A primera hora de la tarde del Viernes Santo, Melquíades de Panto vino a buscarme a la casa de Dromux, tal como había prometido el día anterior. Me sorprendí al ver con cuánto miramiento le trataba el Agá Yusuf. No bien había aparecido el caballero napolitano en el zaguán del palacio, cuando acudieron los criados para ofrecerle un sirope de limón y algunas golosinas.
—Oh, no, muchas gracias —se excusó Pantoja—; he de comulgar esta tarde, ya sabéis.
—¡Ah, querido Melquíades —exclamó Yusuf alzando los brazos al cielo—, tú tan cristiano como siempre! Claro, hoy es Viernes Santo; un señalado día para vuestra religión.
—Sí—asintió Pantoja—. Hoy es día de ayuno y abstinencia.
—Pero una simple limonada… —insistió el eunuco.
—Ni siquiera eso —negó el caballero cristiano—. Haceos a la idea de que para mí es Ramadán.
—¡Ah, claro, Ramadán! ¡Ja, ja, ja…! —rió Yusuf.
—Bien —dijo Pantoja—. Se hace tarde y no debemos retrasarnos para el oficio. Me llevaré a Monroy, como quedamos ayer.
El Agá me miró y frunció el ceño.
—¿Otra vez al oficio hoy? —refunfuñó—. ¿No tuvo bastante con lo de ayer?
—Ha de cumplir con su credo —observó el mercader.
—¡Pues no ha acudido a la iglesia en tres años —protestó el Agá— y ahora va a ir cada día! ¡A ver si le va a sentar mal el atracón teniendo perdida la costumbre!
—¡Ah, ja, ja, ja…! —le rió la gracia Pantoja—. ¡Tú siempre tan ocurrente, querido Yusuf Gül Agá! ¡Cómo se nota que naciste en España!
—Pero me hice turco —replicó muy serio el eunuco—, y muy turco. Ya no tengo de español ni el nombre.
—¡No te enfades, hombre! —le dijo conciliador el mercader—. Cada uno es de donde pace, no de donde nace.
—Eso mismo —asintió Yusuf—. Y ya quisiera yo que ése —dijo señalándome con el dedo— se hiciera turco. Mas, con tantos ires y venires a las iglesias, vas a deshacer tú, Pantoja, todo lo que yo he hecho; que ya lo tenía medio convencido de que se cambiase a la ley turca. Que siendo tan buen poeta y cantor como es, puede ganarse aquí fama, hacienda y, si lo mereciere, hasta libertad con el tiempo.
—¡Eso lo veo difícil! —protesté.
—¡Calla, que nadie te ha autorizado a abrir la boca! —me gritó amenazante el Agá—. ¿Has visto? —le dijo a Pantoja—. Ahora se crece y se pone respondón. Todo es a cuenta de haber tenido trato con misas y cristianos. ¡Si ya lo decía yo!
—Anda, Yusuf Gül Agá —le rogó el mercader—, déjale venir conmigo, que se hace tarde y no llegaremos con hora para la adoración de la Santa Cruz.
—¡Y dale! —refunfuñó Yusuf—. ¿Pues no te digo que lo que yo quiero es que se haga fiel al Profeta y se cambie a la ley de nuestro amo el Gran Turco?
—Sí, ya lo he oído, querido Agá —contestó Pantoja—. Pero, mientras tanto, ¿va a estar ateo? Si se cambia un día de ley, ya tendrá tiempo de ir a la mezquita. Mas ahora deberá cumplir con la única ley de Dios que sabe, la cual es la de su bautismo cristiano. ¿O no es eso justo?
—¡Andaos! —accedió al fin el eunuco—. Que no hay cosa peor que estarse sin Dios, como dice el Corán.
—Alá te lo pague —rezó Pantoja—. ¡Vamos, Monroy!
No fui ni a cambiarme las ropas y salí vestido como estaba, con tosco sayal de cautivo. Iba por las calles cual penitente, arrastrando mis cadenas, descalzo y con los cabellos luengos, sucios y revueltos.
—¡Ir a los oficios de esta guisa! —murmuré, pues recordaba la compostura que se usa en España para tales menesteres en día tan señalado.
