Regresaba de mi deambular por los mercados de Estambul en torno a la hora de oglede, cuando me pareció oír un gran revuelo de voces ya cerca del palacio de Dromux Bajá. Como era mediodía, supuse que se arremolinarían los mendigos a la puerta, pues Yusuf tenía la costumbre de repartir sobras y pan duro los viernes. Pero reparé en que era jueves aquel día. Fui bordeando el alto muro y, al torcer la esquina de la calle donde se abría la fachada principal, me topé con una larga fila de guardias y con un gran gentío congregado en torno a la casa. Entonces me di cuenta de que algo grave estaba sucediendo.
—¡Dromux está en la cárcel! —oí gritar a mis espaldas—. ¡Nuestro amo ha regresado y está en la cárcel!
Me volví y vi a uno de los criados que lloraba amargamente. Se abalanzó hacia mí y me abrazó sollozando:
—¡Ay, qué va a ser de nosotros! Los jueces militares están ahí haciendo inventario con los escribanos del Sultán. Todas las pertenencias de Dromux serán requisadas. ¡Ay, qué será de nosotros!
Corrí hacia la puerta del palacio y un guardia me retuvo cuando intenté entrar.
—Vivo aquí —dije—. Sirvo a Dromux Bajá.
El guardia me dejó pasar y en el primer patio me encontré con la dura realidad. Yusuf Agá, los eunucos, mujeres y criados permanecían atemorizados, alineados bajo las galerías, lloriqueando, ante el impetuoso ir y venir de los funcionarios y oficiales de la guardia encargados de la requisa.
—Mis temores se han hecho realidad —me dijo Yusuf deshecho en lágrimas.
Me situé junto al personal de la casa, en un rincón del patio. Vi cómo los funcionarios, henchidos de suficiencia por estar acostumbrados a estos menesteres, iban sacando objetos de valor, alhajas y dinero que encontraban escudriñando en los múltiples escondites del palacio. Los escribientes anotaban cuidadosamente hasta el último detalle en sus pliegos. Un juez altanero e implacable observaba hierático todo el proceso y de vez en cuando daba alguna orden. La requisa se prolongó durante toda la tarde, ante nuestros atónitos ojos.
Cuando oscureció, nos ordenaron salir fuera permitiéndonos llevar tan sólo algunas mantas y la comida que pudimos reunir a pesar de la inmisericorde prisa del juez. Los guardias y funcionarios cerraron las puertas y se marcharon, dejándonos en plena calle. Las mujeres y los eunucos lloriqueaban y Yusuf se desplomó sobre el pavimento sucio, presa de un ataque de angustia.
Pasamos una mala noche a la intemperie, pues los vecinos no se apiadaron de nosotros, temerosos de perjudicarse por auxiliar a quienes servían a un reo del Sultán. Componíamos un triste espectáculo delante de la fachada principal de la casa, como menesterosos, sin saber qué hacer ni a quién acudir.
Por la mañana, Yusuf Agá emprendió una penosa peregrinación de palacio en palacio, buscando entre las antiguas amistades de Dromux a alguien que pudiera interceder por nuestro amo ante el gran visir. Pero, según dijo, pocos quisieron recibirle, y los magnates que le abrieron la puerta le comunicaron entre excusas que no podían hacer nada.
—Éste es el final —sentenció el eunuco, cuando vio perdidas todas sus esperanzas—. Dromux ha caído definitivamente en desgracia. El gobernador de Argel, Uluch Alí, y Dragut han conseguido sus propósitos. El eterno enemigo de nuestro amo, Müezzinzade Alí ha podido finalmente poner a todos en su contra. Sólo el kapudan Piali Bajá podría hacer algo por él, si quisiera, pero me temo que ya ha resuelto no inmiscuirse en este asunto.
Los días siguientes fueron desesperantes para todos nosotros. Resultaba desconcertante comprobar cómo entre los turcos se trocaban las cosas de aquella manera tan repentina. Quien estaba arriba, mañana podía caer en lo más bajo, por la conspiración de sus enemigos en el oscuro juego de las intrigas que manejaban los poderosos. Y a los esclavos, como siempre, les correspondía seguir la suerte de sus amos. Si Dromux era condenado en las muchas causas que se le imputaban, sus bienes irían a poder del Sultán, que era al fin y al cabo el dueño de todas las vidas y haciendas de su Imperio. Por ser yo una mera pertenencia, mi persona estaba pues en manos de tan caprichosos azares.
De momento, había perdido mis escasos dineros en la requisa de la casa, y participaba del mismo desconcierto y temor que el resto de los esclavos de Dromux. Estábamos en la calle y los vientos fríos empezaban a soplar. El otoño daba paso al invierno, aunque, gracias a Dios, aún no habían llegado las lluvias.
Me entristecía más que nada ver llorar desesperadamente a las mujeres. Siempre que podía, acudía al lado de Kayibay para consolarla.
—¡Qué va a ser de mí! —sollozaba ella en su angustia—. Si le cortan la cabeza a Dromux me convertiré en la desdichada viuda de un ajusticiado. Será el colmo de la desgracia.
—Confiemos en que todo saldrá bien —le decía yo, lleno de comprensión.
También la bella Hayriya lloraba desconsolada y sus lágrimas me conmovían profundamente. La situación lamentable que pasábamos me recordaba aquella inundación de Susa, cuando también nos vimos sin techo y unos y otros nos infundíamos ánimos. Pero ahora estábamos más hundidos que entonces y nada parecía poder apartar las negras sombras que oscurecían nuestro futuro.
Fui en busca de Melquíades de Pantoja para comentarle lo sucedido. Esperaba que mis camaradas de la conjura me aconsejaran lo que debía hacer en aquellos difíciles momentos. Pero en el muelle de Calata me dijeron que el mercader de vinos había ido a por el último cargamento antes de que cayeran los temporales del invierno. Entonces me encaminé hacia la residencia de Adán de Franchi, que estaba cerca de la torre de los Genoveses, en la parte más alta del barrio.
Franchi me escuchó atentamente y se quedó muy preocupado.
—Chi cangiapatrón, cangia ventura —sentenció gravemente en italiano.
—¿Qué quieres decir? —le pregunté.
—Quien trueca amo, trueca ventura —tradujo a la lengua española—. Quiero decir, amigo mío, que tu suerte es ahora incierta.
—¿Qué puede suceder?
—Si Dromux es indultado, cosa que dudo, seguirá siendo dueño de toda su hacienda. Si le cortan la cabeza, sus pertenencias irán a engrosar la inmensa fortuna del Sultán. Los esclavos seréis vendidos entonces.
—Me temo que Dromux no se salvará —observé—. El eunuco Yusuf Gül Agá ha recorrido suplicante los palacios de los visires que podrían hacer algo por él y nadie le he dado esperanzas. En el consejo del Sultán nadie está dispuesto a interceder.
—No dejaremos que te suceda nada malo —me aseguró Franchi poniéndome la mano en el hombro—. Confía en nosotros. Iré ahora mismo a ver a Aurelio de Santa Croce y decidiremos qué hacer contigo.
Animado por estas alentadoras palabras, regresé al palacio de Dromux para aguardar en la calle a que Dios dispusiera mi destino según su voluntad.