Llegó la primavera y Estambul se llenó de colores. Había flores en todas partes y jugosas hortalizas en los mercados. Un agradable aroma de especias se esparcía en el ambiente. Los jardines exultaban de alegre verdor y los pájaros parecieron surgir de la nada. Si la nieve es hermosa sobre aquella prodigiosa ciudad, ¿qué decir de la luna llena? Me extasiaba contemplando su reflejo sobre las cúpulas y los tejados.
El buen tiempo encendió el ardor de los jenízaros y marcharon a las empresas militares para dar rienda suelta a su ser guerrero. Dromux partió al frente de sus hombres para combatir al rebelde sufí. Yusuf Agá quedó entonces más señor del palacio de lo que ya era. La ausencia del Bajá fue como un respiro en aquella casa donde, de una manera u otra, todos éramos esclavos. Porque allí hasta el jefe de los eunucos era una mera propiedad. También el propio Dromux, como cualquiera de los visires, pertenecía enteramente al Gran Turco.
Mi corazón pertenecía a dos mujeres: Kayibay y Hayriya. A la primera la tuve entre mis brazos, cuando la benevolencia de Yusuf lo permitió. A la segunda, me conformaba con verla.
Era la Semana Santa de aquel año, a la sazón de 1563, sucedieron cosas que me hicieron pensar mucho. Diré primeramente que fue por entonces cuando empecé a gozar de cierta libertad. Por mucho que me lo rogara el Agá, no cedí en convertirme a Mahoma. Aunque, como corría el tiempo y no llegaba mi libertad ni veía la manera de escapar de mi cautiverio, consideré oportuno modificar mi táctica en el trato con aquella gente. Cuando me pedían que me hiciera turco, no respondía ni «sí» ni «no». No es que tuviera yo dudas en tal menester, pues estaba bien resuelto a seguir siendo cristiano; pero veía que me resultaba más fácil hacerme querer si no me manifestaba obcecado. Yusuf Agá me decía:
—Acabarás turco, como tantos otros. Es difícil resistirse a las cosas de Estambul. No irás a negar que la vida en España es harto recia, comparada con esta de aquí. ¡Ay, qué bien podrías vivir entre turcos, joven! Gustándote tanto las mujeres, hallarías aquí la máxima felicidad. ¡Te lograría cuantas hembras quisieras!
—Me lo estoy pensando —le respondía yo, procurando que no adivinara guasa en mis palabras.
—¿Pensando? ¿Y qué hay que pensar? Anda y decídete ya, que te pasará la juventud y no podrás volverte atrás. Eran tentadoras sus proposiciones. Para mis veintitrés años gozar de mayor libertad y hacerme una vida en Estambul no sonaba precisamente a canto de sirenas. Se me iba apeteciendo y costaba cada día más trabajo resistirse. Era la Semana Santa y había costumbre de asistir en la parte de Calata a los oficios cristianos. Iban a merodear por allá también los mahometanos, pues los ritos y las cosas de nuestra religión les llamaban la atención. Sobre todo a los renegados, pues no creo que estuvieran olvidados del todo de su primera fe.
Había un viejo monasterio no lejos de la torre de los genoveses al que llamaban de San Pedro, donde vivían frailes de nuestra Iglesia romana. Le dio a Yusuf Agá por ir a él y le pareció oportuno que yo le acompañara.
—Hala, ven conmigo —me dijo—, que te haré hoy la merced de que puedas cumplir con las obligaciones cristianas. ¡Tanta es la estima que te tengo!
Agradecí mucho esta consideración. Pude ponerme ese día camisa, jubón y calzones, en vez del tosco sayal que usaban los cautivos. Mas no consintió el eunuco en desprenderme de los grillos y cadenas que traía sujetos en los tobillos y las muñecas día y noche.
Pasamos a Calata en un caique acompañados por una nutrida guardia de jenízaros, un buen cortejo de criados y una larga fila de gente de la casa, entre la que iba yo. Como hacía sol, el Agá iba muy señor rodeado de sirvientes que le guardaban del astro con sombrillas y le espantaban las moscas. A los turcos les gusta mucho alardear de sus rangos, cargos y poderes, por lo que no van ni a la esquina más cercana sin séquito. Máxime cuando salen a hacer cornpras, pues nada les agrada más que ser adulados y tratados como grandes señores por los mercaderes. Aunque esta vana ostentación les cuesta luego los cuartos; porque hacen ver que manejan dineros y los avispados tenderos aguzan su codicia.
Pues bien, discurrió la primera parte del día precisamente en los mercados. Las negociaciones eran muy lentas y las conversaciones interminables. Para comprar cualquier bagatela, se daba cauce a un ceremonial que más bien serviría para adquirir un palacio. Pero yo estaba encantado por ver el colorido de los bazares, el bullicio de las gentes y el variopinto ambiente de la ciudad.
Escuchóse de repente el débil tintineo de una campana y se supo que los oficios en los monasterios cristianos iban a comenzar. Así que pusimos rumbo a las iglesias que estaban en la parte alta de Calata.
