Como me pronosticara Yusuf desde mi cautiverio en Susa, después de hacerme turco me cambió mucho la vida. Si bien parecía de momento que seguían las cosas igual, pronto estuvieron todos ciertos en la casa de que mis juramentos fueron muy de veras; en cuanto puse buen cuidado de que me vieran orar las cinco veces, sin faltar ninguna, e invocar a Alá a la menor ocasión con gran sentimiento. No me resultó demasiado difícil convencer a todo el mundo de que era yo más moro que el gran muftí de Estambul con todos sus ulemas juntos. Porque, siendo cosa tan ordinaria allí las conversiones de cristianos en musulmanes, estaban más que acostumbrados a vivir con renegados.
Entre otras cosas, después de circuncidado pude tener mis dineros y mis propias pertenencias. Pues, cualquiera que no fuera considerado fiel al Profeta, tenía que hacer frente a tal carga de tributos sobre sí que no podía juntar la mínima hacienda, a no ser que fuera muy rico o contase con sustanciosos negocios en la parte de Calata.
Mas nada me hizo más feliz que gozar de libertad para entrar y salir de la casa e ir a donde me viniera en gana. Puesto que Yusuf tuvo a bien tomarme nuevo juramento por el sagrado nombre del criador de todas las cosas de no escaparme, ni hacer traición o deslealtad ninguna. Hecho el propósito y jurado, mandó que me quitaran la argolla del cuello, los grillos de las muñecas y tobillos y las cadenas que durante casi cuatro años habían sido mis inseparables compañeras.
Cuando me vi suelto, no creáis que salí de allí a todo correr; sino que, delante del eunuco y de los demás criados, me hinqué de hinojos en los suelos y con muchos aspavientos di gracias a Alá, «el Compasivo», «el Misericordioso», aprovechando la ocasión para seguir dando muestras de que estaba resuelto a ser muy moro tanto en lo malo como en lo bueno. Luego me eché encima de los hombros el capote y dije que iría antes que nada a la mezquita para orar. Estos alardes míos de devoción mahometana dejaban tan contento a Yusuf que se rascaba enseguida los bolsillos para darme generosamente algún aspro. Con estos dineros y con otros que me caían como propina por mis canciones, iba yo juntando ya una bolsa pensando en el futuro.
Aunque por otra parte empecé a tener mis gastos. Como pudiera salir de vez en cuando, me llegaba hasta los barrios de Pera y me dedicaba a las tabernas o a solazarme en los muchos y buenos prostíbulos que allí tenían los venecianos, para desquitarme del largo tiempo que había estado a dos velas.
Una mañana se presentó un criado de Melquíades de Pantoja preguntando por mí. Me entregó una pequeña hoja de hacer cuentas en la que estaba escrito un breve mensaje: «Te espero en la fonda del judío Abel a la hora de óglede para comer unas cabezas de carnero. Ven solo».
Me encaminé hacia la parte del barrio de Pera donde los judíos regentan las mejores fondas de la ciudad. Aunque una rica cabeza de carnero asada nunca es de desdeñar, sabía que detrás de la invitación había algo relacionado con las intrigas de los conjurados. De manera que me las arreglé para escabullirme, evitando que Yusuf se adhiriera al apetecible plan para matar su aburrimiento cotidiano. Ya digo que por entonces gozaba yo de mayor libertad para entrar y salir.
La fonda del judío Abel era un conjunto de caserones adosados a un patio espacioso donde se arrendaban carretas, literas con sus porteadores y cabalgaduras de todo género; buenos corceles, caballos de tiro, mulas y asnos; también solía haber menesterosos buscando acomodo, muchachos dispuestos a prestar cualquier servicio, guías, porteadores y camelleros. Era un lugar ideal para camuflarse entre el gentío variopinto que se juntaba bajo los árboles para concertar viajes, hacer tratos u holgar simplemente contemplando el panorama que componía el ir y venir de las personas, bestias y carromatos. Así que no era de extrañar que Pantoja me citara allí mejor que en ninguna otra parte.
