sesión, escuchó atentamente las excusas del secretario del nisanji y simplemente asintió con un movimiento de cabeza. Hicimos las reverencias oportunas y nos retiramos.

Por el camino, de regreso a casa, Simgam me dijo:

—Hoy se trataba sólo de asuntos de cuentas e impuestos. Pero mañana es el día dedicado a las cartas que se envían a las gobernaciones y el gran visir estará presente. Lo intentaré de nuevo poniendo en el bebedizo dosis menor de hierbas del sueño.