La entrada del monasterio de San Pedro se veía abarrotada de venecianos y florentines. Decían que en aquellos barrios había más de mil casas de cristianos. También se agolpaban cientos de mendigos, ya fueran seguidores de Mahoma o de Cristo, aguardando las limosnas. Sorprendime al ver que custodiaban la puerta media docena de jenízaros armados con porras, para evitar que se produjeran disputas o que entrasen en el templo gentes irreverentes o impías. Alguien, al ver mi asombro, explicó:
—El Gran Turco cuida de que sus súbditos y aliados cristianos de Calata puedan servirse de buena manera en las cosas de su religión.
Suponía yo en mi ignorancia que habría gran odio a todo lo cristiano en el territorio del turco; y no era así, sino que se proveía en sus ciudades la manera de proteger a quienes vivían en buena ley, independientemente del culto que profesaran.
La iglesia no era pequeña para estar en tierra de sarracenos, y toda resplandecía llena de mosaicos de vivos colores y perfectas imágenes que no envidiaban a las mejores de cualquier catedral de los reinos cristianos. El oficio fue suntuoso y digno, celebrado por el prior de los frailes, a quien asistían muchos acólitos y un coro que entonaba bonitos cantos litúrgicos. Parecíame que estaba en mi tierra, al verme envuelto por la atmósfera sacra y el murmullo de las oraciones. Tan movido a fe como me sentía, sacudióme como un arrobo y me hinqué de rodillas, derramando muchas lágrimas. Rogaba a Dios que se sirviera sacarme de mi cautiverio y me diera fuerzas y aliento suficiente para seguir allí mi vida el tiempo que tuviera dispuesto en su Divina Providencia, sin que las tentaciones me vencieran.
Cuando hubo concluido la misa, impartidas las bendiciones, llegueme a un lado, donde había una imagen del Salvador que veneraba mucho la gente. Encendí allí unas velas y, muy conmovido, imprecaba el auxilio divino para mi difícil trance, sin dejar de plorar. Entonces, un caballero que estaba un poco más allá se me quedó mirando compadecido. Se aproximó y me dijo cerca del oído:
—Joven, veo que tienes traza noble. Esos grillos y esas cadenas que llevas en pies y manos no te desmerecen. ¿Dónde te hicieron cautivo?
Al escuchar hablar en lengua española, di un respingo. Se acentuó en mí la emoción y estuve un rato mudo, sin poder contestar por el nudo que tenía en la garganta.
—En el desastre de los Gelves —murmuré al fin—. Allá quiso Dios que perdiera mi libertad…
—¡Ah claro! —exclamó el caballero esforzándose para no alzar la voz—. Anda, ven aquí a un apartado y hablemos un momento. No te vendrá mal desahogarte con un paisano.
—¿Es vuestra merced español? —le pregunté.
—Sí. Aunque llevo en esta tierra más de veinte años. Bueno, a decir verdad, soy napolitano, pero mi señor padre era de Valladolid.
Me fijé en aquel caballero, de indumentaria que difería poco de la de los florentines y venecianos que había por doquier. Era un señor alto, de porte distinguido y rostro afilado, cuya barba canosa y en punta acentuaba la gravedad de su semblante. La espada de dorada cazoleta al cinto y los guantes de tafilete pardo que llevaba me infundieron confianza, al resultarme familiares por su estilo español.
—Aquel turco grueso —le dije discretamente— es el Agá que administra la gente y hacienda de mi dueño. Miró circunspecto hacia donde yo señalaba.
—¿Te refieres a Yusuf Gül Agá? —preguntó.
—Sí, señor. Él es quien corre con la custodia de mi persona.
—Aguarda aquí —me pidió con decisión.
Le vi ir hacia el eunuco y ambos se saludaron con gestos reverentes. Conversaron un rato. Luego Yusuf Agá me hizo un gesto con la mano que interpreté sin dudarlo como la autorización para poder hablar con aquel caballero.
Fuimos a un lugar apartado, junto a una casita baja y medio en ruinas que estaba pegada al monasterio. Nos sentamos en un grueso tronco al lado de unos montones de leña. El caballero cruzó las piernas y vi sus botas claveteadas, repujadas y perfectamente cosidas. Me avergoncé de mis pies descalzos y sucios y los oculté cuanto pude bajo el tronco.
—Eres hijodalgo, ¿verdad, joven? —inquirió muy serio.
—Mi nombre es Luis María Monroy de Villalobos, Zúñiga también por parte de padre y madre, Maraver, de Lerma, Ayala… —quise referir todos mis apellidos con orgullo.
—Bien, bien —dijo poniéndome cariñosamente la mano en el antebrazo y sonriendo bonachonamente— ya se ve que vienes de buena cepa. ¿Has cumplido ya los veinte?
—Hace dos años.
—Hummm… —asintió ensombreciendo el rostro—. Triste edad para verse cautivo. ¡Qué malos tiempos éstos!