Aunque, habiendo tantas estancias y recovecos en tan enorme conjunto de edificaciones, cuando llegué no supe momentáneamente adonde dirigirme. Menos mal que, casi al mismo tiempo que yo, apareció por allí Semseddin montado en su robusta mula blanca.
—¡A mis brazos, amigo! —me gritó mientras descabalgaba—. ¡Alá es grande! ¿Es verdad que eres ya un fiel musulmán?
—No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta —sentencié solemnemente alzando el dedo índice de la mano derecha.
—¡Ah, qué alegría tan grande! —exclamó apretujándome contra sí—. ¡Nuestro querido Yusuf Agá estará contento!
—Contentísimo —afirmé.
—Y tú, zorro —me dijo al oído—, ya veo que vas libre de grillos y cadenas.
—Ya ves —contesté—, el Misericordioso no me trata mal desde que le soy fiel al Profeta.
—¡Ah, ja, ja…! —rió guiñándome un ojo—. ¡Alá es Compasivo! ¡Alá es Grande!
—¿Qué te trae por acá? —le pregunté—. ¿Acaso unas cabezas de carnero, como a mí?
Sin responder nada, me echó por encima de los hombros su pesado brazo y me llevó hacia el interior de uno de los caserones. Una vez inmersos en el laberinto de pasillos que conducía al núcleo más íntimo y resguardado de la fonda, me susurró:
—Hoy vas a enterarte de muchas cosas, amigo mío. Prepárate, porque ha venido gente importante que a buen seguro nos dará sustanciosas informaciones.
Entramos en una salita interior iluminada por velas donde aguardaban Pantoja, Adán de Franchi y su contable Juan Agostino Gilli.
—Señores —dijo Semseddin—, aquí tienen a nuestro cantor Monroy a quien ahora llamaremos Cheremet Alí. Helo aquí convertido en un musulmán.
Fue tanta la vergüenza que despertaron en mi ser aquellas palabras, que me subió un rubor intenso y quedé paralizado sin poder decir nada. Mas aún fue mayor mi desconcierto cuando advertí que aquellos caballeros no tomaban a mal mi reniegue de la fe cristiana, sino que parecían alegrarse mucho. Sobre todo Franchi, que se puso en pie y me felicitó al punto con estas palabras.
—Es una magnífica noticia esa, camarada. Ahora brindaremos como corresponde a tan providencial anuncio.
—¡Qué dice vuestra merced! —exclamé algo alterado—. ¿Es burla esto? ¿A qué cristiano puede alegrarle saber que un hermano suyo es apóstata y se va a la religión más enemiga de la causa de nuestro Rey católico? Sepan vuestras mercedes que si hice el abominable desatino de circuncidarme fue porque me lo aconsejó el venerable padre Paulo…
—¡Bien, bien, no saquemos las cosas de quicio! —recomendó Pantoja—. Eso ya lo sabemos. Si Franchi se alegra, no es porque reniegues, sino porque se acrecientan las posibilidades de esta secreta sociedad al contar entre nosotros con alguien que pueda acceder más fácilmente a las informaciones que los turcos jamás dirían a un cristiano. ¿No comprendes?
—Comprendo —dije—. Mas entiendan también vuestras mercedes lo difícil que ha sido todo esto para mí. Es como torcer lo derecho para enderezar lo torcido.
—Sí, sí, Monroy —observó Franchi—. Y hallarás tu recompensa cuando Dios quiera que den sus frutos tantos sacrificios. Así es la vida de los espías… Hay que mentir, engañar, fingir y simular constantemente. Si te sirve mi propio caso, te diré que he de ir con frecuencia a la Puerta, donde tengo estrechas relaciones con magnates turcos que me consideran un amigo de fiar; mientras que todo mi trato con ellos es decirles «sí» donde es «no», negarlo verdadero, nombrar esto cuando es aquello, poner cara de tonto cuando interesa o de listo cuando es preciso.
—¡Ah, si no fuera por la causa a la que servimos! —suspiró Pantoja.
A todo esto, el secretario Gilli estaba silencioso como siempre, escuchando a unos y a otros. Se puso de repente en pie y dijo:
—Señores, me acercaré hasta los patios para ver si hay noticias.
