Al fin conocí a Ferrat Bey. Lo recuerdo perfectamente. Fue en la fiesta de Ashura, el día décimo del mes de Muharram de los musulmanes. Había acudido yo a la mezquita de Aya Sofía acompañando a mi amo para participar en una multitudinaria oración presidida por el propio Sultán.
Me maravillé al entrar en el inmenso edificio que fue la catedral del patriarca de los griegos en el pasado, en tiempos de los emperadores cristianos de Bizancio. La gigantesca cúpula, altísima como el cielo, me produjo vértigo cuando alcé los ojos desde su interior. El gentío emitía un murmullo constante que se multiplicaba en un eco infinito, creando una sensación inquietante. Cuando apareció Solimán al fondo, en la gran puerta que sólo él podía cruzar, la muchedumbre de jenízaros, notables y funcionarios que abarrotaban la mezquita se volvió para contemplar con extasiados ojos a quien consideraba el representante de Alá. E inmediatamente todos nos prosternamos poniendo la mirada en tierra, como mandaba la veneración y el respeto hacia el que era nombrado como comendador de los creyentes.
Luego la gente empezó a entonar un monótono y gutural canto:
—La illaha ilallah Muhammadu rasulallah… La illaha ilallah Muhammadu rasulallah… —Es decir, «Dios es grande y Mahoma es su profeta».
Miraba yo de soslayo hacia el final de la mezquita y veía al Sultán en su baldaquino, muy erguido a pesar de sus muchos años. Allí estaban junto a él el gran visir, los miembros del Consejo, los agás del palacio, los generales y los comandantes de la guardia. También ocupaba un lugar preeminente el heredero Selim, rodeado por toda su gente de confianza. Me estremecí al sentirme tan próximo al Gran Turco, pues apenas estaba yo a cuarenta pasos de él, por acompañar a mi amo el nisanji entre los miembros de su séquito personal.
Cuando concluyeron los sermones y la oración, el Sultán abandonó la mezquita por donde había entrado. Entonces una multitud enfervorizada le rodeó acercándose a él hasta la distancia que permitía su aguerrida guardia. Por encima del gentío se veían los pliegos de papel, sujetos al final de largas varas, que eran alzados para expresar las súplicas que el pueblo elevaba a su soberano. También se veían brillar en el aire los puñados de monedas que los administradores lanzaban como símbolo de la magnanimidad del Sultán, creando un verdadero caos en aquella marea humana enloquecida.
Mi amo Mehmet Bajá se dirigió hacia la puerta de entrada del Topkapi Sarayi, donde se regalaba a los miembros de la corte con un banquete. Sólo podía acompañarle al interior su secretario privado, de manera que allí mismo, frente a la mezquita de Aya Sofía, me despedí de ellos.
La gran explanada que se extendía delante de los altos muros del palacio estaba atestada de gente y de ruido; los pregones de los vendedores ambulantes se mezclaban con el estruendo de los timbales, tambores y flautas. Los humos de los tenderetes se elevaban y los aromas especiados de las comidas empezaban a esparcirse en el ambiente. Había un vivo colorido por todas partes, merced a los caftanes brillantes de fiesta, a las banderolas y estandartes que ondeaban al viento y a la multitud de tiendas de campaña que se alzaban en la arboleda para cobijar a las familias ricas que se aplicaban a banquetear bajo las lonas verdes, azules, blancas y rojas, que eran los colores de las diversas dinastías nobles de Estambul.
Hacia una de estas tiendas encaminé yo mis pasos, pues había recibido la semana anterior unos días antes la invitación de Semseddin para que me incorporase ese día a la comida que su amo Ferrat Bey daría a sus familiares, amigos y conocidos con motivo de la fiesta de Ashura.
—¡Ah, amigo mío, bienvenido! —exclamó Sem cuando me vio entrar en la tienda que ya estaba abarrotada de invitados—. Ven conmigo, que te presentaré a mi amo. Al fondo, sobre un diván forrado con telas anaranjadas, estaba sentado el renegado Ferrat Bey. Delante de él se extendía una amplia mesa llena de suculentas viandas que satisfacían la avidez de un buen número de corpulentos jenízaros. Vi cómo Semseddin se aproximaba a su amo y le decía algo al oído. Ferrat Bey alzó la vista y me estuvo mirando de arriba abajo un buen rato. Era él un hombre alto y bien formado, de más de treinta años, de tez blanca, mejillas sonrosadas y barba y bigote castaños, casi rubios. Llevaba sobre la cabeza el gran turbante que le identificaba como un turco importante. Se puso en pie, se disculpó delante de sus invitados y vino hacia mí con pasos decididos.
—Así que eres Monroy, el músico —me dijo en voz baja.
—Sí, señor —respondí.
—¿Cuál es tu nombre de musulmán?
—Alí, Cheremet Alí.
Hizo una autoritaria seña a uno de los criados. Enseguida acudió el sirviente y trajo una jarra llena de vino.
—Vamos a un lugar más tranquilo —propuso Ferrat Bey—; aquí hay demasiado ruido.
