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Cada vez que acompañaba al nisanji a la Sublime Puerta, ponía toda mi atención por si podía escuchar algo que me sirviera de indicio para averiguar las intenciones del Consejo o del Sultán. Lo poco que llegaba a mis oídos, en el lugar alejado donde aguardaba en los patios a mi amo, hacía referencia a los impuestos, a las gobernaciones interiores o a las sentencias de los jueces militares. No vi ni una sola vez al Sultán ni a su gran visir. Sólo despachaban por entonces los altos funcionarios imperiales y los administradores de las diversas provincias que llegaban para rendir cuentas y aportar las recaudaciones de sus territorios. En lo que se refiere a las cartas de las que me habló Santa Croce, me resultaban absolutamente inaccesibles. No sabía ni siquiera por dónde debía empezar a buscarlas. Con este panorama, pasaban las semanas y no podía evitar cierta sensación de inutilidad en mis pesquisas.

Sucedió por entonces, casi a las puertas del verano de aquel año de 1564, que asistí en la Sublime Puerta a un acontecimiento muy feliz que después se convirtió para mí en una dolorosa afrenta. Sucedió todo como contaré de seguido.

Entre las muchas e importantes obligaciones que formaban parte del oficio de mi amo el guardián de los sellos del Sultán, estaba la de certificar con su presencia que se daba libertad a los cautivos que pertenecían por derecho al Gran Turco. Se producían esas liberaciones cuando así lo disponía por decreto el propio Solimán, porque tuviera a bien hacerlo, simplemente, o porque lo decidiera a resultas de algún negocio, como podía ser el pago del rescate de los susodichos cautivos, o que fueran cambiados por otros prisioneros turcos o que le pareciera conveniente contentar con ello a algún rey, ya fuera vasallo, aliado o enemigo suyo.

Vi muchas de estas liberaciones que seguían idéntico ritual. Los cautivos eran traídos a presencia del Consejo, el cual actuaba por mandato del Sultán. El escribano jefe leía el decreto que comenzaba siempre de la misma manera: se expresaba al principio la larga retahíla de dignidades y títulos con los que se nombraba al Gran Turco, se exponían las razones por las que se daba la orden y luego la fórmula «He ordenado que…». Como en la cabecera del documento debía figurar la cifra del Sultán, los secretarios del nisanji se encargaban de estamparla por orden de éste. Para cada tipo de decreto, ley, mandato o carta se usaba un sello determinado de los muchos que custodiaba Mehmet Bajá. El secretario Simgam decía cuál de ellos correspondía y nosotros preparábamos las tintas, el agua caliente, el tampón o los lacres, según nos indicara.

El funcionario encargado de cumplir lo decretado escuchaba atentamente la lectura del documento y luego procedía a obedecer el mandato sin demora. En el caso de que se tratara de dar libertad a un cautivo, iba con la guardia del palacio a las cárceles y comunicaba a los carceleros el deseo del Sultán. Enseguida se sacaba de allí a los presos y se les dejaba libres, otorgándoseles un billete con la divisa correspondiente que les servía de salvoconducto para que pudieran pasar allende las fronteras turquesas.

Como viera yo muchas veces realizarse este procedimiento, me lo tenía muy bien estudiado y sabía cómo era cada documento y los sellos que habían de utilizarse para que todo estuviese en correcto orden.

Uno de aquellos días que tocaba soltar cautivos, escuché con perfecta claridad que el jefe de los escribanos pronunciaba unos nombres que me eran bien conocidos: el de los caballeros españoles que fueron superiores míos en el ejército cuando el desastre de los Gelves; don Alvaro de Sande, don Sancho de Leiva y don Berenguer de Requesens. Quiso Dios que el sobresalto que me produjo oír tales apellidos no me hiciera dar un respingo o ponerme muy nervioso. Mas, por el contrario, tuve la frialdad suficiente para acercarme como si tal cosa cuando llegó el momento de estampar los sellos y comprobé con mis propios ojos que no eran imaginaciones mías, sino que, efectivamente, se iba a dar libertad a Sande y a los demás generales por orden del Sultán. Se les concedía tan preciado don para contentar al Rey de Francia que lo había rogado, según rezaba el documento, y previo pago de cuarenta mil escudos y cincuenta turcos que eran cautivos del Rey de las Españas. Como se habían pagado estas contraprestaciones puntualmente, Solimán mandaba que se les entregase la carta de libertad.