—Ándate —otorgó su jefe.
Cuando hubo salido Gilli, Adán de Franchi explicó:
—Aguardamos la llegada de dos importantes personajes que, si Dios lo ha querido, deben de haber desembarcado ayer en este puerto. Ellos traen las informaciones para que la conjura comience a actuar según los planes previstos.
—¿Quién viene? —inquirió Semseddin muy serio.
—Don Juan María Renzo y Aurelio de Santa Croce.
—¡Por fin! —exclamó Semseddin—. Es de suponer que traerán fondos suficientes…
—El dinero no es ahora lo más importante —repuso Pantoja.
—¡Cómo que no es lo más importante! —se enardeció Semseddin—. ¿Quiere eso decir que no habrá fondos? Mi amo Ferrat Bey no tolerará más excusas…
—Un momento, un momento —le dijo Franchi—. Nadie ha dicho que el dinero no esté aquí, Sem, no te alteres.
—¿Entonces, está? —se apresuró a preguntar Semseddin—. ¿Cuánto dinero ha venido de Napóles?
—Tampoco hemos dicho que haya dinero —contestó Pantoja—. No sabemos si habrá dinero esta vez. Sólo quiero decirte que, haya o no fondos, la conjura no puede detenerse.
—¿Que no puede detenerse? —gritó Semseddin dando un fuerte puñetazo en la mesa—. ¡Es el colmo! ¡Ve y dile eso a Ferrat Bey! Cuando mi amo sepa que no hay dinero…
—¡Chist! ¡Silencio! —pidió Franchi—. Tengamos calma o enteraremos a toda la fonda de lo que pasa. Entiéndase que no sabemos nada; salvo que don Juán María Renzo y Santa Croce deben de estar ya en Estambul. Ellos dirán lo que debe hacerse. No discutamos sin saber aún lo que se ha dispuesto en España.
—Eso —añadió Pantoja—, no discutamos. Pidamos vino y dejemos el tema para cuando lleguen quienes corren con lo que atañe a los fondos.
Fue Pantoja a pedir vino al fondero y regresó pronto con una jarra y copas para todos. Brindamos y la conversación fue más distendida. Pero se advertía que estaban nerviosos por la inminente venida de los dos personajes anunciados.
Por fin, apareció de nuevo Gilli acompañando a dos hombres que, aunque llevaban pinta de tratantes o de gente viajera, su atuendo no desdecía de sus modos y traza, que sin duda era de caballeros. El primero de ellos fue presentado como don Juan María Renzo de San Remo, genovés, enviado nada menos que por el virrey de Nápoles para darnos instrucciones en nombre del Rey católico. El otro era el tal Aurelio de Santa Croce, un veneciano a quien yo había oído nombrar con mucha frecuencia y que, según me dijeron en anteriores encuentros, era quien corría con la dirección de la conjura en Estambul. Era, por tanto, este segundo caballero mi jefe, según el juramento que hice el Viernes Santo en el monasterio de San Benito, y a él debía obediencia y fidelidad en mi fuero interno, como me encareciera el padre Paulo.
Sentáronse los recién llegados a la mesa y Juan Agostini Gilli les explicó quién era yo, mis circunstancias particulares y mi reciente cambio a la ley turca. Los demás que estaban allí ya se conocían suficientemente entre ellos. Donjuán María Renzo tomó la palabra y me dijo:
—Monroy, venimos siguiéndote la pista hace mucho tiempo; ya desde que estabas en el almagacén de Susa. ¿Recuerdas a un caballero apellidado De Leza?
—Claro, señor —respondí—; se refiere vuestra merced a don Jaime de Leza, el cual me anunció ya entonces que se contaría conmigo para algunos secretos menesteres.
—Bien —dijo solemnemente—, pues es hora de que sepas lo que has de hacer.
