Cuando llegó un criado de parte de Semseddin para comunicar que el jefe de los escribas del Gran Turco se complacía en recibirnos para oírme cantar, Yusuf exultó lleno de felicidad:
—¡Maravilloso! ¡Es una oportunidad excepcional! Al fin podré congraciarme con el nisanji.
El eunuco estaba tan contento que me confió algunos secretos de su vida personal. Me contó que en su infancia había servido en el palacio de Topkapi, una vez hecho cautivo por Barbarroja. Como tantos otros muchachos, después de ser castrado, se puso a las órdenes de los Agás del Sultán sin poder salir del palacio durante varios años. Después sirvió en las despensas como paje bajo el mando del eunuco jefe de la cocina.
—Allí engordé hasta aumentar tres veces mi tamaño —me explicó divertido—. Por eso estoy tan grueso. Cualquiera que haya servido en las despensas del palacio sabe cómo se engorda allí, pues vive uno entre julepes, dulces y golosinas de todo tipo. Para un muchacho de catorce años es el paraíso.
Según me dijo luego, cuando cumplió los diecisiete fue enviado a las oficinas de la Sublime Puerta, bajo el mando de los escribas que trabajaban para el gran visir. Allí, por celos y envidias, cayó en desgracia a los ojos de uno de los maestros, el cual buscó la manera de agenciarle un destino lejos del palacio. Así fue regalado a Piali Bajá, que a su vez se lo entregó como obsequio a su fiel capitán Dromux Arráez.
—Ésta es mi historia —dij o finalmente—. Aquel maestro que entonces me tomó inquina es ahora nada menos que el nisanji, el jefe de los escribas de la Sublime Puerta. No he tenido ocasión de expresarle mis respetos y deshacer de una vez por todas los malentendidos que, por la maldita envidia, surgieron entonces. Por eso esta oportunidad es muy importante para mí. Debes dejarme en buen lugar.
—¿Deseas retornar al palacio para volver a servir como escriba? —le pregunté, al verle tan ilusionado.
—¡Oh, no! —exclamó—. Eso ya no sería posible. Sólo quiero congraciarme con el nisanji. Es una espina que llevo clavada desde entonces. Además, no es bueno tener enfrentado a un personaje tan importante.
Estando en esta conversación, llegó Semseddin. Venía muy bien ataviado para la ocasión, con caftán de seda azul y abultado turbante blanco adornado con broche de pedrería; la barba atusada, tiesa, brillante y muy larga sobre el cuello. Traía el semblante grave y en un momento deshizo todas las ilusiones de Yusuf, cuando anunció:
—El nisanji estará encantado de escuchar al cristiano, pero, lo siento querido Yusuf…
—¡Cómo que lo sientes! —le gritó angustiado el eunuco.
—El nisanji no quiere verte —dijo con afectada voz y compasiva tristeza—. Me ha dicho que en otra ocasión te recibirá.
—¡Por todos los djinnis! ¡Maldito nisanji! —exclamó desesperado Yusuf—. ¡Cerdo, rencoroso, ruin…!
—Lo siento, querido amigo —le consolaba Semseddin—. Ya sabes cómo son estas cosas… Se lo dije y él no puso muy buena cara. Pareció que diría que sí, pero después se lo pensó y…
—¡Pues el cristiano no irá! —replicó muy enojado el eunuco—. ¡Si yo no voy, el cristiano no irá!
—No puedes hacer eso —observó Semseddin—. Sería un gran desaire para el nisanji.
—¡No, no irá! ¡Maldito nisanji! ¡Maldito orgulloso!…
—Si le niegas ese capricho, caerás definitivamente en desgracia en la Sublime Puerta, Yusuf —le decía Semseddin—. Piénsalo bien.
—De todas maneras —comentó el eunuco—, el esclavo cristiano no es mío. Mi amo Dromux Bajá no está. Irás y le dirás al nisanji que no puedo enviarle algo que pertenece a mi señor Dromux. No, no puedo hacer algo así. O voy yo, o el cristiano no tocará ni cantará para él.
—No puedes hacer eso —trataba de convencerle Semseddin—. ¡Es una locura! El nisanji es un hombre soberbio que no está acostumbrado a que le contradigan. Después de que le ponderé lo bien que canta el cristiano, se despertó en él la curiosidad. Me costó hacerle ver que merecía la pena escuchar a Luis María. ¡Cómo voy a decirle ahora que el cristiano no irá! ¿No lo comprendes? Ahora caeré yo en desgracia ante él.
—¡No me importa!
—Sé razonable, Yusuf. Piensa que, si el nisanji queda prendado de la música del cristiano, puede solucionarse la cosa para ti. Tal vez entonces quiera hablar contigo.
El eunuco parecía ir entrando en razón. Lloraba amargamente, de rabia y despecho; pero escuchaba atentamente a Semseddin.
—Querido Sem —otorgó al fin—, el cristiano irá. Pero tú hablarás de mí al nisanji. ¿Harás eso por mí?
—Claro, amigo mío. Le hablaré de tu buena voluntad y de tus progresos al servicio de Dromux Bajá. Él me escuchará. Ya sabes que soy un hombre convincente.
—¡Andad, marchaos ya! —otorgó con amargura Yusuf.
Dejamos al eunuco muy compungido en la puerta del palacio de Dromux y nos adentramos en el laberinto de calles que conforman el abigarrado barrio de Eminonü. Cabalgaba Semseddin a lomos de una hermosa mula blanca que guiaba un criado y yo le seguía llevando mi laúd en la mano. Atravesamos un pequeño mercado repleto de verduras y frutas multicolores. Un grupo de niños bulliciosos comenzó a seguirnos entre gritos y bromas buscando impacientarme, como solían hacer cuando veían pasar algún cautivo cristiano.
