33

Pasaron algunos meses sin que tuviera la menor noticia de Yusuf, ni de los renegados Ferrat Bey, Semseddin y Moragata. Así que me olvidé por completo del incidente de la fiesta de Ashura que tanto temí en principio que llegara a perjudicarme. Nadie en la casa del nisanji me habló del suceso, de manera que supuse que no tuvo mayores consecuencias que las propias de una pelea más en el tumultuoso ambiente de la multitudinaria celebración.

Una mañana, cuando salía del palacio para dirigirme hacia el Gran Bazar, me abordó por la calle una mujer muy tapada que pronunció mi nombre cristiano.

—¡Eh, tú, Luis María Monroy!

Me sobresalté. Hacía tiempo que nadie me llamaba de aquella manera.

—Luis María Monroy, Luis María Monroy… —repetía la mujer con una pronunciación deficiente, pero comprensible.

—¿Qué quieres de mí, mujer? —le pregunté lleno de extrañeza—. Ése ya no es mi nombre. ¡No me llames así que puedes perjudicarme!

—Mi señora Kayibay me manda a ti —contestó—. Te ruega que me sigas hasta su casa.

Me dio un vuelco el corazón. Sin decir palabra, me puse detrás de ella y encaminé mis pasos en la dirección que tomó calle abajo, hacia el embarcadero de Eminonü. Se detuvo la mujer en una pequeña plaza y me indicó con el dedo una casa cubierta con envejecidas maderas.

—Entra ahí, te esperan —dijo.

Subí por una estrecha escalera cuyos peldaños crujían a cada paso. Las paredes estaban ennegrecidas por la humedad y me llegaba un intenso olor a comida recién cocinada. Mi corazón palpitante se aceleraba por la emoción. Golpeé la puerta con los nudillos. Escuché pasos al otro lado y mi agitación se intensificó al presentir que Kayibay me recibiría.

Pero quien apareció ante mí fue el eunuco Yusuf.

—Entra enseguida —me pidió.

El interior estaba en penumbra y hacía calor. Por un angosto pasillo, Yusuf me condujo hasta una estancia pequeña donde al fin me encontré con Kayibay.

—¡Querido! —dijo ella abalanzándose para colgarse de mi cuello—. ¡Amado mío!

Como en otros tiempos, ambos nos abrazamos y nos besamos largamente ante la mirada lánguida del eunuco. Después nos sentamos y estuvimos conversando mientras comíamos los tres. Kayibay me contó las peripecias que había sufrido hasta que los jueces dieron orden a los contables del Sultán para que le proporcionasen su parte de la herencia. Con los aspros que le correspondieron y lo obtenido de la venta de algunos objetos, adquirió aquella pequeña casa y se proveyó de lo necesario para vivir modestamente. Ahora era una viuda joven y bella a la que no le faltaban pretendientes entre los jenízaros que buscaban esposa para asentarse en Estambul.

—¡Cásate conmigo! —me suplicó enseguida con ansiedad—. Pídele el permiso a tu amo el nisanji y casémonos, querido mío.

Mientras me decía aquello, sus ojos se inundaron de lágrimas y sus labios temblaban. Yo estaba tan confuso y arrobado que no sabía qué decir.

—Es lo mejor que podéis hacer —comentó a mi lado Yusuf—. No encontrarás mejor mujer que ella. Estáis hechos el uno para el otro.

—¿No dices nada? —me preguntaba insistentemente Kayibay—. ¿Por qué no hablas, querido?

Mi mente estaba hecha un lío. Repentinamente me encontraba allí, entre los dos, asaltado por aquella proposición que de ninguna manera podría haber imaginado un momento antes.

—No sé… —musité desconcertado—. No me esperaba esto ahora… Tengo que pensarlo…

Yusuf se puso de pie de manera impulsiva y empezó a gritarme:

—¿Pensarlo? ¡Qué tienes que pensar! ¿Es que has de consultarlo acaso con Ferrat Bey? ¿O con ese entrometido de Semseddin? ¿O con ese borracho de Moragata? ¿Son ésos ahora tus únicos amigos?

—¡Eh, un momento! —exclamé—. ¿Qué tiene que ver eso?

—¡Mucho tiene que ver! —contestó fuera de sí, agarrándome por la pechera—. ¿No te das cuenta de dónde te estás metiendo? Esa gente es muy peligrosa, acabarán buscándote problemas.

—Pero… si apenas tengo trato con ellos…

—¡Ah, qué insensato eres! Obedece a mis consejos, pues sólo quiero tu bien. No te olvides de los viejos amigos…

Me daba cuenta de que la situación era muy complicada. Yusuf y Kayibay querían a toda costa recuperarme para ellos y regresar de alguna manera al antiguo estado de cosas, como cuando vivíamos en la casa de Dromux. Pero para mí ahora eso era imposible. Trataba de explicárselo y resultaban inútiles todos mis razonamientos.

—¡Comprendedlo! —les decía—. Me debo a mis ocupaciones en la casa del nisanji. No puedo casarme y fundar aquí una familia.

—Ese maldito Semseddin te ha apartado de nosotros —replicaba Yusuf, fuera de sí—. ¡No pareces el mismo! ¡Ay, qué te habrán dicho de mí esos endiablados renegados! Ya me parecía que acabarían envenenándote el alma…

—No se trata de eso, amigo Yusuf. No penséis que me olvidé de vosotros.

—¡Desagradecido! —gritaba—. ¿Así me pagas todo lo que hice por ti?

Kayibay se había aferrado a mí con todas sus fuerzas y casi no me dejaba respirar. Aquélla empezaba a ser una angustiosa situación que amenazaba con causarme graves problemas.

—¡Hablaré con el nisanji! —decía el eunuco—. Conseguiré que me reciba y le contaré cuáles son tus amistades. Él nos dará la razón. Lo que tú necesitas es casarte…

No podía más. Se me llenó de bilis la garganta y me acudió un vértigo infinito a la mente. Nunca supuse que aquellos dos llegarían a causarme tales problemas. Como me diera cuenta de que estaban locos de celos y que no podría hacerles entrar en razón, me zafé de la presa que tenía hecha en mí Kayibay y corrí en dirección a la puerta.

—¡No te vayas, querido! —me gritaba ella a las espaldas.

—¡Desagradecido, traidor, malnacido…! —exclamaba Yusuf.

Ya en la calle, apresuré mis pasos para huir de allí. Mi cabeza era un mar de confusión y se me presentaban los más oscuros pensamientos. Temía que se echara todo a perder y que sucediese algo malo. Yusuf era uno de los Kapi Kulari, un esclavo de la Puerta a fin de cuentas, aunque trabajase en las despensas del Sultán, y podía causarme graves perjuicios si empezaba a remover las cosas llevado por el resentimiento.

Mecánicamente, me dirigí hacia Calata. Fui a casa de Aurelio de Santa Croce y le conté todo lo que me había sucedido. Él se quedó muy preocupado y me dijo con gravedad:

—¿No te dije que evitases el trato con la gente de tu antiguo dueño Dromux?

—No pude hacer nada. Todo se complicó solo. Las cosas funcionaban bien hasta que me encontré con Yusuf Agá en la fiesta de Ashura. ¿Cómo iba yo a prever eso?

—Márchate ahora —dijo— y procura salir lo menos posible durante algún tiempo. Aguarda a recibir noticias.