25

Me encantaba deambular por el Gran Bazar de Estambul. Era una manera excelente de evadir la mente y entretenerse contemplando la infinidad de personas y objetos que se extendían en la innumerable variedad de callejones. Daba vueltas y vueltas sin parar, retornando una y otra vez a los mismos lugares, por retorcidos itinerarios donde los aromas se esparcían como indicadores: el olor de los tejidos, de los cueros, de los perfumes y esencias, de las medicinas, de las apetitosas comidas… Me divertía asistir como curioso espectador a las largas negociaciones entre comerciantes y compradores. Permanecía absorto frente a los establecimientos viendo cómo los precios variaban, las discusiones subían de tono y finalmente llegaban los amistosos acuerdos sellados entre tragos de buen té.

Con frecuencia llevaba conmigo el laúd y me acercaba hasta el barrio de los instrumentos, donde aprendí muchas canciones que luego me servían para encandilar a mis amos. En mi vagar por el Gran Bazar, trabé relaciones con músicos y poetas que me mostraban la cara más amable del Imperio turco. Algunos de aquellos hombres, que regentaban ahora prósperos negocios y se dedicaban acantar y componer, fueron soldados en su juventud. Como no tenían ahora mejor ocupación que holgar y recordar viejos tiempos, resultaba muy fácil animarles a que contaran sus viejas historias de aventuras y batallas en lejanos lugares. Así me enteraba de muchas cosas de los ejércitos turcos, las cuales me servían para irme haciendo una idea precisa del mundo de los jenízaros y de las cornplejas tramas que gobernaban las tropas del Sultán. Era yo consciente de que no debía perder ripio en mi constante tarea de espía.

Mi vida fue placentera durante algún tiempo. Tenía en el bolsillo a Yusuf Agá de tal manera que ya casi me permitía hacer lo que me viniera en gana. Pero esta predilección que me dispensaba el jefe de la casa propició que me enemistara con algunos de los otros sirvientes, en especial con Letmí, que se sintió relegado por debajo de mí en la confianza del eunuco. Mas no por ello le humillaba yo, sino que era muy condescendiente con él y cuando podía le regalaba el oído con cumplidos y buenas palabras o le obsequiaba con alguna moneda. Con ello buscaba mitigar su odio y que comprendiera que mi amistad con nuestro superior no era con la mira de hacerle mal a él ni a nadie. Seguía yo en esto un buen consejo que me dio el padre Paulo; cual era el de no murmurar de nadie ni robar la fama a los que debían convivir conmigo, no ser confidente del amo en las cosas de mis compañeros de esclavitud y, a fin de cuentas, no tener enemigo que un día pudiera causarme mal por venganza. Pues quien ha de ser espía debe ser muy prudente en estas cosas, para evitar enemistades y recelos peligrosos.

Además, en mi nuevo estado de musulmán, se me facilitó mucho la manera de encontrarme con mi amada Kayibay. Y no era cuestión de que las antipatías fueran a poner sobre aviso a Dromux Bajá cuando quisiera Dios que regresase a casa. Porque, si bien Yusuf Agá se hacía el ciego para no saber de mis encuentros con la bella esposa del amo, sería de ingenuos suponer que nadie más en la casa estaba al tanto de lo que había entre nosotros.

Los ratos que pasaba con Kayibay eran los más dulces. A pesar de que avanzaba el otoño, los días seguían siendo suaves. Nuestro rincón favorito era el final del jardín, al atardecer. Desde allí se contemplaban los altos minaretes de la mezquita de Sehzade y nos encantaba recordar aquel misterioso momento en que ambos estuvimos muy cerca, cuando todo estaba nevado y nos separaba la reja. Ella y yo teníamos nuestro propio mundo, hecho de fantasías y poemas, y gozábamos tanto en él que todo lo demás desaparecía.

Recuerdo una de aquellas noches de octubre, cuando la luz de la luna bañaba los árboles de judea, haciendo resplandecer sus alargadas vainas. El aliento del verano se despedía y se mezclaba con los estimulantes aromas del otoño. Hablábamos de nuestras cosas, como siempre, ajenos a problemas e incertidumbres.

—¡Ojalá siguiera todo como ahora! —exclamó ella—. ¡Ojalá se detuviese el fluir del tiempo!

Después de permanecer un rato pensativo, saboreando el sincero anhelo de mi amada, dije:

—Eso no puede ser, querida. Y además, no sería justo. El hombre ha sido creado para seguir su destino.

—Para ti que eres hombre —comentó con tristeza el destino tiene un sentido. Pero… ¿y yo? ¿Qué me espera a mí sino envejecer entre estas cuatro paredes? Otras mujeres que viven en tales circunstancias tienen al menos hijos que les alegran el corazón.

