22

Sería el mes de julio de aquel año de 1563 cuando se supo en Estambul que Dragut se había unido, con todas sus galeras, al hijo de Barbarroja, Hasán Bajá, para ayudarle en el cerco de Oran. Era de suponer que nuestro amo Dromux estaría con su escuadra en esa guerra haciendo méritos para las altas aspiraciones que tenía propuestas.

Por aquel tiempo, Yusuf me confiaba todos sus miedos. Supongo que, por no haber persona más adecuada en aquella casa, me convertí yo en su paño de lágrimas.

—No sabes el peligro que corremos —me decía—. Nuestro señor Dromux debe salir bien parado de esta campaña militar. Si Alá no quiere que sea así, todos podemos pasarlo muy mal en esta casa.

—¿Por qué? —inquiría yo—. No lo comprendo.

—Uf, es largo de contar —me decía—. Además, no sé si puedo confiar del todo en ti. Al fin y al cabo, eres un cristiano cautivo, no más. Si al menos te hubieras hecho turco…

Pero era tal la necesidad que tenía de compartir sus temores y penas, que siempre terminaba revelándome parte de los secretos que albergaba su corazón angustiado. Así, me contó que Dromux se había enfrentado a Dragut y que sus buenas relaciones de antaño se habían deteriorado mucho. Aunque seguían asociados en sus actividades corsarias, esta misión se mantenía sólo por el interés de ambos; pero ya no confiaban el uno en el otro. Ahora Dragut se iba aproximando cada vez más a Uluch Alí y parecía ser que, en el oscuro y complejo mundo de la armada de la mar turquesa, nuestro amo Dromux empezaba a encontrarse algo apartado.

—Veremos qué pasa en ese dichoso cerco de Oran —decía Yusuf—. Esperemos que nuestro señor Dromux salga airoso. Si no…

—¿Si no, qué?

—Podemos pasarlo mal. El Agá Müezzinzade Alí es el mayor enemigo de nuestro amo. Ya hace tiempo que se enteró, por no sé qué sucias informaciones, de que Dromux Bajá aspiraba a ser el gran almirante de la mar. Müezzinzade Alí tiene muy buena mano en la Puerta.

—¿Y nuestro amo? ¿No cuenta con protectores?

—Sí. Gracias a Alá, el gran Piali Bajá le mira muy bien.

—¿Entonces?

—¡Ah, no sabes cómo son los poderosos de la Puerta! Quien ahora está arriba, mañana puede estar abajo. El sublime sultán Solimán es ya un hombre anciano, cuyo imperio gobiernan sus visires. De todos es sabido que la gente del heredero, el príncipe Selim, no pierde el tiempo abriéndose camino para el día de mañana. Y entre la gente del príncipe hay un visir, Sokollu Mehmet Bajá, que tiene cuentas que saldar con muchos magnates. ¡Ay, Alá nos libre de las intrigas de la Alta Puerta! Caerán cabezas, muchas cabezas. Como siempre. Siempre ha pasado…

Consideré que toda esta información podría ser de mucho interés para los espías del Rey católico. Pero no sabía cómo hacerla llegar a los conjurados. Así que me pareció que lo más oportuno era tratar de ir al monasterio de San Benito. Le pedí a Yusuf que me dejase asistir a la misa y, para sorpresa mía, no se hizo de rogar demasiado aquella vez. Me dio permiso enseguida y además se ofreció para acompañarme.

—Iremos allá —dijo—. Ha mucho que no sé nada de Melquíades de Pantoja. Es un hombre animoso y no me vendrá mal departir con él un rato.

Era el final del verano cuando cruzamos el Cuerno de Oro una plomiza tarde de ambiente vaporoso. En Calata regresaban los pescadores y en el puerto se desenvolvía el último ajetreo de los mercaderes. Recorrimos el ataranazal bañado por un sol ardiente que hacía brillar las piedras de los edificios y llegamos frente al enorme almacén de Pantoja. Un denso olor a vino ascendía desde las bodegas de los barcos y el muelle estaba abarrotado de envases de todo tipo. Allí mismo preguntamos por el mercader a uno de los contables que, no bien iba a contestarnos, cuando oímos a nuestras espaldas:

—¡Eh, queridos amigos!

