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Nuestro amo el nisanji te llama a su dignísima Presencia —me anunció el secretario Simgam. Fui y me presenté en el despacho donde encontré a Mehmet Bajá ocupado en revisar los montones de papeles que cada día le traían sus auxiliares. De momento no reparó en mi presencia, sumido en su habitual despiste. Cuando al fin elevó la cabeza y me vio, alzó el dedo índice, largo y seco como un sarmiento, y dijo:

—Alí, dentro de unos días he de decirte algo de gran importancia que te atañe mucho. Reza a Alá con todas tus fuerzas, día y noche, pues lo que ha de ser de tu vida está únicamente en sus omnipotentes manos. Hasta entonces, te prohíbo salir de casa.

Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Dijo aquello con tal gravedad y misterio que me dejó lleno de preocupación. Besé su mano y me retiré de allí convencido de que mi vida estaba en peligro. De esa manera interpreté sus palabras.

Aquella noche apenas pude pegar ojo. Durante el único rato que dormí, cerca ya del amanecer, tuve una pesadilla atroz que me hizo despertar bañado en sudor, temblando y atemorizado. Soñé que iba hacia la muralla de la ciudad y me topaba con mi propia cabeza clavada en una pica en el mismo lugar donde estuvo la de Dromux.

Por la mañana anduve cabizbajo de acá para allá por el palacio, llevado por mi ansiedad y deseoso de salir corriendo para escapar. Pero bien sabía que no tenía dónde ir a esconderme, pues los conjurados observaban entre ellos la norma estricta de no buscar ayuda en los demás espías, para no poner en peligro a toda la conjura en caso de que se despertaran sospechas entre las autoridades turcas.

A la hora de la comida Simgam me miraba de reojo de manera extraña y se dio cuenta de que no probé bocado.

—¿Estás enfermo, Alí? —me preguntó—. Veo que no has tocado tu comida.

—No tengo apetito —musité con una voz que no me salía del cuerpo.

—¡Ah, cómo te comprendo! —exclamó esbozando una enigmática sonrisa.

Le miré desde mi abismo de preocupaciones y él me puso paternalmente la mano en el hombro en un gesto que interpreté como pura compasión. Por mi cabeza sólo pasaba la imagen de Yusuf despechado y enloquecido por sus celos contando exageradas historias sobre mis relaciones con cristianos, renegados y gentes sospechosas. Como mi impaciencia e incertidumbre me concomían, le pregunté al secretario:

—¿Sabes tú algo?

—Lo sé todo —respondió con una rotundidad que acentuó en mí la inquietud—. Ya sabes que entre nuestro amo y mi humilde persona no hay secretos.

—¡Por favor —le supliqué—, dime lo que pasa!

Miró a un lado y otro. Como viera que el viejo mayordomo andaba por allí poniendo y quitando platos, se puso el dedo en los labios y me dijo:

—¡Chist! Aquí no podemos hablar de esas cosas.

—Está sordo como una palmera —comenté.

—Hummm, no lo creas; oye lo que le interesa. Cuando concluyamos la comida iremos a los jardines y te contaré todo lo que yo sé. De la misma manera que no hay secretos entre el nisanji y yo, deseo que nosotros dos tengamos confianza plena en todo. ¡Tanta es la estima que te profeso, querido Alí!

Esta contestación me tranquilizó un poco. Al menos sabía desde ese momento que Simgam estaba de mi parte. Y sus opiniones contaban mucho para nuestro amo. Pero, aun así, no pude tomar nada sólido y me conformé con beber unos tragos de agua para refrescar mi seca garganta. Aquella comida se me hizo eterna, pues el secretario era muy meticuloso en todo lo que hacía. Incluso para comer empleaba demasiado tiempo.

—Vamos —dijo cuando se metió en la boca el último grano de uva pasa.

Me llevó al extremo del jardín y ambos nos detuvimos bajo la enorme palmera junto a cuyo tronco solía meditar Mehmet Bajá. Con mucho misterio, me dijo:

—Alí, verdaderamente has cautivado nuestro corazón. Y digo «nuestro» porque tanto el nisanji como yo nos damos cuenta de que eres un hombre inteligente, tocado singularmente por el dedo del Dueño de todos los destinos, Alá, el Misericordioso…

—¡El Grande, el Omnipotente! —exclamé inclinándome con suma veneración—. ¡Bendito sea Él y su Profeta!

—Pues bien —prosiguió Simgam su larga perorata que me tenía en ascuas por tantas palabras previas al meollo de la cuestión—. Ya te digo que, aun traicionando en cierta manera la confianza que nuestro amo deposita en mí al desnudar cada día su corazón y contarme todos sus planes, sé que Alá no me tendrá en cuenta ese pecado, pues quiero yo hacerte digno a ti de una deferencia semejante y…

—¡Por el Profeta, Simgam, dime ya de qué se trata! —le supliqué impaciente.

Me miró con estupefactos ojos. Permaneció en silencio un momento que me pareció una eternidad. Después dijo:

—El nisanji te llevará muy pronto a la Puerta.

—¿A la Sublime Puerta? ¡Oh, Alá el Compasivo! ¿Para qué?

—Nuestro dignísimo amo tiene pensado iniciarte en el oficio de secretario. Ya ves, envejecemos y alguien tiene que aprender las difíciles tareas de la Cancillería del Sultán. Cada día que pasa, mengua nuestra vista y los documentos se multiplican. Necesitamos a alguien que maneje varias lenguas: el turco, el árabe y la escritura cristiana. No vemos a nadie más indicado que tú.

Me llevé las manos a la cabeza y di un respingo. Después me abalancé hacia Simgam y le abracé.

—Gracias, amigo mío, muchas gracias. ¡Que Alá el Generoso te pague toda esta confianza!

—Bien. He de decirte que todo esto es un secreto que debes guardar. El nisanji está haciendo las gestiones necesarias para solicitar el permiso pertinente al Kapi Agá, el jefe de la guardia de la Puerta que corre con las autorizaciones de quienes entran y salen. Como comprenderás, cualquiera no puede entrar allá.

—Seré una tumba.

—¡Ah, amigo mío, serás un magnífico secretario!

—¿Veré al sublime sultán Solimán?

—¡Claro! Aunque tendrás que permanecer a cierta distancia y prosternado en tierra sin levantar los ojos hacia él.

La oportunidad que desearía el mayor de los espías del Rey católico venía a mis manos repentinamente. Pero mis preocupaciones no acababan por ello, pues ahora temía que los enredos de Yusuf echasen a perder tan maravillosa ocasión.