—Es verdad —dije, dándome cuenta de que no había reparado en ello—. Cuando estamos juntos pones cuidado para evitar la preñez. Pero… ¿y cuando estás con él? ¿Qué haces cuando Dromux te posee? ¿Por qué no hay niños en tu casa?

—Él apenas me posee. Y cuando lo hace tiene tan poco interés que su fuerza se disipa.

—¿Y con las otras? ¿Qué sucede cuando está con ellas?

—Lo mismo le da una que otra. Aquí vivimos nueve mujeres y ninguna cuenta maravillas de Dromux. Ya hace tiempo que nos hemos dado cuenta de que le interesan poco las mujeres. Además, su semilla debe de ser estéril. Él ha intentado tener hijos, pero Dios no se los da. Al principio nos echaba las culpas a nosotras, pero ya apenas habla del asunto. Seguramente ha reparado en que no engendrará. Últimamente incluso habla de adoptar algún hijo.

—Es extraño —observé—. Su apariencia es la de un viril guerrero, valiente y decidido. La primera vez que le vi me pareció temible.

—¿Y eso qué tiene que ver para engendrar hijos? El hombre más pequeño e insignificante, el más débil y cobarde puede ser padre de una numerosa prole.

—Tienes razón —otorgué—. De todas formas, los turcos son una gente extraña.

—¿Pues cómo son los hombres en tu tierra? —preguntó candorosamente.

—Mírame a mí y juzga —respondí con altanería.

Ella me abofeteó con más cariño que enfado. Después me abrazó. Sentía su corazón latiendo contra mi pecho, henchido de pasión.

—En Turquía hay hombres muy hombres —comentó.

—Y mujeres muy mujeres —añadí—. Te adoro, querida mía. Has sido el consuelo de Dios en este mundo difícil y cruel para mí.

—¿Podrías repetirme eso con una canción? —suplicó.

—¡Cómo no! —contesté encantado por complacerla. Tomé el saz y canté el más hermoso poema que podía regalarle.

Los árboles susurran en la noche

y me parece oír tu nombre, amada mía.

Persigo los aromas de tu pelo

y hasta los pájaros me recitan la palabra:

¡Oh, Kayi, Kayi, Kay… Kayibay!

Vi la felicidad reflejada en sus ojos. Me abrazó y me besó con delirio. Luego, con curiosidad de enamorada, me preguntó:

—¿Compusiste esos versos para mí?

—Claro, querida —mentí para contentarla aún más. Aunque esa canción, a la que podría aplicársele cualquier otro nombre de mujer, me la enseñó un viejo zapatero rumeliota del Gran Bazar que sabía tocar el laúd persa como nadie.

—Voy a contarte un secreto que nadie sabe —dijo ella de repente—. Aunque debes jurarme por la sagrada memoria de tus padres que no lo dirás a nadie.

—Lo juro.

Ella puso entonces un gesto extraño e hizo un mohín malicioso. Nunca antes le había visto con semejante expresión. Se aproximó a mí y me susurró:

—Dromux Bajá no es un hombre completo. Cuando le capturaron, siendo aún un tierno niño, le destinaron a ser eunuco. Los médicos encargados de extirparle los testículos hicieron mal la operación. Es algo que sucede confrecuencia. El pobre casi se desangró y creyeron que moriría. Pero después sanó y llegó a ser un muchacho sano y normal. Aunque no era un eunuco perfecto, creo que tampoco quedó en condiciones para procrear. Es algo que guarda como un secreto que sólo conocen algunos.

—¿Yusuf sabe eso?

—Claro. Entre Dromux y el Agá no hay secretos. También yo lo sé y, como comprenderás, las mujeres de la casa. Es algo apreciable a simple vista, aunque él lo oculta cuanto puede. Pero, cuando se emborracha y cae rendido por el vino, le miramos ahí y vemos sus cicatrices.

—¡Qué curiosas! —exclamé—. ¿Y las otras, qué dicen a todo esto?

—Bueno, es un secreto que compartimos. Y creo que por eso hay una buena relación entre nosotras; pues, al no ser Dromux un hombre complaciente, no se despiertan celos ni envidias.

—Es lógico —dije—. Pero… dime una cosa más: ¿crees tú que prosperará Dromux en su carrera de militar? Yusuf me dio a entender que no tiene ahora las cosas puestas a su favor…

—Sospecho que tiene los días contados —respondió con rotundidad Kayibay—. Él no es nadie sin Dragut. Dragut le rescató de la ignominia y le alzó hasta convertirle en un importante capitán. Dromux no ha sabido ser agradecido. Es un corazón insatisfecho que no se conforma con lo que sus protectores tenían reservado para él. Al arrimarse tanto a la sombra de Piali Bajá se ha puesto bajo un árbol peligroso y eso no se lo perdonarán algunos. Creo, sinceramente, que su suerte está echada.