El invierno fue largo y frío. No sé si la asignación que daba el Sultán al nisanji por su oficio era generosa o escueta, pero en aquella casa se escatimaba todo, incluidos la leña y el carbón de los braseros. Supongo que Mehmet Bajá estaba más pendiente de las cosas de la Puerta que de la administración de su hacienda, por lo que sus hijos se dedicaban a dilapidar sus bienes haciendo viajes y los mayordomos eran tan viejos que tenían descuidados los más necesarios asuntos de una vivienda confortable. A veces el palacio me parecía un inhóspito y abandonado caserón donde crujían las maderas y repiqueteaban las goteras por todas partes. Además, se comía poco y mal. En esto, sobre todo, echaba yo mucho de menos la buena administración de Yusuf en la casa de Dromux Bajá, tanto en Susa como en Estambul, y recordaba con añoranza las cálidas estancias confortablemente amuebladas y los ricos platos que preparaban los cocineros. Por no hablar del vino, que estaba severamente prohibido por el nisanji y jamás lo bebí en su presencia. Pasaba el tiempo y avanzaba el invierno de aquel año de 1564. A veces me parecía que llevaba toda una vida entre los turcos. Cumplía fielmente con las obligaciones de un buen musulmán para no levantar sospechas, acudía a la mezquita y no olvidaba nunca hacer la zalá y el guadoc, que eran las prosternaciones y abluciones propias de los rezos de la secta mahomética. Pero a solas y en privado repetía diariamente las oraciones cristianas, credos, paternóster, avemarias y glorias, para no olvidar aquello que debía regirme en el fuero interno, que era la única y verdadera fe católica que me enseñaron mis padres. ¡Ah, qué triste vida de fingimiento y doble faz!
Empecé a sentir gran nostalgia de España y las añoranzas me embargaban frecuentemente oprimiéndome el pecho y causándome penas sin cuento. A veces me sentía el más solo de los hombres y la tristeza me llevaba a cornponer canciones que le encantaban a mi amo. Por ser él hombre melancólico y desencantado del mundo, yo me convertí en la voz de sus más íntimos sentimientos. Esto propició que cada vez me llamara con mayor frecuencia para que compartiera sus místicos devaneos.
El jardín del palacio estaba bastante descuidado. Las enredaderas trepaban por los muros formando una apretada maraña a cuyo abrigo dormían cientos de pájaros. En la parte más alejada, que formaba una colina cubierta de vegetación, crecía una palmera muy alta junto a cuyo tronco solía situarse Mehmet Bajá para entregarse a sus meditaciones. Desde allí se contemplaba una hermosa visión de la Punta del Serrallo, de algunas edificaciones del Topkapi Sarayi y del Bosforo a lo lejos.
Una vez seguí a mi amo hasta aquel lugar apartado y silencioso. Era un día de cielo blancuzco que anunciaba la nevada. No se escuchaba otro ruido que el graznido espaciado de un cuervo y reinaba una quietud grande. El nisanji había extendido una alfombrilla debajo de la palmera y se encontraba acurrucado, envuelto en una manta de espeso pelo de zorro. Sostenía entre sus menudas manos un libro sobre el que aguzaba la vista, que ya tenía muy deficiente.
—¿Qué haces aquí, señor? —le pregunté con cuidado para no causarle un sobresalto.
—¿Eh? —musitó sin salir del arrobamiento que le embargaba cuando se entregaba a la lectura.
—Hace frío —comenté.
Me miró con ojos extraños, ausentes. Respondió:
—Esta palmera es mi compañera y el aire puro es mi amigo.
—A tu edad, estar a la intemperie puede sentarte mal.
—Gracias por preocuparte por mí —dijo sonriente—. Acércate, Alí.
Me aproximé y le besé la mano, sumiso.
—Siéntate a mi lado —me pidió—. ¿Ves este libro?
—Sí, amo. Veo que estabas ensimismado en su lectura, a pesar del frío. Debe de ser un libro muy interesante.
—Lo es. Se trata del más sabio libro del maestro Yamal od-Din Rumi que vivió hace trescientos años. Es uno de los más grandes poetas y hombres de letras que ha habido.