—Eso es lo de menos —dijo Pantoja—. Lo importante es ir. ¡Y ya me ha costado convencer al Agá!
—Ya te dije que costaría. Milagro me parece que me haya autorizado. Poco he visto yo las calles de Estambul desde que llegué.
—Eso sólo significa una cosa y debe causarte no poco orgullo.
—¿Pues, de qué se trata?
—Significa que te tienen en alta estima—dijo el mercader deteniéndose y poniéndome la mano en el hombro—. Cuando los turcos descubren a alguien que les interesa, sea cristiano o moro, no cejan hasta conseguir que les sirva sin condiciones. Y si le consideran digno, no dudan en hacerlo de la familia y en dotarlo como a un hermano o a un hijo. Sin duda, el Agá te estima más de lo que piensas.
—Pues no les duelen prendas cuando me han de castigar y causar todo tipo de sufrimientos y humillaciones —observé.
—¡Ah, claro! Recuerda: quien bien te quiere, bien te hará sufrir. Aquí en Turquía eso es más cierto que en ninguna parte.
Descendíamos hacia el muelle de Eminonü. El Cuerno de Oro se veía abajo, atestado de embarcaciones, igual que siempre. Como era día de sermón en las mezquitas, por ser viernes, las tiendas estaban cerradas y muchos hombres iban hacia los baños o regresaban dellos. Una gran calma reinaba en la ciudad.
Subimos a un caique en el embarcadero y cruzamos a la otra parte. La torre de Calata presidía poderosa la parte alta del barrio que crecía desde el ataranazal en una apretada maraña de casas. Los almuecines llamaban a la oración a un lado y a otro de las aguas, y sus cantos se mezclaban con los graznidos de las gaviotas que perseguían voraces las barquichuelas de los pescadores.
Desembarcamos junto a un gran mercado donde se exhibían plateados peces que brillaban al sol saltando aún vivos sobre los mostradores. Parecía esta parte un puerto de cristianos, pues pululaban por todas partes griegos, florentines y venecianos.
—Las tabernas están hoy cerradas por ser Viernes Santo —explicó Pantoja—. Cualquier otro día, este lugar es el mejor de Turquía para beber buen vino y comer pescado. Aquí suelo yo hacer la mayor parte de mi negocio. Un poco más allá tengo mis almacenes y un par de barcos amarrados para ir a buscar la mercancía. El vino lo traigo de Trapisonda, de Mármara y hasta de la isla de Chío, cuando el tiempo me lo permite.
Se veía que Pantoja era muy conocido en Calata. Casi todo el mundo le saludaba. Él se detenía a cada paso para hablar con unos y con otros, ora en turco, ora en italiano, e incluso en francés.
—Son muchos años acá —me decía—. Un mercader siempre debe mostrar simpatía. Como verás, aun siendo de reinos diversos, aquí todo el mundo se conoce.
Dejamos atrás el ataranazal y ascendimos por un abigarrado laberinto de callejuelas. En las fachadas había letreros que indicaban negocios de diversa clase, casi todos con nombres italianos. También se veían tinajas en las puertas que indicaban la venta de vino, armas colgadas en las ventanas, arneses, trabajos de cuero, munición, cuchillos y herramientas. Un poco más arriba, junto a la torre, estaban las casas mejores, con buenas fachadas y balcones sobresalientes de estilo veneciano.
—El monasterio de San Benito está cerca —indicó Pantoja.
Llegamos por fin a una encrucijada donde confluían tres calles, frente a una iglesia grande cuyo campanario estaba en ruinas. Delante de la puerta conversaban amigablemente varios caballeros cristianos. Pantoja les fue saludando. Me percaté de que eran conocidos suyos. Algunos llevaban cadenas y grillos; por lo que supe que no todos eran hombres libres. Aunque ninguno iba tan mal vestido como yo.
—Éste es don Luis María Monroy de Villalobos —me presentó Pantoja—. Es español y fue hecho cautivo en Djerba. Vive en la casa de Dromux Bajá, al servicio de Yusuf Gül Agá.