Era Pantoja que venía hacia nosotros con una sonrisa de oreja a oreja. Nos abrazó y ordenó a su gente que nos obsequiaran con algunas garrafas del mejor vino, las cuales cargaron en las alforjas de la mula de Yusuf. Después el mercader propuso:

—Aquí hace calor, amigos. Vayamos a mi casa. Viendo yo que no podría hablar a solas con él, pues estaría presente el eunuco en todo momento, observé:

—No quisiera yo resultar poco agradecido, desdeñando tan amable invitación, amigo Pantoja. Pero ha tiempo que no cumplo con los sagrados deberes de nuestra religión cristiana y me pide la conciencia ir a buscar confesor a quien decir mis pecados.

Pantoja comprendió enseguida mis razones y dijo:

—Claro, Monroy. ¿Te parece bien que nos acerquemos hasta el monasterio de San Benito?

—Precisamente pensaba ir allá —contesté—. Si Yusuf no tiene inconveniente…

—Vayamos los tres —otorgó el eunuco, que estaba muy complaciente ese día.

Ascendimos hasta el barrio cristiano y llegamos al monasterio, en cuya fresca iglesia entramos. Después de santiguarme, como es de ley, acudí yo enseguida a los pies de la imagen del Salvador y oré muy conmovido. Mientras tanto, Pantoja no perdió el tiempo y fue a buscar al padre Paulo, el cual acudió para situarse en el confesionario dispuesto a oírme.

Cuando hube referido todos mis pecados, que eran hartos desde la última vez que me confesé en la Semana Santa, el clérigo, muy circunspecto, me dijo:

—Joven caballero, es difícil mantenerse en gracia de Dios en esta lejana tierra sarracena. Las costumbres de esta gente no propician las virtudes de nuestra religión. Voy a absolverte de todos tus pecados y he de decirte, por la autoridad que me concede la santa Iglesia católica, que es un gran mérito el tuyo, por haber guardado la fe sin renegar, a pesar de tantos sufrimientos. Sirva esa perseverancia como penitencia y reparación de tus culpas —dicho esto, impartió la absolución y luego me mandó hacer algunas oraciones.

—Padre —le dije—, vuestra reverencia estaba presente cuando juré servir a la causa del Rey católico aun en el trance de mi cautiverio. Pues bien, he podido recabar algunas informaciones que creo pueden ser de gran utilidad a los conjurados.

Al oírme decir aquello, el fraile aguzó sus ojos como un aguilucho.

—¡Chist! —dijo—. Hablaremos de eso en la sacristía.

Salió aprisa del confesionario y me tomó del brazo para llevarme a la sacristía.

—¿No sospechará el eunuco si entro ahí? —le pregunté.

—No. Es frecuente que los cautivos busquen consuelo y conversaciones más largas con los sacerdotes —contestó rotundo el clérigo.

Cerró la puerta y ambos quedamos a solas en la sacristía. Las paredes estaban ennegrecidas por la humedad, y los cuadros tan oscurecidos que apenas se distinguían las figuras pintadas en ellos. El Cristo de un gran crucifijo que estaba sobre una enorme cómoda parecía mirarnos con agónico semblante.

—¡Vamos, di lo que sabes! —inquirió apremiante el padre Paulo.

Con detenimiento y dando todos los detallas que sabía, empecé a contarle cuanto había oído en la casa de Dromux durante los últimos meses: las preocupaciones que Yusuf me desvelaba, las intrigas y enemistades entre los comandantes de la armada turquesa, lo referente al cerco de Oran, las relaciones de Dromux con los visires y su distanciamiento con Dragut. Cuando hube concluido mi relato, el fraile sentenció circunspecto:

—Nada nuevo bajo el sol.

—¿Qué quiere decir vuestra paternidad? —le pregunté.

—Pues que todo eso que has contado lo sabemos ya hace tiempo. Son secretos a voces en Estambul.

—Yo no salgo de aquella casa —dije—. Procuro enterarme de todo lo que puedo. Últimamente, el eunuco me confía cosas. Aprecio que está muy preocupado por el futuro, pues teme que nuestro amo Dromux caiga en desgracia. Eso es todo lo que he sabido. Tal vez si pudiera salir de allí…

El anciano y pequeño clérigo se frotaba las manos con nerviosismo, mientras me escuchaba pensativo. De vez en cuando, su curvada espalda se agitaba y torcía la cabeza hacia un lado. Me fijé en su hábito negro, raído y sucio, y en sus pies sarmentosos que calzaban viejas sandalias. No dejaba de resultarme extraña la estampa de aquel fraile que vivía tan solo en el ruinoso monasterio, dedicado al peligroso menester de la conjura.

