20

Una de aquellas noches, cuando estaba yo sumido en profundo sueño, sentí que una mano me zarandeaba y una voz cerca de mí me susurró:

—Vamos, cristiano, coge tu laúd y ven conmigo. Aturdido y medio dormido, abrí los ojos y vi a Yusuf Agá junto a mi cama con una lamparilla en la mano. Como sabía que debía estar siempre dispuesto para cumplir con mi oficio, y ya en varías ocasiones se les habían antojado mis servicios a cualquier hora del día o de la noche, me levanté sin rechistar y me vestí.

—¿No te apetece pasar un ratito de fiesta? —me preguntó mientras le seguía por el pasillo.

—Para eso nunca es mala hora —dije, aunque sin demasiado entusiasmo, pues llevaba aún adherido al cuerpo el calor de las mantas.

Supuse que el Agá tendría alguna visita y que se les habría ocurrido escuchar algo de música después del banquete. Sin embargo, a medida que recorríamos el palacio, me di cuenta de que todo estaba en silencio. No había más lámparas encendidas que las que permanecían iluminando los principales rincones durante toda la noche. Pasamos por delante de las cocinas y no se escuchaban ruidos deplatos ni conversaciones. Era demasiado tarde y todo el mundo se encontraba ya en los dormitorios, entregado al sueño.

Mi corazón se agitó y terminó de espantárseme el sueño cuando descubrí que íbamos hacia las dependencias de las mujeres. Atravesamos un patio abierto al cielo estrellado y discurrimos por delante de unos setos que exhalaban el agradable aroma del mirto. Entonces vi la reja de la puerta donde hablé por primera vez con Kayibay. Ahora yo estaba en el lado de adentro. Mi excitación aumentaba a cada paso.

Más adelante, donde crecían oscuros arbustos, cipreses y granados, frente al edificio del harén, se escuchaba el rumor de voces y algunas risas.

—Aguarda aquí —me pidió Yusuf.

Vi su silueta desaparecer en la oscuridad y oí cómo chirriaba la puerta del palacete. Entre las ramas de los árboles, se adivinaban las celosías que dejaban escapar luz por sus diminutas aberturas. La incertidumbre y la excitación me oprimían el pecho. Era una noche de media luna, no demasiado oscura, en la que los tejados se dibujaban en un firmamento limpio. De vez en cuando, la brisa levantaba el aroma dulzón de las rosas que se esparcía por el ambiente cálido y vaporoso. Sería más de media noche y ya los gallos alzaban sus cantos, próximos y lejanos, siendo contestados por el aullido de algún perro.

De repente, percibí que la vegetación se agitaba a un lado y pude oír el frufrú tan propio de las sedas, lo cual encendió mi corazón. Entonces vi aproximarse dos siluetas oscuras, muy embozadas en telas, que a pesar del tapado identifiqué como las de dos mujeres.

—¡Querido —dijo una de ellas—, ansiaba verte!

—¡Mi señora, Kayi! —exclamé.

Un impulso súbito nos llevó a abrazarnos amorosamente. Por encima de sus hombros, vi cómo la otra mujer corría a ocultarse en las sombras de la noche.

—Mi amor, querido mío —me susurraba ella al oído.

Había soñado tantas veces con volver a tenerla cerca, que aquello no me parecía ser realidad. No sabía por qué misteriosa razón el Agá me volvía a regalar con su encuentro y no me importaba que pudieran darme una paliza después de gozarla. Pensaba más bien que, de estar con ella, me había de venir todo el beneficio del mundo.

—Te amo, señora mía —le dije—. Paso la vida pensando en ti y no encuentro contento sino en verte y abrazarte.

—Ea, pues —contestó—, bésame cuanto quieras en estos labios que cada día repiten tu nombre.

Nos besamos largamente. Había un silencio y una quietud muy grandes. Recelaba yo de que alguien pudiera estar observándonos desde alguna parte y tal pensamiento no me permitía ser feliz del todo. Percatóse ella de esta inquietud mía y observó:

—Hay rigidez en tu cuerpo, querido. ¿Qué te ocurre? ¿Es verdad, como dices, que me amas o…?