Concluyó la sesión del Consejo aquella jornada como siempre, con nuestro trabajo de poner en orden los papeles y componer los legajos que habíamos de llevarnos a la Cancillería. Salimos de Topkapi y regresamos al palacio del nisanji con el mismo orden de todos los sábados, domingos, lunes y martes, que eran los días de las reuniones.

Nada más quedar libre de mis ocupaciones, me eché a la calle a todo correr y fui a la cárcel donde suponía que se encontraban los cautivos del Sultán, que estaba a las afueras, junto a la antigua muralla bizantina. Tal y como suponía, no tuve que esperar mucho antes de que apareciera por allí el funcionario imperial con los guardias que debían dar cumplimiento a la orden de liberar a Sande, Leiva y Requesens. Entraron todos en la prisión y al cabo de un buen rato salieron después de cumplir su cometido. Desde la prudente distancia donde me hallaba yo observando con disimulo, vi llegado el momento en que los carceleros abrieron las puertas y a los tres caballeros cristianos salir y arrojarse al suelo para besarlo dando gracias al Creador, haciéndose muchas cruces en el pecho.

Para no despertar sospechas, por más ganas que tuviese yo de irme a ellos para saludarles, esperé muy quieto para ver qué hacían. Como les viera reunirse con algunos hombres que habían venido a asistirles, me puse en pos dellos y les fui siguiendo de lejos con el fin de saber el sitio adonde iban a hospedarse. Llegáronse hasta el embarcadero y se dispusieron a cruzar el Cuerno de Oro en dirección a Calata, como era de esperar. Detrás dellos, me subí yo a un caique y mandé al barquero que no les perdiera de vista.

Pisaron tierra en Pera y o un poco más tarde. Emprendieron la empinada cuesta desde las atarazanas y ya no tuve la menor duda de que irían a buscar alojamiento en la fonda del judío Abel, que era el lugar donde solían acomodarse los cristianos que estaban de paso en Estambul.

Conteniendo una vez más los deseos de encontrarme con quienes eran mis naturales jefes, esperé pacientemente a que cayera la noche para encontrar en la oscuridad mejor disimulo. Entré en las dependencias de la fonda y busqué un muchacho al que di unas monedas para que averiguase por mí en qué alcobas se hospedaban los cristianos que acababan de llegar. Cuando lo supe, fui hasta la puerta indicada y llamé hecho un manojo de nervios.

—¿Quién va? —preguntó una recia voz desde el interior.

—Un cristiano —respondí.

Se oyeron pasos en la otra parte. Me parecía un sueño que pudiera ver en unos instantes a don Alvaro de Sande, mi general y paisano. En mi mente se agolpaba todo lo que quería decirle.

Se abrió la puerta y apareció ante mí un hombre joven vestido a la manera cristiana. Me miró de arriba abajo y preguntó:

—¿Qué quieres?

—Vengo a visitar a don Alvaro de Sande.

—¿Quién eres?

—Un paisano suyo. Soy español y serví en el tercio de don Alvaro antes de lo de los Gelves donde, como su excelencia, fui hecho cautivo.

El joven se volvió hacia el interior y gritó:

—¡Es uno a guisa de moro que dice ser cristiano! ¡Pregunta por don Alvaro!

Salió don Sancho de Leiva a la puerta. Estaba ojeroso y visiblemente fatigado, vestido con ropas raídas y con la barba crecida y poco cuidada.

—¿Qué quieres de su excelencia el general? —me preguntó.

—¡Don Sancho! —exclamé—. Soy soldado, para servir a Dios, al Rey y a vuestras mercedes. Me presento: Luis María Monroy de Villalobos es mi nombre, tambor mayor del Tercio de Milán para más señas; español, de Extremadura, como su excelencia…

—Pasa. Don Alvaro está muy cansado y enfermo, pero por ser quien dices ser veré si quiere recibirte.