Con su dedo pequeño, Mehmet señalaba el título que el libro tenía escrito con letras doradas en la cubierta de cuero: Maznawi—e—Mawlawi, que venía a significar en lengua árabe algo así como Dísticos del significado interior. Abrió el libro, acercó el rostro cuanto pudo a la primera página y leyó:
El hombre es una flauta de caña, suspendida sobre los abismos.
E invoca su origen, al que desearía volver, en medio de lamentos.
Porque ha perdido el camino de su casa, y lo busca…
Interrumpió la lectura, me miró con unos ojos inundados en lágrimas, desde una tristeza infinita, y luego estuvo gimiendo un buen rato.
—¡Ah, así me siento yo! —sollozaba—. ¡Ay, nadie me comprende! Este libro es como el espejo de mi alma.
—Sublime nisanji —le dije—, ¿qué puedo hacer por ti?
—Ay, nada, nada… Nadie puede consolarme. Sólo quiero morir… Eso es lo que deseo.
—No digas eso, amo.
—¡Sí, sí, sí lo digo! Morir es lo único que deseo. ¡Déjame solo! He de hacer mis oraciones.
—Hace frío; no debes estar aquí.
—¡Qué importa eso! ¡Vete ya!
Me incliné ante él y obedecí su orden. Pero temí que le sucediera algún mal si le dejaba allí, bajo el frío cielo invernal, así que fui en busca de su secretario privado, que estaba como casi siempre, en el despacho. Le conté lo que había sucedido y le comuniqué mi preocupación.
El secretario era tan buena persona como el nisanji. Al igual que nuestro amo, se pasaba la vida entregado a los documentos y era también un hombre religioso y meditabundo. Se llamaba Simgam. Tenía un rostro bondadoso y solía hablar con voz casi inaudible.
—¿Por qué te preocupa tanto? —me preguntó.
—Es un anciano —respondí—. No tiene edad para estar a la intemperie con este frío.
—Es libre para hacer lo que quiera —dijo poniéndose serio—. ¿Quiénes somos tú y yo para decirle lo que ha de hacer?
—Consideré oportuno ayudarle. Está muy afligido y llora desconsolado.
—¡Ah, eso es normal en él! El nisanji no es un hombre alegre.
Al darme cuenta de que me metía donde no me llamaban, me disculpé, me prosterné e hice ademán de retirarme.
—Espera —me dijo Simgam—. No te marches aún.
—Tú dirás lo que quieres de mí.
—Siéntate un rato a mi lado —me pidió. Como si se repitiera la escena anterior con el nisanji, me senté junto a él para hacerle compañía.
—Nuestro amo está muy contento contigo —comentó—. Le he escuchado decir con frecuencia que tu música hace mucho bien a su alma.
—Hago lo que se me manda —dije sumiso.
—No abundan los hombres como tú en estos tiempos de falsedad e impiedad —añadió.
El secretario inició entonces el discurso propio de un anciano. Se quejó amargamente de la juventud, de lo cornplicada que se había vuelto la vida presente y evocó los tiempos pasados, que según él habían sido mucho más felices y prósperos. Yo le escuchaba muy atento, haciéndome consciente de que él necesitaba desahogarse hablando con alguien. Asentí con la cabeza a cuanto decía y añadí mis propias reflexiones llevándole la corriente en todo.
—¿Ves estos ojos? —me dijo señalándose las pupilas—. Tanto el nisanji como yo nos hemos dejado la vista trabajando durante cincuenta años en la cancillería del Sultán. ¿Qué te parece?
—Alá premiará vuestros sacrificios. —Alá es muy generoso. Pero estamos viejos y cansados y nadie mira por nosotros.
Me di cuenta de que Simgam empezaba a sincerarse. El nisanji y él pertenecían al grupo de los miembros de la corte del Gran Turco que habían envejecido junto a Solimán. Eran el reflejo de un reinado larguísimo, que se prolongaba ya por más de cuarenta y cuatro años, y manifestaban en sí mismos las deficiencias propias de una corte llena de funcionarios, escribas y secretarios aferrados a sus cargos vitalicios, los cuales por ley de vida se habían convertido en ancianos.