Los caballeros me miraron y asintieron con graves movimientos de cabeza. Luego me fueron saludando y se presentaron uno por uno. Eran genoveses, napolitanos y españoles. Uno de los que llevaban cadenas me abrazó y, emocionado, exclamó:
—¡Somos paisanos, hermano! Me llamo Rodrigo Zapata y también yo caí cautivo en los Gelves.
Enseguida le reconocí. Era uno de los capitanes del tercio de Milán de don Alvaro de Sande, es decir, del mismo que yo. Aunque había tratado poco con él, por pertenecer a la sección de los arcabuceros, no habría podido pasarme desapercibido, pues su fama era notable en el ejército.
—Ése era mi tercio —le dije—. Servía yo como tambor cuando corrí la misma suerte que vuestra merced.
—Éste es también camarada nuestro —dijo entonces don Rodrigo Zapata, señalando a otro caballero joven—. Es el capitán Francisco Enríquez, de Cáceres.
Éste me era aún más conocido, aunque me pareció que estaba bastante cambiado, pues llevaba las barbas y el cabello muy crecidos y había adelgazado mucho.
—¡Dios bendito! —exclamé—. ¡Capitán Enríquez!
—El mismo —dijo—. Y tú eres Monroy, el tambor, te recuerdo perfectamente, muchacho, aunque eres ya un hombre hecho y derecho.
El resto de los caballeros eran genoveses y napolitanos. Destacaba entre ellos uno que parecía gozar de cierta autoridad sobre los demás: Adán de Franchi era su nombre, aunque todos se dirigían a él como Franchi. Era éste un caballero de mediana estatura, delgado y que debía de tener poco más de cuarenta años. Hablaba pausadamente con marcado acento de Genova.
—¿Te sientes feliz entre cristianos, Monroy? —me preguntó con voz casi inaudible—. ¿Estás contento?
—Claro, señor—respondí—. ¿Cómo no estarlo?
Y de verdad me sentía a gusto. Los españoles Zapata y Enríquez me palmeaban afectuosamente los hombros y se interesaban mucho por la manera en que había vivido mi cautiverio. Como solía suceder cuando los cautivos se encontraban, nos contamos las penas. También ellos tenían mucho que relatar acerca de palizas, humillaciones y desprecios.
—¿Y cómo hacéis para estar así, libres de vuestros dueños? —les pregunté, pues me resulta raro verles tan sueltos, sin guardianes ni amos que les sujetasen las cadenas.
—Es largo de contar —contestó Zapata—. Ahora pertenecemos ambos a un amo que no nos trata demasiado mal. Pero hemos pasado lo nuestro.
En esto, salió del monasterio un sacristán haciendo sonar la matraca cerca de donde estábamos charlando.
—El oficio va a comenzar —dijo Adán de Franchi—. Entremos en el templo, caballeros.
La nave principal de la iglesia de San Benito era amplia y estaba decorada muy bellamente con mosaicos que representaban la vida del Señor y sus milagros. Olía a cera, incienso y humedad, entre aquellas paredes ennegrecidas por el humo y por el paso del tiempo. El suelo estaba cubierto de lápidas y a los lados, en múltiples capillas, se veían numerosos sarcófagos de mármol, estatuas yacentes e imágenes de santos. Al fondo resplandecía el altar mayor iluminado con lámparas y velas. Delante, algunas damas cristianas y sus hijos pequeños permanecían arrodillados orando. También había hombres de todas las edades junto a las columnas que estaban muy atentos, fijos los ojos en una gran figura de Cristo que presidía el retablo principal.
—Aproximémonos más al altar —propuso Pantoja.
Nos situamos delante, en el lugar reservado para los caballeros. También había allí, a los lados, marineros, comerciantes y gentes de peor traza. No dejaba de sorprenderme ver a tantos cristianos viviendo libremente en el territorio de los turcos.
