27

La visión de la cabeza de Dromux en una pica junto a una de las puertas de la muralla no me produjo espanto, sino incertidumbre por la suerte que íbamos a correr a partir de ese momento. También me hacía consciente de que una parte de mi vida quedaba atrás. Ahora debería cambiar de dueño y sólo Dios sabía en qué manos iba a caer.

Para colmo de males, llegó el invierno repentinamente. Empezó a llover sin parar y las calles se anegaron. Había barro por todas partes. Bajo el aguacero intenso, tuvimos que retirar el cadáver de nuestro amo para meterlo en una caja de ciprés cuando se cumplieron los tres días que la cabeza debía estar expuesta al público. Yusuf y yo hicimos ese macabro trabajo ante la mirada horrorizada de las mujeres, de los eunucos y del resto de la servidumbre. Echamos el ataúd sobre la carreta y nos encaminamos hacia el cementerio de Eyüp formando una doliente comitiva.

Eso de bueno tienen los turcos; que las autoridades consienten que los familiares entierren dignamente incluso a los que han sido ajusticiados. Aunque a uno le corten la cabeza, si así lo tiene previsto en su testamento, se le puede dar sepultura en el más pomposo de los mausoleos. No había dispuesto esta última voluntad Dromux, pero los jueces permitieron que se destinaran algunos de sus bienes para enterrarle como correspondía a un visir del Consejo del Gran Turco, en un lugar preeminente de la colina próxima a la mezquita de Eyüp.

No bien se colocó la losa de mármol sobre la sepultura y se hicieron las oraciones, los funcionarios determinaron lo que había de hacerse con la gente del muerto. A Kayibay se le otorgó una dote de viuda, que no era demasiado abundante por no haber tenido hijos. A las concubinas se les dio libertad para ir a donde quisieran. Los eunucos, por ser bienes muy apreciados, pasaron a la propiedad directa del Sultán. Lo mismo sucedió con las esclavas y esclavos, que éramos en total más de medio centenar en aquella casa. Aunque a todos no se nos dio igual tratamiento: los que estaban viejos y achacosos y los que no tenían oficio determinado fueron sacados a la venta por las calles, pregonados en alta voz y ofrecidos por cuatro cuartos, casi regalados algunos. A los considerados de mayor estima, como los cocineros, costureras y pajes, se les llevó al mercado de esclavos, donde se dieron al mejor postor formando un único lote.

A mí me tenían organizado el destino. En esta ocasión, como antes en Djerba y luego en Susa, di nuevamente gracias al Creador por haberme obsequiado con el don de la música; pues fui estimado de cierto valor por mi arte y no me incluyeron en el grupo de los que mandaron al mercado. Sabedor el nisanji de la desdicha que había caído sobre la casa de Dromux Bajá, se anticipó a cualquier comprador y adelantó la suma conveniente por mi persona. De esta manera, pasé a formar parte de la servidumbre de tan alto personaje de la Puerta.

Yusuf se despidió de mí con ojos llorosos la misma mañana que ambos seguimos nuestros destinos.

—Al fin y al cabo —dijo—, Alá me ha protegido. Yo regresaré a las cocinas del Topkapi Sarayi. No es mal sitio para comenzar una nueva vida; aunque echaré de menos a Dromux.

—Dime una cosa —le rogué, sabiendo que sería sincero conmigo—, ¿me irá bien en la casa del nisanji?

—Por supuesto, querido Cheremet —respondió con una sonrisa triste—. Que yo me lleve mal con él no quiere decir nada. El nisanji es un hombre sensible que sabrá apreciar tu arte. Te lo meterás en el bolsillo, ya lo verás.

—Gracias, Yusuf—le dije—. Siempre te agradeceré tu buen trato en la casa de Dromux.

—Bueno, también te di alguna que otra paliza.

—No tiene importancia. ¿Volveremos a vernos?

—¡Claro! Ya me las arreglaré para salir de allí y buscarte. Somos amigos, ¿no? Ahora que no tengo mando sobre ti, quisiera conservar tu afecto.

—Antes de separarnos —dije—, quisiera saber algo más: ¿qué será de las mujeres?

—¿Lo dices por Kayibay? —preguntó.

—Sí. Por ella y por Hayriya.

—¡Ah, Hayriya! —exclamó—. ¿También te interesa Hayriya, bribonzuelo?

—Bueno. Me entristece pensar que pueda acabar en un mal lugar.

—No te preocupes ahora por eso —observó con una enigmática sonrisa—. Procuraré informarte más adelante. De momento, el gran visir cuidará de ellas y luego Dios dirá.

—Me gustaría ver a Kayibay. ¿Dónde podré encontrarla?

—¡Uf! —exclamó llevándose las manos al turbante—. ¡Ni lo intentes! Sigue mi consejo, querido Cheremet: cornpórtate ahora como un dócil esclavo para contentar a tu nuevo amo, y ten paciencia, mucha paciencia.

—Así lo haré, amigo Yusuf. Gracias por tus consejos que siempre me resultaron muy útiles.

