37

Decidí contarle a Aurelio de Santa Croce todo lo que me había sucedido en las semanas precedentes. Aunque sólo en circunstancias excepcionales se me permitía entrevistarme con el jefe de los espías, me pareció que se trataba de graves acontecimientos que debían ser conocidos por la conjura. Como siempre, tomé todas las precauciones que requería el encuentro. Aguardé en la calle el momento oportuno e hice la llamada de los conjurados en la puerta.

Salió a abrir el propio Santa Croce y se sorprendió mucho al verme.

—¡Oh, casualidad! —exclamó—. Precisamente hace un momento que había pensado en mandarte aviso para que vinieras. ¿Has leído mis pensamientos o tu ángel de la guarda te avisó de que debías venir?

—Me han sucedido graves cosas —contesté.

Me condujo hacia el saloncito interior donde solía despachar los asuntos de la conjura. Con preocupación y detenimiento, le fui contando todo lo que me había pasado: los encuentros con Yusuf y Kayibay, la pelea de la fiesta de Ashura, el escándalo frente a la casa del nisanji, mis conversaciones con Simgam y las muertes casi simultáneas del eunuco y de la mujer.

Él me escuchó circunspecto. Cuando hube concluido mi relato, llenó dos vasos de vino y, como si tal cosa, me dijo:

—Ferrat Bey se ocupó de todo. Se las compuso para que envenenaran a Yusuf Agá en las propias despensas del Sultán y luego encargó a experimentados asesinos que prepararan la muerte de la mujer de manera que pareciese un suicidio.

—¡Oh, Dios mío! —exclamé horrorizado—. ¡Por los clavos de Cristo! ¡Yo amaba a esa mujer! ¡Cómo habéis podido hacer eso! ¡Se portaron muy bien conmigo! ¡A ellos les debo todo! ¡Oh, Dios, qué crueldad! ¡Qué maldad tan grande! ¿Por qué? ¿Por qué lo hicieron? ¿Por qué los mataron?…

—No podía hacerse otra cosa —contestó Santa Croce—. ¿Íbamos acaso a poner en peligro todo por culpa de esos dos?

—Pero… ¡Si no podían hacer nada! El secretario del nisanji me dijo que no podrían causarme ningún perjuicio. Los habéis asesinado innecesariamente, injusta e innecesariamente.

—No debíamos correr riesgos. Además, ellos eran testigos de tu reciente conversión. Desaparecidos el eunuco y la viuda de Dromux, tú eres un renegado más en Estambul; uno más de los miles que pueblan esta ciudad. Lo cual nos beneficiará mucho a la hora de realizar nuestros planes.

—Seguiré considerando que ha sido una crueldad.

—Bueno —comentó llenando de nuevo las copas que habíamos apurado en el acaloramiento de la discusión—. A fin de cuentas, tú no eres responsable de sus muertes.

Consuélate pensando eso. Los trabajos sucios de la conjura los realizan siempre Ferrat Bey y su inseparable ayudante Semseddin.

—Nadie me dijo que habría trabajos sucios —observé.

—¡Ya está bien, Monroy! —protestó él enojado—. Esto no es una tarea de niños. Estamos haciendo todo esto porque la Cristiandad está en peligro. Cuando se trata de salvaguardar asuntos tan importantes no se puede andar con contemplaciones. Échate las cuentas de que esto es una guerra. Es como estar en el ejército. Cuando uno dispara un cañonazo contra una ciudad no se para a determinar si en la otra parte de la muralla hay algún inocente. Se dispara y en paz. Así es la guerra. Parece mentira que hayas sido soldado del Rey católico. Me da la sensación de que toda esa poesía y el ser músico cautivo de eunucos y de amos místicos te ha llenado la cabeza de pájaros y sensiblerías.