Sonó la campana y subió al altar un clérigo pequeño y jorobado, cuyos largos brazos casi habrían arrastrado si no los llevase recogidos, juntas las manos sobre el pecho. Se postró en el suelo como corresponde al oficio del Viernes Santo y todos hincamos en tierra las rodillas, humillándonos cuanto podíamos. Las oraciones latinas resonaban dentro de mí con palabras que me resultaban muy familiares. Las lecturas hablaban de la Pasión de Cristo y el salmo que se cantó me arrancó escalofríos:
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
a pesar de mis gritos, mi oración no te alcanza…
La intensidad de esta súplica me hizo consciente de mi desdicha una vez más. Me sentía abandonado, alejado de mi tierra, casa y parientes, extraño a la propia vida y sometido a la voluntad de otros. El canto proseguía:
En ti confiaban nuestros padres,
confiaban, y los ponías a salvo;
a ti gritaban, quedaban libres…
Como el día anterior, las plegarias y el ambiente sacro del templo me llenaron de congoja.
Pero yo soy un gusano, no un hombre,
vergüenza de la gente, desprecio del pueblo;
al verme se burlan de mí…
Concluidas las lecturas y los cantos, llegó el momento de adorar la cruz. Vi cómo aquellos caballeros y damas se ponían en fila junto a sus hijos y acudían con reverencia a postrarse delante de un gran crucifijo que el clérigo y sus acólitos sostenían junto al altar. Delante de mí, Zapata y Enríquez arrastraban sus cadenas por las piedras del suelo. Yo arrastraba mis hierros, incorporado a la fila.
Me postré delante de la cruz y besé los pies del Cristo. En ese momento, me hice consciente de quién era y resolví en mi interior no cambiarme a la ley de los turcos.
Cuando hube cumplido con estas cristianas obligaciones, concluido el oficio, supuse que Pantoja me devolvería a la casa de Dromux. Sin embargo, muy circunspecto, me dijo:
—No, Monroy. Ahora tengo una importante reunión con algunos caballeros. Si lo deseas, puedes asistir. Si no, aguarda en la puerta del monasterio a que yo salga.
—Iré contigo a esa reunión —le respondí muy decidido.
Pasamos al interior del monasterio. Recorrimos un largo pasillo y Pantoja golpeó con los nudillos en una pequeña puerta. Todo estaba en penumbra.
—¡Adelante! —se escuchó otorgar desde el interior.
Entramos. En una sala no muy grande estaban sentados en torno a una mesa cuatro hombres: el anciano fraile que había presidido la celebración, Adán de Franchi y dos desconocidos a los que no me parecía haber visto en la iglesia. Nadie dijo nada. Pantoja se sentó en una de las sillas y me indicó con un gesto mi asiento, a su lado.
Después de permanecer un rato en silencio, mirándonos las caras, Adán de Franchi dijo:
—He aquí a don Luis María Monroy.
—Bienvenido a esta casa de Dios, caballero —me dijo el clérigo.
—Tomémosle juramento —propuso uno de los hombres que me resultaban desconocidos.
El fraile extendió el largo brazo y puso delante de mí un pequeño crucifijo. Solemnemente, demandó:
—Don Luis María Monroy, ¿juras por esta sagrada imagen del Salvador del Mundo y su Cruz bendita guardar silencio sobre todo lo que aquí escuches?
Inmediatamente, acudió a mi memoria aquel lejano día que juré también guardar riguroso secreto en los sótanos de la prisión de Susa.
—¡Juro! —exclamé, y besé el crucifijo.
—¿Y juras no hacer traición y guardar fidelidad al Rey católico en fe de buen español?
—¡Juro! —repetí.
—Si es así —sentenció el fraile—, que Dios te lo premie; si no, que Él te lo demande.
Hecho el juramento en forma, me fueron presentados cada uno de los hombres que participaban conmigo en tan secretísima reunión. Primeramente, identificóse el clérigo, que dijo ser fraile de la Orden de San Benito; el único que habitaba en aquel monasterio, siendo por ello superior, padre, hermano, lego y novicio, aunque era ayudado por un sacristán que cada día venía a la iglesia y por algunos acólitos. Explicó que era ya muy viejo, como bien demostraba su figura, de ochenta años; que por ello estaba resuelto a morir allí donde llevaba más de diez lustros sirviendo a Dios y a la causa cristiana; y que antaño moraban con él en obediencia, castidad y pobreza otros cinco frailes, los cuales fueron muriendo uno a uno, sin que vinieran a sustituirlos. Se llamaba este anciano clérigo Dom Paulo y era calabrés de origen.
