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Es lo mejor que podría sucederte! —exclamo Adan de Fanchi cuando conte todo lo que me había pasado en los últimos meses—. Sin duda la Providencia esta de nuestra parte. Con Dromux muerto y toda su gente dispersa, el rastro de tu pasado se pierde en la compleja ciudad de Constantinopla. Es el momento ideal para que te hagas aqui una nueva vida y nadie pueda sospechar que trabajas para la causa del Rey.

Melquiades de Pantoja y el estaban entusiasmados despues de escuchar mi relato. El secretario Gilli permanecía como siempre, anotando cuidadosamente las informaciones.

—Precisamente por eso —les dije—, no he acudido en vuestra busqueda. Me pareció que era mejor obrar con prudencia y que debia esperar a cver como se desenvolvian los acontecimientos. Queria que en mi nueva casa pensasen desde le principio que yo era un musulmán convencido.

—Inteligente obrar —me alabo Pantoja—. Has actuado con frialdad, sin perder la calma y ello te ha favorecido. Si te hubieras puesto nervioso y hubieras dado un paso en falso, podrías haber echado a perder todo lo que conseguiste fingiendo tu conversión a Mahoma entre la gente de Dromux.

—¿Te ha preguntado alguien desde cuándo eres moro? —quiso saber Franchi.

—No, nadie. A mi nuevo amo sólo le interesan mis habilidades con el laúd y los poemas de los místicos sufís que aprendo para él en el Gran Bazar.

—¡Es increíble! —exclamaban sin salir de su asombro—. ¡Estás nada menos que en la casa del nisanji del Sultán! ¡Hay que sacar el mayor provecho de esta circunstancia!

—Debéis agradecérselo también a Semseddin —observé para ser honesto—. Él fue quien me llevó al palacio del guardián de los sellos la primera vez y propició que yo cantara para él.

—Sem es un viejo zorro —dijo Franchi—. Le premiaremos convenientemente esta idea genial. Pero tu audacia ha sido aún mayor al saber ganarte a Mehmet Bajá adivinando sus debilidades.

—El jefe tiene que saber esto inmediatamente —propuso Pantoja—. Hemos de ir ahora a la casa de Aurelio de Santa Croce.

—Vamos allá —asintió Franchi—. Él dirá qué es lo que debes hacer a partir de ahora.

Estábamos en el atarazanal, en los despachos del negocio de Pantoja, donde yo había acudido muy de mañana para encontrarme con ellos. Emprendimos la cuesta que conducía hasta el barrio alto de Calata por separado. Delante iban los tres espías cristianos conversando, sin volverse hacia mí en ningún momento, y yo les seguía retirado a una distancia prudente, caminando ensimismado en mis pensamientos para evitar que alguien pudiera darse cuenta de que nos dirigíamos los tres al mismo sitio.

Entraron ellos primero en el caserón de Santa Croce y yo aguardé hasta que estuve bien seguro de que nadie me veía llamar a la puerta. Di dos golpes primeramente y, pasado un breve momento, otros dos. Ésta era la señal acordada para advertir en la casa de un espía que llegaba alguien de la conjura. Me abrió el propio Santa Croce. En su cara advertí enseguida que los otros se lo habían contado todo.

—¡Dios bendito! —exclamó—. ¡Entra, Monroy!

La casa era un edificio de dos plantas cuyas estancias se distribuían en torno a un pequeño patio. Me pareció que en el interior hacía más frío que en la calle. Todo estaba limpio y en orden. La decoración indicaba con demasiada evidencia que se trataba de una residencia cristiana. Había cuadros de la Virgen y de santos por todas partes y tuve la rara sensación de haberme trasladado de repente a España. Eso me hizo estremecer.

—No sabíamos qué había sido de ti —me dijo Santa Croce mientras me acercaba un gran vaso de vino.

Me fijé en él. Su porte distinguido y su cuidado aspecto resultaban una visión agradable. Pero había algo en el jefe de los espías que me desconcertaba. Me miraba de una manera extraña y, cuando yo me quedaba por un momento sosteniéndole la mirada, enseguida entornaba los ojos. Me parecía que me observaba demasiado y empecé a tener la sensación de que no se fiaba de mí e incluso de que yo no terminaba de gustarle del todo.

—Desde que soy turco —dije—, me ha cambiado mucho la vida.

—¿Qué ha sido del eunuco? —me preguntó.

—¿Se refiere vuestra merced a Yusuf Agá?

—Sí.

—Creo que fue enviado a servir en las despensas del Sultán. Pero no he sabido nada de él desde el día que pasé a poder del nisanji.

—No es nada conveniente que tengas trato con la gente de tu antiguo amo. ¿Comprendes por qué?

—Sí. Se trata de hacer ver que soy un turco más.

—Eso mismo —dijo—. Ahora estás muy cerca de uno de los funcionarios principales de la Puerta. Si sabes ser hábil, podremos obtener un inmenso beneficio para la causa cristiana con las informaciones que recabes en el palacio de tu amo. Pero eso será fruto de la paciencia. ¿Estás dispuesto a hacer las cosas como Dios manda?

—Claro —asentí—. ¿Para qué sufro si no la afrenta de ser considerado moro?