—Sí, señora, te amo, desde la primera vez que te vi. Pero no siento la libertad suficiente para manifestarme como corresponde a un hombre que desea a una mujer. Siempre hay gente alrededor nuestro y nunca estamos del todo a solas.

—¿Te refieres a los eunucos? —le preguntó con voz casi inaudible.

—Sí.

—Vive como si no existiesen —dijo muy tranquila—. ¿Te importan esos árboles o esas rosas que están más allá? ¿Acaso esas estrellas que nos miran, como ojos encendidos desde el cielo, te causan inquietud?

—No es igual.

—¿Porqué?

—Vivo aquí y ahora en un mundo donde tengo la sensación de que muchas miradas me espían. Quisiera sentir esa libertad que tienen quienes no son observados, ni juzgados; cuyas vidas pertenecen a ellos mismos.

—Éste es, querido mío, mi lugar—dijo amorosamente, apretando su pecho generoso contra el mío—. O mejor, diré que éste es nuestro lugar. Aquí hemos de vivir y aquí hemos de amarnos. No pienses en nada más. Ahora estamos juntos. Eso es lo único que importa.

Obediente a estas palabras suyas, no volví a manifestar inquietudes. La amé en silencio en la oscuridad de aquel jardín. Como la otra vez, al estar con ella, me parecía que era un sueño del que iba a despertar.

Permanecíamos abrazados muy felices, cobijados en la espesura de los setos, cuando una voz de mujer nos sacó de nuestro arrobamiento.

—¡Kayi! ¡Mi señora Kayi!

—Es mi criada —me susurró al oído ella.

—No comprendo nada —dije—. ¿Por qué nos permiten encontrarnos? ¿Y por qué vienen a separarnos?

—Esta vez tendremos más tiempo para estar juntos. ¡Vamos!

Me cogió la mano y tiró de mí. Anduvimos un rato por el jardín en dirección al pabellón. Por el camino, se unió la criada.

—Has tardado demasiado, señora —decía con inquietud—. El Agá estaba impaciente.

—¡Que se aguante al Agá! —exclamó con enojo Kayibay.

Yo me dejaba llevar. Mi confusión era tan grande, que no me atrevía a abrir la boca. Pero, como viera que estábamos ya delante de la puerta del harén, me detuve y le dije:

—Señora, entrar ahí puede ser muy peligroso para mí.

Ella me abrazó entonces y, con enérgica voz, observó:

—¡Querido, ahí mando yo!

Cruzamos el umbral prohibido. Varios eunucos salieron a nuestro encuentro. No advertí en sus rostros inquietud alguna. Más bien me pareció que nos aguardaban. Atravesamos un patio y entramos directamente en un salón muy iluminado. Al fondo, repantigado sobre los cojines en un amplio diván, estaba Yusuf, que conversaba con otro hombre. Al vernos irrumpir en la estancia, el eunuco se incorporó y exclamó:

—¡Ya era hora, Kayibay! ¡Te trae loca ese español!

—Tú me autorizaste a ir con él. ¡Ya sabes que me pierde su presencia! —contestó ella resuelta.

En la escasa luz de la estancia, fui adivinando las figuras de las mujeres y los eunucos que se encontraban observándonos muy atentos desde los rincones. También pude advertir quién era el hombre que se encontraba sentado al lado de Yusuf: el renegado Semseddin, al cual conocí en la reunión secreta de los conjurados en el monasterio de San Benito. Y desde ese momento determiné hacer como si fuera la primera vez que le veía. También él actuó como si no me conociera y dijo fríamente:

—¿Éste es el músico español que tan privados os trae a todos?

—Sí, aquí lo tienes —respondió Yusuf—. Ya ves que, aun recién despertado, tiene garbo y maneras de poeta. Mas no apreciarás lo que vale en su justa medida hasta que no le oigas tañer y cantar.

Sin fijarse, al parecer, en que yo me había ruborizado de turbación, Kayibay añadió:

—¡Se adueñará de tu corazón, como del nuestro! ¡Vamos, canta! —me pidió.