En las traseras de la tienda principal había un habitáculo más pequeño, hecho también de lona, donde se encontraban reunidas las mujeres sentadas sobre tapices para celebrar su propio banquete. Ferrat Bey las echó de allí.
—¡Id a dar un paseo, preciosas!
Ellas salieron obedientes y él y yo ocupamos el lugar que dejaron. Semseddin se situó en la puerta para evitar que alguien nos interrumpiera durante la conversación.
—Tenemos poco tiempo —dijo—. No debo dejar abandonados a mis invitados, pueden impacientarse. Vamos, cuéntame por tu propia boca todo lo que Santa Croce me ha dicho de ti.
Fui narrando mi peripecia muy confiado en que podía estar seguro al revelarle mis secretos particulares, pues él pertenecía como yo a la conjura. Con frecuencia me interrumpía y me hacía preguntas sobre algún detalle o circunstancia. Tenía una mirada fría en sus inexpresivos ojos grises que resultaba inquietante.
Cuando hube concluido mi relato, se quedó durante un rato pensativo. Luego comentó:
—Hummm… Veo que estás más próximo al nisanji de lo que pensábamos. Cosa que me sorprende mucho, porque ese viejo santurrón es muy astuto y reservado.
—Aurelio de Santa Croce me dijo que tú me indicarías lo que debo hacer a partir de este momento —le dije.
—Todo a su tiempo —contestó inexpresivo—. Regresemos al banquete; mis invitados deben de estar impacientándose.
Ferrat Bey me presentó a algunos invitados. Entre ellos había un eunuco extraño, un tal Moragata, que era coronel de seis mil soldados de caballería. Era éste un hombre de duras facciones, pelo muy negro y piel atezada. Se sentó junto a mí durante la comida y le vi beber gran cantidad de vino, de manera que en torno al mediodía estaba bastante borracho. De vez en cuando se me aproximaba y con tono misterioso me decía al oído con un ardiente aliento alcohólico:
—Así que eres el músico; el músico español que trae a todos encandilados…
Pasé allí la mayor parte del día. Por ser ésta la tienda de la gente del beylerbey de Grecia, había en este banquete más griegos que en ninguna otra tienda. Y supongo que por esta razón se servía tanto vino, lo cual era a su vez la causa de que pasaran a saludar por allí gran número de jenízaros. Ferrat Bey atendía a todos cordialmente y no les escatimaba la bebida que otros señores tenían prohibida.
Por la tarde dieron comienzo las danzas. Yo no me moví de mi sitio, junto a Moragata que estaba más dedicado a emborracharse que a otra cosa. Sólo de vez en cuando, enigmáticamente, me decía con metálica y desagradable voz:
—Así que el músico, el músico español… ¿Y cómo dices que te llamas?
—Alí, Alí, te lo he dicho diez veces; tampoco es el mío un nombre difícil.
—¡Eh, no te pongas como un gallo, Alí el músico! ¡Brindemos!
Como se diera cuenta Semseddin de que el eunuco se estaba poniendo muy pesado, se acercó hasta mí y me propuso ir a dar una vuelta, para ver otras tiendas de la fiesta. Acepté muy aliviado. Pero Moragata también se dio por invitado y se unió a nosotros.
Cuando paseábamos por la gran explanada a cuyos lados se reunía la gente para comer, danzar y divertirse delante de las tiendas, de repente, alguien me llamó a voces desde el gentío:
—¡Eh, Alí! ¡Cheremet Alí!
Me volví y vi venir hacia mí a Yusuf Agá con los brazos abiertos. Ya era un hombre grueso antes, pero en estos cinco meses transcurridos desde la última vez que le vi había engordado aún más.
—¡Ah, Alí! —exclamaba mientras me abrazaba—. ¡Qué gran alegría! ¿Cómo te va, querido? ¿Qué tal en la casa de tu nuevo amo? ¿Te tratan bien en esa casa?
Fue un encuentro agradable para mí, pero enseguida noté que Semseddin y Moragata se ponían serios.
—¡Vamos, Yusuf, aparta! —le dijo Sem empujándole—. Tenemos prisa, nos espera Ferrat Bey.
—¡Eh, un momento! —protestó Yusuf—. Tengo derecho a hablar un rato con Alí, es mi amigo. Además, vosotros no tenéis ninguna autoridad sobre él…
—¡Déjanos en paz! —le gritó muy alterado Moragata—. ¡Márchate a tus asuntos! Tampoco tú tienes autoridad sobre Alí.
—¡Será posible! —exclamó muy enojado Yusuf—. Este joven es musulmán gracias a mí y sólo a mí. ¿Es que ahora os creéis vosotros con derecho sobre su persona?
—¡Cállate, maldito saco de manteca! —le espetó Moragata enfurecido.
Yusuf respondió propinándole una fuerte bofetada que casi le hizo caer al suelo por el impacto. Y al momento se enzarzaron los tres en una pelea. Enseguida acudieron los criados de Yusuf para auxiliarle y mucha gente se aproximó originándose un gran tumulto. Llovían golpes por todas partes y unos y otros se gritaban los peores insultos.
Como consideré que no debía verme envuelto en aquel incidente para no manchar mi reputación frente a mi amo el nisanji, me escabullí y corrí para alejarme.