—¡Fuera, mocosos! —les gritaba Sem—. ¡Dejadnos en paz!
El lacayo que sostenía la brida de la mula acabó corriendo detrás de los muchachos y les arrojó algunas piedras. Nos dejaron en paz. Pero, más adelante, las criadas que llenaban sus cántaros de agua en la fuente de una plaza volvieron a importunarme. Sentí mayor vergüenza a medida que nos adentrábamos en la parte más rica del barrio, donde los palacios eran fastuosos y los jóvenes holgazaneaban lujosamente ataviados, sentados en los umbrales de blanco mármol. Aunque no podría escaparme, pues me sería difícil llegar lejos, debía llevar la cadena sujeta a la argolla del cuello; lo cual hacía que me sintiera como un animal. Para un caballero eso es lo más humillante del cautiverio.
—¡Ahí está la Alta Puerta! —exclamó de repente Semseddin, haciendo que su mula se detuviera frente a un edificio inmenso.
En este gran palacio, cuya entrada estaba muy vigilada por aguerridos guardias, vivía el gran visir del Sultán, y allí reunía a los altos dignatarios y a toda la gente que gobernaba el Imperio. Era este lugar, junto con el palacio del Gran Turco, el más vedado y guardado recinto de Estambul. Se referían a él con reverencia y temor, nombrándolo siempre como la Alta Puerta, la Sublime Puerta o, sencillamente, la Puerta.
—¿Vamos a entrar ahí? —le pregunté a Sem.
—¿Entrar ahí? —dijo espantado—. ¿Estás loco? Sólo la gente muy principal puede cruzar esa puerta. Iré a decir a los guardias que el nisanji espera nuestra visita.
Me quedé a cierta distancia con el lacayo. Semseddin cruzó la calle, descabalgó y se dirigió a los guardias con mucho respeto. Uno de los oficiales salió y estuvo hablando con él. Luego entró en el edificio. Semseddin estuvo esperando un buen rato delante de la puerta. Finalmente volvió a aparecer el oficial y le habló de nuevo. Ambos entraron en el enorme y sombrío palacio.
—¿No decía tu amo que no se puede entrar ahí? —le pregunté al lacayo.
—Él puede cruzar la Puerta —musitó el criado—. Mi señor conoce a mucha gente importante. Cuando te dijo que no se puede entrar ahí se refería a ti y a mí.
Tras una prolongada espera, salió al fin Semseddin. Apareció con él un hombre bajito que vestía largo caftán de terciopelo de color de albaricoque.
—Es el nisanji —me dijo el lacayo—; el jefe de los escribas de la Puerta, el guardián de los sellos del Sultán. Ya te dije que mi amo Semseddin tiene ahí amigos muy importantes.
El nisanji llevaba un buen acompañamiento de criados, palafreneros y guardias. Con él, formábamos una rara comitiva que emprendió el descenso de una empinada calle hasta un palacio cercano. Era ya la hora del crepúsculo y los cipreses negreaban en el cielo violáceo. Altos muros de piedra daban sombra a los jardines y los alminares de las mezquitas componían un curioso panorama en la ciudad, allá a lo lejos, sobre las colinas. Los únicos ruidos que se oían en la parte más noble de Estambul eran los melancólicos gorjeos de los ruiseñores aposentados en las enramadas.
Una mezcla de desgana y desidia se apoderaba de mi ánimo mientras iba a cumplir con mi oficio de músico. Pero decidí en ese mismo momento comportarme como esperaban mis dueños de mí.
Y no defraudé al nisanji cuando canté en su presencia, en un bello patio adornado con arabescos y motivos florales en blanco y azul, donde una docena de invitados se daban al vino. Satisfecho, vi cómo aquel hombrecillo que decían era tan importante, sonreía muy complacido y aplaudía con sus menudas manos, recostado en el enorme sofá dorado desde donde me escuchaba bajo una galería de bronce.
Cuando llegué a la casa de Dromux, enseguida acudió a mí Yusuf, poseído de una gran ansiedad:
—¿Habló Sem al nisanji de mí? —me preguntó.
Recordé la insistencia del eunuco el día antes, al suplicarle a Semseddin que intercediera por él ante el jefe de los escribas. La sangre corrió por mi cara cuando reparé en que debía decirle la verdad, la cual sería muy dolorosa para él: Semseddin no había mencionado ni una sola vez el nombre de Yusuf en presencia del nisanji. No sabía yo las oscuras razones que le llevaban a ser tan desleal con su amigo; sólo me preocupaba el disgusto tan grande que ocasionaría en el alma del eunuco si era totalmente sincero con él.
—¡Vamos, habla! —se impacientaba—. ¿Le habló de mí?
Traté de eludir la respuesta para no mentir, pero mi atemorizado tartamudeo fue ahogado por sus gritos:
—¡No le habló de mí! ¡No trates de engañarme! ¡Ese malnacido de Sem no habló de mí al nisanji! ¡Que los djinnis le perjudiquen!
—Tal vez le habló cuando yo no estaba delante y no pude oírlo —le dije tratando de consolarle.
—¡No, no le habló! ¡No le dijo una sola palabra de mí! —sollozó desesperado, arrojándose sobre los cojines del diván.
—¿Por qué es tan importante para ti? —le pregunté—. ¿Por qué te preocupa tanto eso? ¿Qué te importa ese nisanji? Vives bien aquí…
—No lo comprendes —dijo con frases entrecortadas por el llanto—. Algo extraño está sucediendo… Mi olfato me dice que algo me huele mal…
—¿Qué?
—No lo sé —contestó—. ¡Ojalá lo supiera! Sólo puedo decirte que tengo sombríos pensamientos…