—¡Ah, querido! —me abrazó—. Te ganaste mi corazón. Rogaré a Alá por ti.

Cerró los ojos ensimismándose, lloriqueó un rato más y se marchó. Le vi alejarse con su andar pesado y fatigoso en dirección a la Punta del Serrallo. Sentí lástima por él.

Un lacayo del nisanji vino hasta las oficinas del juez principal del ejército y depositó la suma que se había dispuesto como pago de mi precio. El funcionario encargado de los trámites extendió un documento y desde ese mismo momento pasé a ser propiedad del guardián de los sellos del Sultán.

Cuando llegué al palacio de mi nuevo dueño, me invadió una sensación extraña. Era un edificio grande y sombrío, cuyas paredes estucadas se elevaban hacia unos techos altísimos. La servidumbre que me recibió me pareció envejecida y triste. Un anciano mayordomo muy sordo me condujo por largos corredores hasta las viviendas de los esclavos. Apenas pude comunicarme con él con algunos gestos, pues estaba totalmente sordo.

—Nuestro amo no está —me repetía una y otra vez—. Es un hombre muy ocupado. El sublime Sultán reclama sus servicios constantemente. Puede regresar en cualquier momento: ahora, más tarde, a la noche o… puede estar fuera durante varios días.

—¡Qué he de hacer! —le gritaba yo—. ¡Cuál es mi cometido!

—No, no está —repetía él—. Ya te avisaré cuando venga…

Como estaba yo resuelto a que se convencieran desde el principio de que era muy moro, nada más escucharse al muecín cantar su llamada desde la mezquita más cercana, me arrojé de hinojos y me puse muy devotamente a hacer la oración que correspondía a esa hora de la tarde, la cual era la que ellos llaman ikindi, después de lavarme concienzudamente la boca, brazos, nariz, cabeza y pies, como corresponde a un buen musulmán orante.

El personal de la casa no tardó en aparecer por allí, para curiosear. Hicieron también los rezos ellos y después se pusieron a hacerme preguntas. Parecía llevar la voz cantante un esclavo flacucho de rostro trigueño y límpido con una larga barba negra y un pelo abundante que le sobresalía bajo el turbante hasta los hombros.

—¿Cómo te llamas? —me preguntó.

—Cheremet Alí.

—Te llamaremos Alí —dijo.

—Muy bien.

—Así que músico. ¡Nada menos que músico y poeta! ¿Dónde aprendiste ese arte?

—En España, en Susa, en Estambul…

—Vaya, vaya. Has recorrido mundo. ¡Qué suerte la tuya!

—Cántanos algo —pidió un viejo esclavo que barría el suelo con un gran escobón, poniendo más atención en nuestra conversación que en su tarea.

—Estoy muy cansado —me excusé.

—¡Qué remilgado! —protestó el viejo despectivamente.

—Déjale en paz, Karam —le dijo el siervo de pelo largo—. ¿No ves que ha pasado un duro trago? ¿No sabes que su anterior dueño era Dromux Bajá?

El viejo dejó escapar una risita maliciosa mientras se recorría el cuello con el dedo índice en clara alusión a la muerte de Dromux.

—Me llamo Vasif—se presentó el esclavo del pelo largo—. Soy el encargado de la ropa de nuestro amo el nisanji. Ésta es una buena casa. No hagas caso a ese viejo idiota que sólo sirve para barrer la mierda de las palomas. Aquí no estarás peor que en la casa de Dromux Bajá.

Me incliné en un respetuoso saludo y le di las gracias por la bienvenida.

En esto, apareció el mayordomo sordo para comunicar que el nisanji estaba en casa. Fui a la sala de recepción con el corazón palpitante de inquietud. El guardián de los sellos del Sultán estaba sentado en su diván, en el mismo lugar donde aquella vez canté para él. Me prosterné en su presencia en el gran tapiz de tonos rojos y verdes que se extendía en el centro de la estancia. Él me autorizó a elevar la cabeza. Me miró fijamente. Tenía el rostro redondo y menudo y ojos pequeños y penetrantes. Jugueteaba con su barba.

—¿Y tu laúd? —me preguntó.

—Se quedó en el palacio de Dromux Bajá —respondí.

—Hoy es ya tarde —observó—. Mañana a primera hora irás al Gran Bazar y adquirirás el mejor que encuentres. Dile al artesano que vas de mi parte.

—Sí, amo.

—Gracias a Alá y a su misericordia —dijo—, no has caído en manos de gente impía y sin escrúpulos. Aquí vivirás bien.

—Gracias, altísimo señor.

—He oído decir que tienes buena reputación y que no dejas de hacer ninguna oración. Por eso mi elección ha recaído en ti.

—Alá te lo pague, amo —contesté humildemente.

—¡Ah, Alá es grande! —exclamó, cerrando los ojos ensimismado—. Desde que te oí cantar por primera vez aquella noche en este mismo salón, supe que tu voz me pertenecería.