Trajeron los sirvientes a la mesa una gran fuente con las cabezas de cordero, se cerró la puerta y dimos cuenta de la comida sin hablar más del asunto por el momento. Veía yo con cuánto respeto y obediencia trataban todos a don Juan María Renzo, que contó cosas de España, de Napóles y Sicilia. Explicó los pormenores de los negocios del rey Felipe con Francia, con el Papa de Roma y con los demás reinos cristianos. Expuso con pesadumbre los muchos quebraderos de cabeza que los moros daban a nuestro señor el Rey en el norte de África y dijo que en Andalucía, en las Alpujarras de Granada y en no pocos territorios de las costas los moriscos españoles tenían inteligencias con sus hermanos sarracenos en Trípoli, Argel, Oran y hasta con los corsarios turcos, lo cual era fuente de grandes peligros y conflictos.
A todo esto, mientras no paraba de contar cosas, Renzo apuraba copa tras copa de vino. Vestía calzones pardos, medias oscuras, camisa de cáñamo y chaleco remendado. Algo raro veía yo en este hombre, en su manera de hablar y en su evidente afición al vino, que me desconcentraba. Aun siendo elocuente y de apreciable inteligencia, no terminaba de encajarme totalmente en su alta responsabilidad como comisario del virrey de Nápoles y por ende del mismísimo Rey. Además, era evidentemente viejo para estos trotes.
Santa Croce, en cambio, era un apuesto caballero, elegante y de noble aspecto. A pesar de sus ropas raídas y pobres, resaltaba una inmejorable presencia física. Tendría algo más de cuarenta años, y su barba y cabellos claros, muy crecidos, tendían ya a ser grisáceos. Permanecía silencioso, discreto y en segundo plano, mientras Renzo hablaba sin cesar.
Acabada la comida, en la sobremesa, Franchi explicó largamente todas las informaciones recabadas últimamente: los detalles de la armada turquesa, los movimientos de las tropas, los planes de guerra que parecían urdirse en la Puerta, las relaciones complejas entre los visires y magnates, enemistades, conflictos, venganzas, celos, triunfos y conspiraciones. En fin, apreciábase que los espías tenían buen conocimiento y que no perdían el tiempo. Me sorprendió sobre todo cómo Semseddin contaba muchas cosas del palacio de Topkapi, de la vida y obra del Sultán, de los movimientos de sus ministros y de las órdenes que iban y venían entre los puestos del Imperio turco.
También Pantoja se explayó relatando cuanto sabía por sus viajes en pos de mercancías a las islas griegas: detalló los movimientos de la flota del Gran Turco durante el verano y todos los preparativos navales que a su saber se harían para la próxima campaña.
Cuando me llegó el turno de hablar, poco podía decir yo después de quedarme con la boca abierta ante tan explícitas informaciones de mis compañeros. Mas, por no parecer un inútil, conté todo lo que había escuchado decir a Yusuf Agá acerca de las enemistades entre Dromux y su jefe Dragut, así como los temores que se albergaban en el corazón del eunuco.
Santa Croce se me quedó mirando entonces y, circunspecto, me dijo:
—Prepárate. En tu casa habrá pronto muchos cambios. Es posible que tengas que hacer mudanzas, Monroy.
—¿Por qué? —pregunté.
—Eso lo hablaremos tú y yo cuando sea la ocasión apropiada —respondió con tono misterioso.
Antes de que la reunión tocara a su fin, don Juan María Renzo anunció que traía abundantes fondos desde España para sustentar la conjura. Esto puso muy alegre a todo el mundo. Especialmente a Semseddin, que decía poder así contentar a su amo, el tal Ferrat Bey, que era un importante magnate turco implicado en la sociedad secreta, pero que no solía aparecer por las reuniones.
—El dinero será repartido a su tiempo —dijo Renzo—. Cada uno recibirá lo que le corresponde a medida que se le exijan servicios que necesiten fondos.
Asintieron todos a esta indicación, excepto Semseddin, que porfió todavía un rato manifestando sus exigencias. Para calmarle, Renzo le entregó allí mismo una abultada bolsa repleta de monedas de oro, las cuales contó el renegado.
Se concluyó la reunión con juramentos. Fue saliendo cada uno espaciadamente y, cuando me llegó el turno de despedirme, Santa Croce me sujetó por el brazo y me dijo:
—Tendrás pronto noticias mías.