Permanecí en silencio soportando aquella absurda reprimenda. Me resultaba imposible hacerle comprender todo lo que pasaba por mi cabeza en ese momento. Zanjando la cuestión, Santa Croce dijo:

—Y ahora, dejemos ya esta conversación. Ya te dije cuando llegaste que necesitaba hablar urgentemente contigo. No podemos perder más tiempo en un menester que no tiene remedio. Nos urge poner manos a la obra inmediatamente para llevar a cabo nuestros planes. Y ya sabes lo importante que es tu tarea para que todo discurra según lo previsto.

—Di lo que he de hacer. Siempre he estado dispuesto a servir al Rey católico arrostrando para ello los mayores sacrificios. ¡Y ya veis cómo estoy padeciendo!

—En tu día serás recompensado por tus padecimientos. En esta vida, el Rey premiará tus desvelos y, en la otra vida, Dios te concederá lo que reserva para sus fieles.

—¡Eso ya lo sé! —respondí algo molesto por tener que soportar un sermón precisamente en ese momento—. Vamos, si hay tanta urgencia de por medio, apresúrate y explícame de qué se trata.

El caballero veneciano fue hacia uno de los estantes de la sala y extrajo un rollo de vitela. Con gran cuidado, apartó las copas y extendió sobre la mesa un detallado mapa donde aparecían dibujados y descritos los principales territorios que rodean el mar Mediterráneo. Los nombres de las ciudades y de los accidentes geográficos estaban escritos en lengua francesa: Espagne, Savoye, Hongrie, Sisilia, Golf e de Venise, Mer de Levant… En el fondo de tinta azul que recubría el espacio del mar, se veían trazadas las líneas de las rutas de navegación, las direcciones de los vientos y las corrientes. También había bonitas miniaturas dibujadas que representaban galeras y navíos de todo tipo. Las coloridas rosas de los vientos, los escudos e insignias de los diversos reinos y otros detalles muy bien dibujados cornponían un precioso cuadro.

—Estamos aquí—señaló Santa Croce situando el dedo índice sobre el estrechamiento que separaba las dos masas continentales—. Esto que ves es Estambul. Ahí tienes el mar Negro, aquí los archipiélagos de las Islas Griegas, La Anatolia o Helesponto de los griegos, Creta, Rodas, Trípoli de Berbería, Sicilia, Italia, Cerdeña y España.

En un momento, pude hacerme una composición geográfica de los diversos territorios que pertenecían tanto a los turcos como a la Cristiandad. Santa Croce me iba explicando las numerosas guerras y batallas que se habían sucedido durante años entre los reyes católicos y los sultanes otomanos. También me indicó cuáles eran los sitios más disputados, las rutas marítimas que ocasionaban los conflictos y las principales fortalezas que protegían puertos, islas, penínsulas y ensenadas.

—¿Ves? —me dijo señalando un punto en el norte de África—. Esto es el Peñón de Vélez de la Gomera. Lo último que se ha logrado arrebatar a los sarracenos. Eso tiene enfurecido al Sultán y a sus visires. Y sabemos que no se estarán quietos ante lo que consideran tamaño agravio. A buen seguro que a estas alturas estarán ya tramando alguna operación militar importante. Desde que conquistaran Trípoli y los Gelves, andan muy seguros de poder señorear un día todo el Mediterráneo. Por eso no consentirán dar ahora precisamente un paso atrás. Se ve movimiento en la armada turquesa; van llegando muchos navíos y todo parece indicar que pronto puede iniciarse una campaña.

—¿Una campaña? ¿Qué puertos atacarán?

—Precisamente eso es lo que no se sabe. Preparan algo grande, pero no se conoce el qué y el cuándo. Esta vez sólo salen rumores muy vagos de la Puerta. Únicamente el Consejo y el Sultán saben a ciencia cierta en qué consistirá esta campaña. Ni siquiera a los generales y comandantes de las escuadras se les dice nada. Recelan mucho últimamente los turcos porque están bien ciertos de que sus decisiones llegan a oídos de la Cristiandad merced a los muchos y buenos espías que tiene el Rey católico. Por eso es tan delicada nuestra misión y hemos de cuidar de no ser descubiertos, no sólo por salvar nuestras propias vidas, sino las de muchas gentes que dependen de las informaciones que pasamos allá.

