Tanta era mi desolación por el desprecio y el mal recibimiento que me hiciera don Alvaro de Sande, a quien tanta admiración profesaba yo, que me vine abajo de unas maneras tales que me daban ganas de dejar de ser espía y no preocuparme ya de otra cosa que no fuera organizarme la manera de escapar del cautiverio.
Cuando daba vueltas y vueltas en mi cabeza a todo esto, se me venía una idea fija que era como una obsesión: la de hacerme de un pliego de papel en blanco de las mismas dimensiones que había visto que usaban en la Cancillería para los decretos que contenían las órdenes de libertad de los cautivos del Sultán, con el fin de meterlo con disimulo entre los fajos de documentos que se presentaban cada día y ver la manera de estampar el sello correspondiente, como observaba hacer tantas veces a los secretarios. Esta maniobra me permitiría luego redactar la orden poniendo mi nombre y huir con ella para utilizarla como salvoconducto en el viaje. Era un plan aventurado, pero a medida que lo repensaba se me iba haciendo cada vez más posible.
Otras veces en cambio me daba por considerar que sería esto una cobardía muy grande así como el grave incumplimiento de los juramentos que hice de espiar para el Rey católico. En fin, estaba hecho un mar de dudas.
A todo esto, sucedió algo que vino a variar de tal manera el curso de las cosas, que parecióme ser obra de la Providencia.
Ya venía yo observando desde hacía tiempo que mi amo Mehmet Bajá estaba muy raro, demasiado meditabundo y a veces ausente. Me daba cuenta perfectamente de que esto tenía preocupado al secretario Simgam, el cual cuidaba de todo con solicitud y últimamente era él quien daba todas las órdenes con exclusividad. Cuando íbamos a la Sublime Puerta, el nisanji permanecía pensativo y poco pendiente de las tareas de su oficio, que se hacían rutinariamente y sin que él dispusiera nada en particular.
Una de aquellas noches, cuando me hallaba sumido en el duermevela que me causaban las preocupaciones, me sobresaltó de repente una luz que entró en mi alcoba.
—¡El cantor! —gritó una voz—. ¿Dónde está el cantor?
Era el viejo mayordomo sordo que venía a buscarme.
—Heme aquí—le dije.
—El amo pregunta por ti.
Seguí al lacayo por la oscuridad de los pasillos. Iba él en camisón de dormir con sus apresurados y torpes pasos de anciano, portando la lámpara de aceite que dibujaba extrañas sombras en las paredes. Me preguntaba yo para qué me querría el nisanji a esas horas de la noche y, suponiendo que tendría que ver la necesidad con mi oficio, llevé el laúd.
Mehmet Bajá estaba en los despachos, situado en el centro de la pequeña estancia donde guardaba sus libros y documentos más preciados, así como los valiosos sellos del Sultán; esto es, en el más reservado y prohibido rincón del palacio Los papeles y los poemarios le rodeaban por todas partes, extendidos en el suelo, sobre los tapices y encima de las mesas que se usaban para realizar las copias. Momentáneamente, supuse que estaría dedicado a realizar algún trabajo relativo a su cargo, pero enseguida me di cuenta de que deliraba inmerso en una especie de sopor místico, de los que le asaltaban últimamente. Tenía los ojos muy abiertos y una expresión extasiada en el rostro.
—¡Ah, Alí! —exclamó al verme—. Quiero que cantes para mí este poema ahora mismo.
Me extendió un papel que contenía una serie de versos que yo conocía bien por habérselos cantado muchas veces. Sin hacerme mayor consideración que la de cumplir al momento su deseo, templé el laúd y me dispuse a cantar.
—¡No, aquí no! —me pidió—. Quiero escucharlo en el jardín. Hace una noche espléndida.
Salimos al patio y desde allí fuimos a los jardines que estaban en la parte trasera de la casa. Iba delante él llevando la lámpara en la mano. Como suponía, me condujo hasta la palmera junto a cuyo tronco solía sentarse a meditar.
—Aquí —dijo—, cántalo aquí. ¡Por Alá, ponle todo el sentimiento! Es muy importante para mí.
Colgué la lámpara de la rama de un rosal que había al lado y me aproximé para poder ver lo que estaba escrito en el papel. Verdaderamente, hacía una noche hermosa. Eran los comienzos del verano y los grillos cantaban. Un dulce aroma de flores se desplegaba en el aire cálido y millones de estrellas brillaban en el firmamento; la luna era como una delgada y resplandeciente sonrisa, pues apenas aparecía como una fina línea curva. Mi amo alzó los ojos, entrelazó los dedos de las manos y se arrodilló dispuesto a escucharme mientras miraba la inmensidad de la bóveda celeste con expresión de felicidad.