Como si hubiera yo presentido aquella buena ocasión, había ensayado el día antes una bonita canción que oí tararear a un criado originario de la Anatolia. Para acompañar la voz, me servía del laúd turco de largo mástil al que llamaban ellos saz. Tanto me deleitaba aquella melodía y las palabras de la letra eran tan sentidas, que cuando la cantaba yo mismo era incapaz de evitar la congoja. Hablaban los versos acerca de la tristeza infinita, de un país lejano y de una soledad grande. Se describía la nieve de las montañas, el brotar de la primavera en los páramos y el candor de los sueños de infancia; el amor, la separación, el desconsuelo y la añoranza.

Sumido en la melodía, no me percaté de que Kayibay había venido a sentarse a mis pies, deshecha en lágrimas. Frente a mí, Yusuf y Sem permanecían inmóviles con los ojos vidriosos y una expresión bobalicona que delataba los profundos sentimientos que aquella canción despertaba en sus almas.

Aunque viva cien unos, o mil, en tu tierra, que es la mía, no olvidaré la dulzura de tu rostro, amada mía…

Paseé la mirada por el salón y comprobé cómo todos permanecían pendientes de mi voz. Entonces descubrí a Hayriya, que estaba delicadamente apoyada en una columna, rodeando el fuste con sus brazos, en un amoroso gesto que interpreté como una sutil insinuación. Era tan bella, que su visión me arrastraba a una especie de éxtasis. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no quedarme sin aliento y, preso de tal estado de asombro, mi voz debió de quebrarse de una manera especialmente doliente, porque se elevó en el aire como un revuelo de suspiros cuando hice un silencio que rellené con los dulces sonidos del saz.

Aunque hubiera deseado que me abrazara Hayriya tal y como hacía con la columna, fue Yusuf quien saltó hacia mí para apretarme contra su grande y blando cuerpo, llenándome de besos.

—¡Ha sido tan hermoso…! —exclamaba—. ¡Sabía que no me defraudarías delante de mi invitado!

También Sem me felicitaba emocionado y aproximó a mis labios una copa de dulce vino griego.

—Ahora comprendo por qué son cautivos de tu canto —dijo—. Ciertamente, tu arte es grande.

—¡Ya te lo decía! —exclamaba Yusuf—. ¿Me crees ahora? ¡Es excepcional!

Fuimos a sentarnos en el amplio diván. Para tristeza mía, el Agá despidió a las mujeres y al resto de los eunucos. Sólo Kayibay permaneció junto a nosotros, como si la orden del mayordomo no fuera con ella. En cambio, vi a Hayriya salir del salón con las demás concubinas y aprecié que iba muy contrariada.

Mientras disfrutaba yo del vino que me dieron, Yusuf y Semseddin hablaban entre ellos. Tanto les había gustado mi música, que acordaban llevarme nada menos que al palacio del Gran Turco para obsequiar con mis cantos a un importante personaje.

—Déjame que lleve al cristiano para que le oiga el nisanji —le pedía Sem a Yusuf—. Ya sabes cómo le gusta la música. Puedes estar seguro de que se alegrará.

—No sé —porfiaba Yusuf—. No está mi amo Dromux y temo incurrir en una imprudencia.

—¡No seas timorato, hombre! Dromux no puede enfadarse porque lleves a su esclavo a presencia del jefe de los escribas del Sultán. Y a ti puede beneficiarte mucho, querido Yusuf.

—¿Crees de verdad que el nisanji se alegrará? Ya sabes que hace años que no me mira bien…

—¡Claro que se alegrará! —aseguraba Sem—. Puede ser ésta la ocasión que esperabas para congraciarte con él.

—No sé… —decía meditabundo Yusuf—. El jefe de los escribas es un hombre complicado…

—No se hable más —sentenció Sem—. Es una buena ocasión y no vas a desperdiciarla. Pediré audiencia al nisanji y tú, yo y el músico iremos al palacio para alegrarle el oído. Prepara regalos adecuados. Te avisaré cuando tenga la contestación.