—Comprendo —asentí—. Dime en concreto lo que he de hacer y veré la manera de cumplirlo con el mayor de los empeños.

—Mira —dijo señalando de nuevo el mapa—, éstos y éstos son los puertos principales donde se reúne la armada turquesa. Sabemos que ha comenzado una frenética actividad en ellos que no puede ser sino la preparación de la gran empresa: se varan galeras, se funde bronce en grandes cantidades, se adquieren armas y municiones de todo tipo y los arsenales no dan abasto para empaquetar y almacenar tanta pólvora como está llegando últimamente desde Oriente. En fin, como digo, todo indica que esta vez será un ataque definitivo. Solimán se siente viejo y quiere ir al encuentro de Alá llevándole la ofrenda de una gran victoria contra quienes ellos consideran infieles y enemigos de las doctrinas de su Profeta.

—Pero… al menos podrá suponerse cuáles son las apetencias de su afán de conquista —dije mirando el mapa.

Santa Croce fue llevando el dedo por una gran cantidad de puertos y regiones marítimas; por todo el norte de África, Sicilia, Malta, Napóles, Calabria y todo el sur de Italia; finalmente señaló el levante español y se detuvo indicando Andalucía.

—¡Ésos son todos nuestros reinos! —exclamé—. ¿Estás queriendo decirme que el Gran Turco pretende dominar todo el Mediterráneo?

—Eso mismo —dijo con una rotundidad pasmosa.

—¡Virgen Santísima! ¡Eso es terrible! Los reyes cristianos no consentirán eso. ¡Nuestra gente tiene que prepararse!

—De eso se trata. Nosotros debemos hacer llegar al Rey católico el mayor número de informaciones; pero ahora nada interesa más que conocer con antelación dos cosas: el lugar concreto que Solimán piensa atacar y la fecha que ha elegido para lanzar su armada. Si eso llega a saberse en la Cristiandad, podrán hacerse los preparativos y aparatos de guerra necesarios para enfrentarse a los asaltos.

¿Y cómo podemos conocer lo que con tanto celo ocultan todos?

Hay cartas —dijo frunciendo su ceño rubicundo y mirándome con unos penetrantes ojos grisáceos—, muchas cartas que llegan constantemente a Solimán y que se guardan en la Cancillería. Una campaña tan importante como ésta requiere comunicaciones frecuentes con los beylerbéis de las gobernaciones que han de enviar sus efectivos militares. También habrá de informar el Sultán tarde o temprano a Sali Bey, el beylerbey de Argel, y a Dragut, para que organicen todas las flotas corsarias y a cuantos aliados tiene en las costas sarracenas. ¿Sabes ya cuál es tu cometido?

Asentí con un movimiento de cabeza y creció la agitación dentro de mí al hacerme consciente de que se me pedía algo verdaderamente difícil, por no decir imposible. Dije:

—Si pregunto algo acerca de todo eso, por discreto que sea, en la casa donde vivo, no tardarán lo que dura un suspiro en darse cuenta de que soy un espía.

—No debes preguntar nada a nadie —observó—. Efectivamente, eso sería un error que daría al traste con el plan y pondría tu cabeza en una pica.

—¿Entonces? ¿Qué he de hacer? Todo en la casa del nisanji está guardado bajo siete llaves. Entre tal cantidad de arcones, repletos todos de papeles de diversa índole, me resultará imposible dar con el dato que buscamos.

—Haz caso del consejo de un viejo espía —respondió con frialdad—: mantén los oídos muy abiertos, vive con la naturalidad propia de quien no está esperando a que algo importante suceda, no te metas en líos y confía en que la oportunidad que aguardas tarde o temprano vendrá sola a tus manos.