Encantado por complacerle en aquel bello momento, canté los versos con todo el cariño. Era una maravillosa poesía de Yamal od-Din Rumi:
He muerto como materia inanimada y he renacido como planta.
He muerto como planta y he renacido como animal.
He muerto como animal y he renacido como hombre.
¿Por qué hemos de temer entonces ser disminuidos por la muerte?
Volveré a morir, como hombre, para renacer como ángel, perfecto de la cabeza a los pies.
Y de nuevo, disipándome como ángel, ¡seré lo que me ha reservado mi nacimiento humano!
Por eso, hazme no existente, porque la no existencia me lo canta en los tonos más sugestivos: «Es a El a quien volvemos».
Mehmet Bajá se arrojó de bruces al suelo. Me pareció que se entregaba a una meditación ferviente, pero pronto observé que estaba comiendo tierra.
—¡Amo, amo, qué haces! —le grité.
No me hacía caso, se revolcaba por el suelo, lamía la tierra y se abrazaba al tronco de la palmera. Entonces me di cuenta de que había enloquecido. Como me viera allí solo con él, temí que pudieran hacerme culpable si le sucedía algo malo, así que decidí ir a buscar ayuda. Corrí por la oscuridad para no dejarle a él sin la luz de la lámpara. Crucé el patio y llegué a las dependencias interiores por la parte que sólo estaba reservada al nisanji. Entonces vi la débil claridad que salía de los despachos que se habían quedado abiertos. Me dio un vuelco el corazón. Me detuve y comprobé que no había nadie por allí. Súbitamente, me asaltó la idea de entrar.
Me fui directamente hacia los estantes donde se me hacía que estarían los documentos más importantes. Cogí un fajo de papeles y estuve intentando dar con algo de interés. Se trataba únicamente de nombramientos, dignidades y títulos que el Gran Turco otorgaba en las sesiones ordinarias a través de los visires. Entonces puse toda mi atención en el baúl de los sellos. Lo abrí y no me fue difícil dar con el que tenía en mente. Preparé el lacre. En mi nerviosismo, derramé algunas gotas por el suelo y tuve que retirarlas con cuidado para no dejar indicios de mi acción. Sellé un par de pliegos de papel e incorporé los cordones correspondientes. Salí de allí dejando todo de la mejor manera que pude.
Cuando había recorrido uno de los pasillos y me disponía a ir hacia donde dormía Simgam, me arrepentí de abandonar aquella ocasión de oro. Retorné sobre mis propios pasos y entré de nuevo en los despachos. En mi intento de localizar las cartas, tuve la mala fortuna de derribar un estante haciendo un gran ruido. Entonces me atemoricé y no se me ocurrió mejor cosa que coger uno de los fajos de documentos y salir de allí con él.
Como escuchaba estrépito de pasos y voces, oculté los papeles en el hueco de una ventana y empecé a disimular gritando:
—¡Acudid! ¡El nisanji ha enloquecido! ¡Ayudadme!
Pronto me vi rodeado de criados y guardias. Les expliqué con apresuradas palabras lo que sucedía y corrimos todos hacia los jardines. Encontramos a Mehmet Bajá en el mismo lugar donde lo dejé, revolcándose bajo la palmera y echando espumarajos por la boca. De momento, nadie sabía qué hacer; hasta que llegó Simgam y dijo:
—¿Qué hacéis ahí parados? ¡Estúpidos! ¡Coged al amo!
Llevaron los criados al nisanji a su dormitorio y estuvieron atendiéndole hasta que se quedó dormido. Simgam preguntó por lo sucedido y se lo conté de la manera más favorable a mis propios intereses.
—Esa poesía de Rumi hace tiempo que le trae obsesionado —comentó el secretario con preocupación.
—¿Qué otra cosa podía hacer yo? —dije—. Él me pidió que cantara y mi obligación es obedecer sus deseos…
—Claro, claro —asintió comprensivo él—. Anda, ve a descansar. Mañana hablaremos.
Al pasar por la ventana, recogí los papeles y los oculté entre mis ropas. Ya en la alcoba, a solas, revisé cuidadosamente todos los documentos y me llevé una gran desilusión al comprobar que no había absolutamente nada de interés. Eran antiguas cartas, borradores y resoluciones de poca monta. Entonces intenté devolver el fajo a su lugar. Pero, cuando regresé a la puerta del despacho, me encontré con que ya estaba cerrada.
A mis preocupaciones de antes vino a sumarse la de que pudiera darse cuenta Simgam de que faltaba aquel legajo. No pude pegar ojo. Por la mañana muy temprano, me apresuré y salí a deshacerme del conjunto de lo robado para evitar que lo descubrieran en mi poder.