Entró Leyva en la alcoba de don Alvaro y salió luego para decirme:

—Su excelencia consiente en atenderte.

La alcoba era pequeña y sucia. El ambiente estaba muy cargado, a causa del bochorno y el fétido olor de las ropas, el sudor y los vómitos y excrementos que contenía un orinal que se apresuró a retirar el joven que abrió la puerta.

—Don Alvaro, aquí está el tal soldado —anunció Leiva, descorriendo una espesa cortina que separaba el lecho del resto de la estancia.

Sande estaba sentado en la cama, vestido sólo con un mugriento camisón que debía de ser blanco. Me pareció el ilustre caballero apenas un manojo de huesos. Si y a era anciano cuando yo serví a sus órdenes hacía un lustro, ahora estaba decrépito; la barba lacia y completamente blanca, los pocos cabellos muy crecidos y grasientos, la nariz larga y curvada como pico de aguilucho, los ojos hundidos en las cuencas y la piel pálida y mortecina. Se incorporó, se aferró a un bastón e hizo ademán de ponerse en pie, pero se tambaleó y volvió a dejarse caer sobre el colchón.

—¡Quieto! —exclamó Leiva—. ¡No se levante vuecencia!

Me incliné en respetuosa reverencia y me presenté diciéndole mi nombre y apellidos, mis cargos y cuantas referencias pudieran indicarle quién era yo. Me miraba con una expresión extraña, como de sorpresa y recelo.

—Monroy, Monroy, Monroy —repitió con un débil hilo de voz—… Y Villalobos, Villalobos Zúñiga… Nieto de mi camarada, paisano, amigo y tocayo don Alvaro de Villalobos Maraver… ¡Ah, Dios bendito!

Entusiasmado yo porque me hubiera reconocido, di un paso hacia él para que me viera mejor. Me observó con atención. Le temblaba el labio inferior y la mano con la que estiró el sarmentoso dedo índice para señalarme.

—¿Qué haces de esa guisa? —me preguntó con severidad—. ¡Habla, Monroy! ¿Qué demonios haces vestido así?

Entonces reparé en que le desconcertaba mi aspecto. Iba yo vestido a la manera de turco, con el dolmán que ellos usan, el turbante, la espada curva al cinto e incluso los collares y los anillos propios de mi condición libre.

—Señor, déjeme vuestra excelencia que le explique… —balbucí.

—¡Santiago! —gritó—. ¡Qué tienes que explicar!

Comencé a contarle mi vida en cautiverio. Intentaba hacerle comprender mi situación, pero se me ahogaban las palabras en la garganta. No encontraba la manera de explicarle todo el proceso tan complicado que había supuesto mi difícil existencia desde Susa hasta el momento. Nervioso, con frases entrecortadas que no lograba concluir, me daba cuenta de que Sande comenzaba a excitarse. Tosió secamente varias veces, miró al cielo y exclamó:

—¡Hijo de Satanás! ¡Fuera de mi presencia! ¡Renegado, traidor, moro de todos los demonios…!

Sacó fuerzas de su lamentable estado y se puso en pie repentinamente. Agarró el bastón que tenía a un lado y comenzó a pegarme con él.

—¡Largo de aquí, miserable! ¡Fuera o te mataré con mis propias manos! ¡Has traicionado a Dios y a nuestro Rey! ¡No tienes perdón!…

Se echaron sobre mí los demás caballeros cristianos que acudieron prestos al escuchar el alboroto. Me agarraron por todas partes y me sacaron de allí para arrojarme escaleras abajo. Luego cerraron con un despectivo portazo.

—¡Asqueroso renegado! —fue el último insulto que escuché a mis espaldas cuando salí al patio de la fonda.

Corrí por las calles de Pera bañado en la sangre que me brotaba del cuero cabelludo a causa de las heridas que me hizo el bastón de Sande. Iba deshecho de dolor, vergüenza, rabia y angustia. Me lavé en una fuente y lloré amargamente bajo la luna llena.