—Ha llegado la hora de pensar en algo serio —dijo de repente—. Debes dar un paso definitivo, muchacho.

—¿Un paso definitivo? ¿Qué quiere decir vuestra paternidad? En esa casa no puedo hacer más de lo que hago…

—No, no, no, Monroy —dijo—, déjame hablar. Precisamente quiero decirte que, siguiendo tu vida como hasta ahora, no vas a resultarnos de mucha utilidad.

—¿Y qué puedo hacer?

—Muy sencillo —respondió con firmeza—: ahora es el mejor momento para que te conviertas a la ley de Mahoma.

—¿Qué? —exclamé sobresaltado—. ¿Me pide vuestra paternidad que apostate de nuestra fe católica?

—Sí, Monroy, eso te pido. Mas sólo ha de ser esa apostasía en tu fuero externo. En el fuero interno de tu alma seguirás siendo fiel a la cruz de Cristo y al credo de la única y verdadera Iglesia de Roma.

—Pero… —repliqué confundido—. Siempre oí decir que, en cuestiones de fe, lo que profesan los labios debe ser acorde con lo que se guarda en el corazón. Si apostato, aunque sea de manera ficticia, faltaré a mi obligación de dar testimonio de mi fe como buen caballero cristiano.

—Bueno, bueno, bueno… —me dijo agitando sus delgadas manos—. No tenemos tiempo ahora para entrar en complejas disquisiciones teológicas. Éste es un asunto de suma importancia para la causa cristiana y hemos de actuar astutamente. Si te haces turco, te ganarás definitivamente a tus amos y a mucha más gente en Estambul. Con ello podrás realizar grandes cosas en favor de nuestra fe y del Rey católico.

—Pero quedaré manchado por un sucio pecado de apostasía —observé.

—¿Y para qué está el Papa de Roma, sino para absolverte de ese pecado? ¿No has oído aquello de que: «donde abundó el pecado sobreabundó la gracia»?

—Nunca pensé que la Iglesia sería precisamente quien me pidiera pecar. ¡Es para volverse loco!

El anciano fraile se puso más nervioso aún. Iba de un lado a otro de la sacristía agitando las manos y su rostro enrojeció de rabia.

—Eres terco, Luis María Monroy —me decía—, terco y complicado, muy complicado. Cualquiera en tu lugar se frotaría las manos si se le brindara una oportunidad así. Para un cristiano, renegar en Estambul supone abrir la puerta a los placeres de la carne. ¿Pues no estás tú ya disfrutando pecaminosamente, bribón? ¿No me has confesado hace un momento tus devaneos con esa mujer de tu amo?

—No es lo mismo —repuse—. Una cosa es caer en una debilidad y otra muy diferente actuar a conciencia.

—Lo que yo digo: ¡terco y más que terco!

—Comprenda vuestra paternidad que se me pide nada menos que desdecirme de la fe que me enseñaron en la cuna. Yo no soy uno de esos hombres que se olvida quienes son apenas han dado media vuelta. Me enseñaron a decir la verdad y a no tomar el nombre de Dios en vano.

—¡No me sermonees a mí! —me espetó el fraile, tenía ya perdida toda la paciencia.

En esto, sonaron algunos golpes en la puerta. Asomó Pantoja y dijo:

—¿Qué sucede? Se oyen voces como de una contienda.

—¡Anda, llévate a ése! —exclamó el padre. ¡Es terco como una mula!

Por el camino, cuando íbamos de regreso hacia Eminonü, yo iba pensativo, dando vueltas en mi cabeza a lo que me había dicho el padre Paulo. Como advirtió Yosuf mi pesadumbre, me preguntó:

—¿Qué te sucede? ¿De qué has discutido con el fraile? ¿Por qué vas tan cabizbajo?

—¿Sabes una cosa, Yusuf? —le dije—; estoy harto de la fe cristiana. Hay mucha hipocresía en los cristianos Durante todo este tiempo he venido comprobando con cuánta soltura y tranquilidad cumplís los fieles a Mahoma con vuestra religión.

—¿Quieres decir que estás pensando por fin en cambiarte de ley?

—Sí, lo estoy pensando. Y esta vez creo que me decidiré.

—¡Alá sea loado! —exclamó Yusuf exultante de felicidad.