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Supongo que Mehmet Bajá había repetido idéntico ritual todos los cuatro primeros días de la semana desde que regresó de Karamania, treinta años antes, para servir en la Cancillería del Sultán. Los miembros de la guardia del Topkapi Sarayi venían a recogerle a primera hora de la mañana y aguardaban en la calle, bien pertrechados, a que mi amo saliese subido ya en su litera que portaban cuatro fornidos lacayos. A su lado, separado apenas un metro de él, cabalgaba el secretario privado Simgam en una buena mula que llevaba sujeta de la brida un palafrenero negro ataviado con librea de seda verde. Se colocaba delante el estandarte y la comitiva emprendía la empinada cuesta con solemne paso en dirección a la Sublime Puerta. Esta vez, entre los secretarios secundarios que portaban los documentos, fajos de papel nuevo, libros de anotaciones, cálamos, tintas y demás objetos necesarios, iba yo muy digno subido en mi propia cabalgadura para la gran ocasión que se me presentaba ese día, lucía un buen dolmán adamascado y turbante conforme al rango que me correspondía a partir de ese momento, como miembro del distinguido grupo de criados del guardián de los sellos del Gran Turco.

Siempre había menesterosos y abundante chiquillería dispuestos a solicitar algo de la magnanimidad de tan poderoso personaje, los cuales le salían al paso o acompañaban al séquito vitoreando:

—¡Alá guarde a su excelencia el nisanji del sublime sultán Solimán! ¡Salud al dignísimo nisanji Mehmet Bajá! ¡Larga vida y bendiciones…!

Mi corazón se agitó cuando vi la Puerta al frente, custodiada por los enormes negros que sostenían en las manos imponentes lanzas de bronce. Me parecía mentira que en unos instantes fuera yo a penetrar en el vedado recinto del palacio de Topkapi.

Con la naturalidad propia de un mero trámite que se repetía constantemente, el comandante que iba al frente de nuestra comitiva dio las novedades al jefe de la guardia y se nos franqueó el paso. Atravesamos la puerta principal del primer patio. La caballería de los jenízaros estaba alineada haciendo sus ejercicios y muchos guerreros se adiestraban en la gran explanada llenando el aire de metálicos choques de espadas, gritos y polvo, por ser éste el lugar donde se hallaban los cuarteles, los arsenales y los almacenes. Cruzamos esta zona bulliciosa y activa y llegamos junto a la puerta que llamaban puerta Media, por donde se accede al segundo patio. Para pasar por el arco tuvimos que descabalgar todo el mundo, pues así lo mandaba la ley del palacio. Nadie, excepto el Sultán, podía entrar a caballo, y un silencio estricto era obligado.

Enfrente, a gran distancia, vi la puerta de la Felicidad, por la cual se entra a las dependencias privadas del Gran Turco; las cocinas a la derecha y las cuadras imperiales. Había una quietud inquietante en la gran extensión de este patio.

Nos encaminamos hacia la cámara del Consejo, que se encuentra en el rincón izquierdo más alejado. Era allí donde se reunían los altos dignatarios del Imperio con el gran visir. Sólo penetraron en el edificio del Diván el nisanji y su secretario Simgam. Los demás permanecimos fuera aguardando durante las largas horas que duraron las deliberaciones, que se prolongaron todo el día, interrumpidas únicamente para hacer las oraciones, cuando el muecín avisó desde un pequeño minarete que se alzaba a un lado. Solo en ese momento cesaron la quietud y el tedioso silencio que reinaban en el patio.

A última hora de la tarde concluyeron las deliberaciones. Vi salir al gran visir y a los miembros del Consejo y hube de arrojarme a tierra, sin alzar para nada la cabeza, mientras estuvieron pasando uno por uno por delante de mí.

Entonces se aproximó Simgam y me dijo:

—Ahora es cuando comienza nuestro trabajo.

Todos los secretarios entramos en el edificio. Los documentos se hallaban extendidos encima de algunas mesas y en el suelo, sobre los tapices. Había que ordenarlos, poner la fecha y estampar los sellos. Yo era un mero aprendiz que no podía hacer sino ir colocando los fajos en los baúles cuando me lo indicaban y cargarlos en las mulas.

Simgam iba explicando en voz alta el sentido de muchos de aquellos papeles, pero me resultaba muy difícil enterarme de algo. Mehmet Bajá permanecía sentado en un rincón con la mirada perdida y tan visiblemente agotado que despertaba lástima contemplar su estampa.

Era casi de noche cuando el secretario principal dijo:

—Bien, hemos terminado. Ya es hora de regresar a casa.

Con el mismo orden que a la llegada, emprendimos el camino de regreso. Cruzamos de nuevo las dos puertas y llegamos al palacio del nisanji cuando reinaba la oscuridad en las calles. Estuvimos amontonando cuidadosamente los documentos en los estantes del despacho a la luz de las lámparas y, después de comer algo, nos retiramos todos a dormir.

Cuando estuve en el lecho, di vueltas y vueltas, agitado por un gran nerviosismo, al saber que bajo el mismo techo que yo estaban guardadas las importantes deliberaciones del Consejo imperial del Gran Turco. Pero no podía hacer nada, pues Simgam cerraba con siete llaves los despachos. Sólo necesitaba la paciencia necesaria para proseguir allí mi vida, aguardando a que se me presentase la oportunidad de tener acceso a las informaciones.

Por la mañana muy temprano, aquellos importantes papeles volvían a estar entre mis manos. Pues el nisanji, el secretario Simgam y todos los auxiliares nos entregábamos de nuevo a la tarea de ordenar, clasificar, encuadernar y sellar cuanto de importancia había resultado de la sesión del día anterior. Pero lo escrito en los documentos pasaba ante mis ojos una y otra vez sin que yo terminase de captar algo que me pareciese interesante. Se trataba de leyes de las gobernaciones, órdenes militares, sentencias, demandas, quejas y decretos de los jueces. Mi nerviosismo me impedía retener los datos y por el momento no descubría nada que se refiriese a la Cristiandad en los escritos.