Supe luego que quien se me había presentado el día antes como Melquíades de Pantoja usaba nombre falso y que su verdadero apellido era Antúnez, llamándose de pila Mauro. Aunque me pidió que siguiera nombrándole como el día que le conocí, por ser aquélla su única identidad pública en Turquía. Era, como me dijo, este caballero mercader de vinos, pero ocupábase además de recabar información en los atarazanales sobre cualquier movimiento de las flotas turquesas y, cuando estaba cierto de alguna empresa que podía perjudicar gravemente a los reinos cristianos, corría al punto con sus navíos mercantes y, so pretexto de ir a por mercancía, pasaba el aviso al Rey católico en el primer puerto que se le terciara.
Adán de Franchi, sin embargo, se llamaba tal y como decía. Era éste un caballero inteligente que estaba muy bien asentado en Estambul y que tenía buenas relaciones con los visires y magistrados turcos. Dedicábase también al comercio y a cualquier negocio que se le viniera a la mano, como podía ser el entrar en conversaciones para rescatar cautivos o hacer de intérprete cuando venían embajadas ante el Gran Turco, pues su manejo de lenguas era grande y su conocimiento del mundo muy extenso. Teniendo buena hacienda y mucha gente a su servicio, se movía en Gálata como pez en el agua.
Por último, diéronse a conocer los dos hombres que restaban, los cuales aún no habían abierto la boca. Uno de ellos se llamaba Simón Masa; era grande y grueso, vestía a la turca y llevaba una crecida barba negra. Dijo este hombre que servía a un tal Ferrat Bey, muy privado del beylerbey de Grecia, gobernador turco que tenía gran poder en el imperio del Sultán. Afirmó ser mahometano, por haberse cambiado de ley, pues su origen era cristiano. Su nombre de renegado era Semseddin, aunque le decían todos Sem. Presentóse el otro como Juan Agostino Gilli, napolitano, contable, escribiente y criado de Adán de Franchi. Este caballero era cristiano como su señor, discreto, amable y silencioso. Explicó que se encargaba de redactar las cartas y los avisos que se enviaban a la parte cristiana; asimismo, hacía de secretario en las reuniones, convocaba a los conjurados y hacía llegar los mensajes urgentes a unos y otros mediante mil triquiñuelas para que pasaran inadvertidos.
Como final, se me dio a entender que aquellos cinco hombres pertenecían a una especie de conjura oculta al conocimiento de los turcos. Su misión no era otra que la de hacer de espías para el Rey católico. A este menester tenían consagradas sus vidas, haciendas y trabajos, arrostrando constantes peligros y cuidando en todo momento de no ser descubiertos. Llamábase el grupo «sociedad de conjurados», o «los conjurados», a secas.
Tan asombrado estaba yo al saber estos secretos, que permanecí mudo. Ahora venía a comprender todo aquello que se oía por ahí acerca de los muchos y buenos espías que la causa cristiana tenía en Constantinopla.
Y una pregunta me arañaba las entrañas, la cual no me callé y así la hice a los presentes:
—Señores, y digo yo, ¿por qué han acudido vuestras mercedes a mi humilde persona?
Todos pusieron entonces sus miradas en el secretario Gilli. El cual sacó una carta que tenía entre sus ropas, la desenrolló y la leyó lentamente y con voz grave. Entre otras cosas, el pliego decía:
Y pongo en tu prudente cuidado, noble Adán de Franchi, la búsqueda del caballero don Luis María Monroy de Villalobos, el cual es cautivo del visir Dromux Bajá. Si lo hallaras en Constantinopla, donde fue llevado por sus dueños, entra en conversaciones discretas con él; pues, por su mucha valentía, inteligencia y lealtad, puede servir mejor que otros a nuestra noble causa. Confía plenamente en su fidelidad, encárgale lo que haya menester de su persona y no dudes en hacer uso de sus cualidades.
Dios os guarde y proteja en su Divina Providencia. Él lo guíe todo como mejor sea para su gloria y honra.
JUAN MARÍA RENZO DE SAN REMO,
en nombre de Su Excelencia
el Virrey de Nápoles