Quise mantener el tipo y no desdecir mi condición de caballero, pero intenté hablar y la voz se me quebró. Sollocé un momento. No sé por qué me vi tan decaído aquel Jueves Santo. Supongo que el oficio y las plegarias me habían movido a lágrimas. Me cubrí el rostro y procuré cortar aquel llanto que tanta vergüenza me causaba. Pero el caballero me palmeó amablemente el rostro y, con tono muy amigable, me dijo:
—Bueno, bueno, joven, llora cuanto quieras. Por mí no has de sentirte avergonzado. Esa congoja que tienes dentro debe salir. A buen seguro que has aguantado las lágrimas durante mucho tiempo, ¿verdad?
—He vivido duras peripecias, penalidades y afrentas de todo tipo…
—Claro, claro, lo comprendo, joven. Abrí mi corazón a aquel desconocido sin saber por qué. Le hablé de mi origen, le conté mi vida en los tercios, las calamidades de la isla de los Gelves, la derrota y el cautiverio. Me escuchaba atento. Sacó de entre su jubón un pañuelo blanco con puntillas y me lo dio para que me enjugara las lágrimas. Cuando tuve el pañuelo en mi mano, me asaltó un arrebato de orgullo y le espeté:
—¡Pensará vuestra merced que soy débil como una damisela!
—No, nada de eso —contestó con gravedad y mirada sincera—. Eres un cautivo más, como muchos que viven en esta Constantinopla turca, así como en otros reinos sarracenos. No es nada fácil lo que te ha tocado vivir. Te comprendo, Luis María; ¡no sabes cuánto!
Animado por la confianza que me manifestaba aquel hombre, expresé mis sentimientos y liberé mi alma atormentada:
—¿Quién soy ahora? ¡Sólo la sombra de lo que prometía ser! Llevo casi tres años entre sarracenos, en este raro mundo, donde todo es tan diferente… ¡Por Santiago, qué ha sido de mí!… ¿Quiere Dios que mi vida discurra toda entre esta gente? ¿Aquí, en este lejano y extraño lugar? ¿Para eso nací yo?… ¡Oh, Dios mío!…
—Calma, calma, Luis María —me pidió—. Aún eres muy joven y ¿quién puede saber lo que Dios tiene dispuesto para ti?
Cuando me hube serenado, me avergoncé una vez más por haberme comportado de aquella manera indigna de un caballero. Entonces reparé en que había sido descortés al no preguntarle ni siquiera su nombre. Para enmendar el error, le dije:
—Pensará vuestra merced que soy uno de esos desconsiderados que sólo piensan en sí mismos. Ha sido muy amable conmigo, al escuchar mis penas y darme consuelo. ¿Puede decirme su nombre?
—Me llamo Melquíades de Pantoja. Soy mercader de vinos. Te preguntarás qué hace aquí un hombre libre como yo. En fin, es una larga historia que en otra ocasión te contaré.
Hubiera jurado yo que era aquel hombre un noble señor castellano, y no un comerciante; pero entre los turcos resultaba difícil conocer quién era quién, pues no regía allá otra distinción y título que el tener sobrados dineros. Por eso se veían mercaderes, tratantes, artesanos, escribientes y contables que llevaban traza de hidalgos y hasta de marqueses y condes.
—Mi querido amigo —añadió—, puedes tutearme. También provengo yo de hijosdalgos, aunque, ya ves, mi vida ha ido por otros derroteros. Fui militar como tú, siendo muy joven. Pero perdí mi oportunidad por ir a perseguir vientos. Aunque… no puedo quejarme. Tengo aquí mujer e hijos y Dios no me ha tratado mal.
Tendría unos cincuenta años, por lo que supuse que esos hijos de los que hablaba serían de edades cercanas a la mía. Pensé que tal vez por eso obró de forma tan paternal conmigo.
—Gracias por escucharme, Melquíades de Pantoja —dije con la mano en el pecho—. Pido a Dios que siga cuidando de ti, pues veo que eres buen cristiano, compasivo y piadoso.
—Hummm… Soy un pecador, como tantos otros. Dicho esto, sacó de entre las faltriqueras una bolsita de cuero y extrajo unas monedas.
—¡No, no, no…! —exclamé, comprendiendo que eran para mí.
—¡No seas orgulloso! —me espetó a la cara—. No estás en situación de desdeñar ninguna ayuda. Coge estas monedas que pueden reportarte gran utilidad aquí. Hoy es Jueves Santo y, después de haber confesado y comulgado, no he encontrado a nadie más necesitado que tú.
Acepté las monedas, que eran de plata, de las que acuñaban los florentines y que allí tenían un elevado valor.
—Gracias una vez más —dije.
—No las merezco.
—¿Volveremos a vernos? —le pregunté.
—Mañana mismo —respondió con decisión.
—¿Eh? —exclamé extrañado.
—Sí, amigo Monroy —dijo acercando sus labios a mi oído—. Mañana vendrás de nuevo a Gálata.
—No me dejarán.
—Sí, sí te dejarán. Tu Agá es un viejo conocido mío. Mañana es Viernes Santo y tú debes asistir al oficio de adoración de la Santa Cruz. Le pediré a Yusuf que te deje venir conmigo y no me negará esa merced.
—Estás muy seguro.
—¡Como de que Dios es Cristo! —sentenció.