Santa Croce me explicó esa mañana con mucho detenimiento cómo funcionaba la Sublime Puerta. El Sultán era el centro del gobierno de los turcos y el dueño de todas las vidas y haciendas. Por eso las decisiones importantes se tomaban allí donde él estaba, ya fuera en el palacio de Topkapi o en su tienda si se hallaba ausente dirigiendo una empresa guerrera. Asistían al Sultán en sus decisiones los visires que formaban el Consejo Imperial, el diván, que presidía el gran visir y promulgaba decretos en nombre del Gran Turco. No sólo se ocupaban de las cuestiones de gobierno los miembros del Consejo, sino que además servían en el campo de batalla. Estaban también los jueces supremos del Imperio y por debajo de ellos los tesoreros que disponían la manera en que debían recaudarse los impuestos y administraban en nombre del Sultán la hacienda imperial. Lugar importantísimo ocupaba el nisanji, el guardián de los sellos, que era el canciller supremo. Él supervisaba a los escribanos de la Puerta y por sus manos pasaban todos los secretos y documentos relevantes, cerciorándose de si su contenido era correcto para estampar en ellos el sello del Sultán que los declaraba auténticos.

—Como comprenderás —comentó Santa Croce—, tu amo Mehmet Bajá es un personaje muy notable en la corte del Gran Turco. Sirve a Solimán desde hace décadas y conoce todos los secretos de la Puerta. Él se encarga de custodiar los documentos más importantes y reservados del Imperio y ninguna decisión grave se le oculta.

A medida que el jefe de los espías me iba contando estas cosas, crecía la agitación dentro de mí, pues veía que se me avecinaban complicadas y peligrosas responsabilidades.

—¿Y cómo podré acceder a tales documentos? —pregunté movido por la impaciencia—. Mi oficio en la casa es tañer y cantar. Únicamente los secretarios de Mehmet Bajá pueden entrar y salir en los despachos del nisanji, que están cerrados a cal y canto.

—Ya te adelanté que sólo la paciencia te dará la oportunidad que esperamos —respondió él con firmeza—. Tú haz la vida en esa casa y sigue ganándote al nisanji. Hay algo que jugará a tu favor: Mehmet Bajá es un anciano y sus secretarios también; es posible que su vejez les vaya haciendo más descuidados a medida que pasa el tiempo.

—Pero… ¿qué es en concreto lo que he de espiar?

—Cualquier información de la Puerta tiene valor para la causa del Rey católico, pero interesan más que nada las noticias militares. Si los movimientos de la flota del Gran Turco son avisados con tiempo en la parte cristiana, la armada española podrá prepararse adecuadamente y salirles al paso. En las guerras de la mar la sorpresa cuenta muchísimo.

Dicho esto, Aurelio de Santa Croce se levantó y fue hasta una dependencia aneja de donde regresó al momento trayendo una pequeña arca. Introdujo la llave en la cerradura, la abrió y extrajo cuatro talegas de las varias que había en el interior.

—Aquí hay cuatrocientos ducados —me dijo—, cien en cada talega. Este dinero te resultará muy útil para pagar sobornos, acallar bocas y vivir con cierta holgura. Ya que tienes que hacer tamaño sacrificio de ser moro y esclavo de moros, que al menos tus penas sean compensadas.

Era una cantidad enorme, con la cual podría vivir como un rey en Estambul; de manera que me quedé boquiabierto.

—¡Cuidado! —se apresuró a advertirme él—. Adminístralo con suma cautela. Si te dedicas a tirar el dinero pueden sospechar.

—No soy un necio —repliqué.

—He de darte un consejo más —añadió—. A partir de hoy, evita todo contacto con cristianos. Recurre a Semseddin y a su amo Ferrat Bey, ellos te auxiliarán en lo que necesites.

—No conozco a Ferrat Bey —observé.

—Lo conocerás muy pronto —contestó—. Hoy mismo iré a verle y le pondré al corriente de la situación. Es un hombre peculiar. Es uno de los renegados más influyentes de Estambul. Su tío era nada menos que el comandante ínsula, que sirvió al cesar Carlos. El nombre cristiano de Ferrat Bey es Melchor Stefani de ínsula; fue hecho cautivo a la edad de catorce años y se hizo turco por convencimiento. Desde hace veinte años es servidor del beylerbey de Grecia, uno de los gobernadores con mayor poder entre los turcos, que le considera su protegido, lo cual le mantiene en una privilegiada posición aquí, en Estambul, donde se dedica a administrar la hacienda de su amo.

—¿Qué he de hacer, pues? —le pregunté.

—Nada en particular. Excepto aguardar a que Ferrat Bey se ponga en contacto contigo. Y ahora, vete, Monroy, es peligroso que faltes demasiado tiempo del palacio del nisanji.

—En esa casa tengo libertad para salir y entrar a mis anchas.

—Aun así, ya sabes, pon mucho cuidado.

Los cuatro espías me acompañaron hasta la puerta. Me abrazaron y prometieron rezar cada día para pedir a Dios que me protegiera.

—Señores —dije antes de despedirme—, ¿cuándo podré retornar a España?

Se miraron entre ellos. Muy circunspecto, Santa Croce me respondió:

—Por el momento, eso no será posible. ¡Quiera Dios que un día llegue el momento propicio!

Gilli se asomó y miró a un lado y otro de la calle. Cuando estuvo cierto de que nadie me vería salir, dijo:

—¡Ahora!

Me apresuré cuesta abajo en dirección al puerto. Un barullo de ideas se agolpaba en mi mente y el corazón me latía veloz en el pecho. Me daba cuenta de que era más cautivo que nunca, por verme obligado a seguir el destino que las circunstancias me ponían por delante.